Cuando Franco intentó la reforma agraria

Entre 1939 y 1975, el régimen franquista creó cerca de 300 poblaciones de pequeños agricultores. Muchas de ellas están hoy despobladas, otras siguen siendo núcleos agrícolas y algunas se han convertido en ciudades dormitorio. Son las colonias de Franco.

Bernuy
Una de las calles de Bernuy, en el municipio de Malpica del Tajo, Toledo. Imagen de Johannes de Bruycker.
26 oct 2019 06:00

Son las 17h en Bernuy y no se ve un alma en la calle. El sol aún quema. Entre las casas de dos plantas que componen esta pedanía de Malpica del Tajo, en Toledo, destaca un bar. Preguntamos al hombre que atiende la barra. Lleva tres años viviendo en Bernuy y ya se conoce a todo el pueblