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Las ‘machorras’ del franquismo: habitar la disidencia sexual y de género en el régimen del miedo

Muchas mujeres lesbianas llegaron a construir vías de resistencia colectiva desde los márgenes del sistema, llegando a sostener en el tiempo vínculos románticos en la más absoluta clandestinidad. Quienes lo hicieron desafiaron los arquetipos de feminidad tradicional que el aparato del sistema, desde instituciones como la Sección Femenina, habían diseñado para ellas.
Las machorras del franquismo
Collage de imágenes de los distintos papeles que el franquismo adjudicó a las mujeres durante la dictadura.
17 jun 2025 06:00

Fecha de incoación del expediente policial: 30 de marzo de 1968. Nombre: María Helena Nocilás García, mujer, 21 años, soltera. Atestado policial: Detenida el 28 de agosto por la noche en el Bar “La Gran Cava” de la calle Conde del Asalto, nº25 en actitud sospechosa y vestida de hombre. Durante los últimos cinco años, a excepción de cinco meses en 1967, no ha realizado actividad laboral alguna, ni tiene medios de vida, es persona de mala conducta y una desviada sexual, que ha mantenido trato carnal en varias ocasiones con otras mujeres. Se viste de hombre para así poder engañar a las mujeres hacia las que siente una irresistible inclinación”.

El Patronato de la Mujer, tras su internamiento en este centro, declara: “Su clara, definida y manifiesta tendencia a la homosexualidad la hacen particularmente peligrosa para convivir con las jóvenes residentes, a las que ya ha pretendido hacer objeto de sus prácticas homosexuales en los escasos días que lleva internada. Ante tal peligrosidad, los servicios de readaptación del patronato la remiten al juez de Vagos y Maleantes (Antonio Sabater) al considerar las dificultades de su reeducación”. Así luce el expediente policial de una de las dos únicas mujeres lesbianas procesada por violar la Ley de Vagos y Maleantes durante el régimen franquista, María Helena N.G.

María Helena es una de las miles de mujeres lesbianas categorizadas bajo el apelativo de ‘machorras’. El término fue recogido en 2007 por la activista queer Empar Pineda y la investigadora Matilde Albarracín en alusión a la denominación atribuida comúnmente a las “mujeres de apariencia masculina con deseos hacia otras mujeres” en aquella época. En definitiva, quienes desafiaban los mandatos de género y ocupaban espacios que le estaban vetados.

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No todas las mujeres consideradas lesbianas eran necesariamente homosexuales tal y como entendemos hoy día. Bajo la categoría ‘lesbiana’ encontrábamos a mujeres homo, pero también trans o heterosexuales que desbordaban los parámetros de feminidad preestablecidos. En ese sentido, la amenaza para el arcaico aparato del sistema no recaía tanto en el amor o la atracción erótica entre dos mujeres como la performatividad de su género y su expresión del mismo.

“Lo que al régimen no le gustaba no era tanto la desviación de la orientación sexual, sino la desviación de la orientación de género”, describe a El Salto, Jordi Mas, activista LGTBI

“Lo que al régimen no le gustaba no era tanto la desviación de la orientación sexual, sino la desviación de la orientación de género. Muchas de estas mujeres que fueron reprimidas eran heterosexuales pero no cumplían con los roles de género y con la feminidad hegemónica, no actuaban como la clásica mujer sumisa del franquismo”, describe Jordi Mas, activista LGTBI e investigador en la Universitat de València.

En el tardofranquismo, cuando el régimen comienza a abrirse al turismo y aparecen las revistas extranjeras donde las españolas pueden encontrar a otras, sobre todo francesas, haciendo deporte y luciendo ropa cómoda, las autoridades franquistas comenzaron a temer que las mujeres se “masculinizaran”. El código penal de 1928 castigaba la homosexualidad en los artículos 613 y 787 y este primero distinguía entre homosexualidad y lesbianismo.

Los policías que interrogaron a María Helena afirmaban que la joven odiaba “las faldas, tacones y las prendas interiores femeninas, y en cambio utiliza calzoncillos, zapatillas de baloncesto y calcetines”. Su condena consistió en un internamiento de entre 127 días y un año y dos años de prohibición de residencia en Barcelona, más dos años de vigilancia. Inicialmente fue internada en la Modelo, pero más tarde sería enviada a Madrid al Patronato de la Mujer.

La Sección Femenina y el disciplinamiento de la sexualidad

La Sección Femenina, institución católica del fascismo encargada de cincelar la identidad nacional de las mujeres, consideraba que algunos de los rasgos lesbianos más frecuentes eran, entre otros, la inclinación hacia profesiones como el arte o el deporte y la promiscuidad. Los manuales, revistas y libros formativos publicados por esta entidad, llamados a adoctrinar a las jóvenes para que éstas desempeñaran su rol de esposa abnegada, dejaban nítido dentro de qué marcos debía desarrollarse la existencia de las mujeres: “La vida de toda mujer, a pesar de cuanto ella quiera simular, no es más que un eterno deseo de encontrar a quien someterse. La dependencia voluntaria, la ofrenda de todos los minutos, de todos los deseos y las ilusiones, es el estado más hermoso. Si tu marido sugiere la unión, entonces accede humildemente, teniendo siempre en cuenta que su satisfacción es siempre más importante que la de una mujer”, reza uno de estos textos disciplinarios.

Por tanto, la feminidad tuvo que moldearse a las conveniencias del propio aparato fascista estableciéndose así un esquema único de mujer tradicional que obstruía la coexistencia otras realidades. Un modelo que pretendía distanciarse de otros perfiles que habían emergido con fuerza durante la Segunda República, como la mujer moderna, feminista o comunista. Dentro de un sistema que privilegiaba la maternidad y premiaba la natalidad después de la guerra, la homosexualidad femenina planteaba un problema funcional para las aspiraciones del régimen en términos procreativos.

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El investigador y activista por los derechos LGTBQ Lucas Platero señala en un estudio sobre masculinidad en las mujeres en el franquismo los rasgos que el sistema consideraba identificatorios de una mujer no heterosexual: “Llama también la atención que no frecuentan los comercios en que los empleados son de sexo masculino, que les resulta molesto dejarse acompañar a su casa. De la misma manera, se afirma que existen varias razones que llevan a las mujeres al lesbianismo, como son la insatisfacción por el contacto con varones que son insensibles o brutos, este aspecto es algo que es observable en las prostitutas lesbianas, así como las lesbianas criminales y masculinas”.

“Se incidía en la idea de las lesbianas como ladronas, carteristas y hurtadoras, lo cual las vinculaba a la prostitución o también, la idea de las lesbianas como celosas patológicas”, señala Lucas Platero en el estudio 'Lesboerotismo y la masculinidad de las mujeres en la España franquista'

Platero insiste además en la vinculación entre lesbianismo y criminalidad por parte de las autoridades fascistas, hecho que también sucedía en el caso de los varones homosexuales: “Se incidía en la idea de las lesbianas como ladronas, carteristas y hurtadoras, lo cual las vinculaba a la prostitución o también, la idea de las lesbianas como celosas patológicas que resolvían sus desavenencias con crímenes pasionales y suicidio, abuso de drogas, constancia en el uso de dildos en sus relaciones sexuales, miedo a la soledad, asco hacia los hombres”, alega Platero en el citado estudio.

Tanto el habitar la disidencia como rechazar la unión con un varón implicaba a su vez rehuir del control estatal sobre sus cuerpos. También cuestionar una existencia servil basada única y exclusivamente en satisfacer los cuidados diarios del marido y traer hijos al mundo. Ello no quita, no obstante, que dentro de las propias instituciones represoras se dieran también vínculos homoeróticos, como señala Olmeda: “Había un homoerotismo latente dentro de la Sección Femenina. Lo que hizo siempre la dictadura fue perseguir lo que había fuera, pero hacer la vista gorda respecto a lo que había adentro. Esto ocurría en los cuarteles, en las iglesias y en la Sección Femenina, donde se materializaban encuentros sexoafectivos entre mujeres de forma muy latente, como mucha gente ha llegado a reconocer a posteriori. De tal manera que ahí está la hipocresía del régimen, esa doble moral”.

Clandestinidad, silencio y brecha epistémica

A pesar de esa latencia de las relaciones románticas en conventos, escuelas e internados, resulta complejo recabar relatos de estas mujeres porque la mayoría de sus historias permanecieron en la más absoluta clandestinidad. La mayoría no fueron siquiera detenidas ni pasaron por castigos en la cárcel o psiquiátricos como sí ocurrió con los hombres. Como plasma una investigación de la Universidad de la Laguna, “si las mujeres heterosexuales debían reprimir sus sentimientos incluso encajando su perfil en el de una buena mujer y esposa, las homosexuales reprimían su propia sexualidad y eran condenadas al silencio y la clandestinidad, lo que suponía que llegaran a creer que eran las únicas personas que tenían esa clase de vivencias, a falta de redes que las comunicaran con otras mujeres que vivían la misma situación”. De esta manera, sufrieron una persecución mucho más invisible y sibilina que los hombres, ya que en su caso les era más sencillo poder disfrazar sus amores de amistad o hermandad.

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“Cuando dos mujeres viven juntas, se da por sentado que son amigas íntimas y esta afinidad realmente lo que está encubriendo es una relación sentimental o amorosa entre ellas”, advierte el escritor y autor de El látigo y la pluma Fernando Olmeda en conversación con El Salto. A esto cabe añadir la infantilización eterna que sufrieron las mujeres y que en estos casos suponía la negación de toda posibilidad de deseo sexual, ya que el propio régimen no contemplaba siquiera que pudieran ser sujetos de deseo. La Fundación Sexpol, en este sentido, explica que desde el heteropatriarcado franquista “se entendía que su papel y función en la sociedad no era otro que la maternidad y los cuidados del hogar, negando su sexualidad había sido de la procreación y siempre sujeta al deseo masculino”.

Ese facilidad para disfrazar relaciones amorosas extramatrimoniales contribuyó a que sufrieran un menor punición que sus compañeros varones pero a su vez relegó sus vivencias a la oscuridad. De ahí, por tanto, que muchas historiadoras se hayan dado de bruces con la incógnita de cómo dialogar con estas narrativas del pasado sin requerir archivos ni pruebas físicas que, sencillamente, nunca existieron. Dejar a un lado las formas tradicionales de historiografía y conversar con estos relatos de otra manera.

A su vez, esta condición de inteligibilidad trajo consigo una soledad constante, sumada a la ausencia de referentes identitarios. “La referencia de mujeres lesbianas es muy reciente porque sospechábamos que algunas grandes artistas de la canción, algunas locutoras de radio, o actrices podían ser lesbianas, pero nunca lo dijeron públicamente. Solo a partir de los años 60, con la llegada de revistas y la cultura LGTBIQ+ que empieza a penetrar desde Stonewall. En la España blanco y negro no había ningún referente para las mujeres”, soslaya Olmeda.

Paulina Blanco, activista lesbiana de la Fundación Enllaç de Catalunya para personas mayores LGTBIQ+, hubo de esperar al año 2005 con la promulgación de la ley de Matrimonio Igualitario para vivir libremente su sexualidad. “¿Cómo íbamos a imaginar que un día la sociedad cambiaría tanto que en vez de perseguirnos nos protegerían?”, celebra emocionada a sus 75 años. Cuando hace memoria y viaja en el tiempo, la sensación que puebla las escenas de su adolescencia es el miedo. También el sentimiento de extrañeza hacia su propia sexualidad y, por encima de todo, la soledad y el silencio. “La característica de la adolescencia son todos esos cambios que vas notando por dentro, esas nuevas maneras de sentir que no has experimentado antes cuando eras criatura, como el momento en que te gusta alguien por primera vez. Notas emocionalmente esas transformaciones pero no los puedes comentar con nadie”, transmite.

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A los 14 años se enamoró de una compañera de clase con la que llegó a entablar una amistad durante años, aunque no tuvo otra opción que mantener sus deseos en secreto: “Yo pensaba que yo venía de otro planeta y que era la única persona en este mundo a la que le pasaba esto, me sentía muy extraña porque nos faltaba absolutamente toda la información que le correspondería a una niña o a una adolescente. El heteropatriarcado llegaba hasta los últimos confines de la sociedad, impregnaba la escuela, la religión, la familia, la sociedad, la política...”, relata.

“Como no había libertad para expresarse cada cual como deseara, la gente callaba y el silencio era lo que reinaba en las familias”, cuenta Paulina Blanco, activista lesbiana

Mientras sus amigas iban al cine o eran invitadas a merendar por los chicos de otros colegios con los que salían, ella aprovechaba las quedadas con su compañera en casa de ésta para poder pasar tiempo con ella en secreto. No conocía a otras chicas de su edad en su misma situación y a ojos de su familia esa disidencia sexual jamás existió: “No había televisión en mi casa, los medios de comunicación eran todos del régimen que difundía las noticias que le interesaban y como no había libertad para expresarse cada cual como deseara, la gente callaba y el silencio era lo que reinaba en las familias. Tuve un tío que fue represaliado por el régimen y en mi casa siempre lo que se promovía era el callar porque mi padre era de derechas y él estaba de acuerdo con las tropelías de Franco”.

Códigos velados de resistencia queer

Aunque de forma siempre velada, muchas mujeres contaron con tímidas vías de resistencia queer. Lo cuenta a este medio Laura Lara, investigadora y militante de Ruta al Exilio, un proyecto educativo de memoria histórica que pretende dar visibilidad a las identidades disidentes en la dictadura. “Solían utilizar recursos de amigas más pudientes para hacer fiestas privadas en sus casas, aquellas amigas ricas que tenían propiedades y no necesitaban un marido, ahí celebraban fiestas”. Alude al testimonio de una mujer que acudía a uno de estos eventos privados, donde llamaban a una de las habitaciones de la casa “la habitación de los deseos” en alusión a estos encuentros furtivos entre mujeres.

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También se encontraban en locales privados. Los hombres tendían a frecuentar descampados, cines o baños públicos para socializar con personas de su misma orientación sexual. En cambio, transmite Lara, ellas empiezan a articularse en locales discretos, que por fuera no tienen ningún tipo de identificación, pero que por el boca a boca sabían que se reunían otras lesbianas, con una contraseña o con una fórmula pactada previamente.

Se han hallado relatos epistolares, incluso entre mujeres que vivían en España con sus maridos y sus amantes exiliadas tras el estallido de la dictadura, como aquellas que habían pertenecido a los llamados Círculos Sáficos. Esa correspondencia encarna uno de los escasos vestigios de genealogía lesbiana de los que disponemos en la actualidad. Incluso encuentros “casuales” en lugares como la iglesia, que podían asociarse a la feminidad y por tanto no despertaban sospechas. Ahí muchas se intercambiaban notas de amor.

Uno de los nombres que aludían a las mujeres lesbianas y que conformaban parte de ese lenguaje común era “las que entendían” o “las libreras”

Al igual que los espacios propios, las formas de autoreferencialidad que operaban desde los márgenes fueron esenciales y construyeron verdaderas “etiquetas de supervivencia”. Uno de los nombres que aludían a las mujeres lesbianas y que conformaban parte de ese lenguaje común era “las que entendían” o “las libreras”. Llegaron a tejer relaciones de larga duración, siempre bajo secreto y con el pensamiento de estar cometiendo actos inmorales. “Algo que me ha comentado mucha gente es que esas relaciones no eran ocasionales, sino que tenían un punto de estabilidad y de fidelidad que era muy sorprendente si lo comparamos con la moral a tres bandas imperante respecto al varón”, destaca Olmeda.

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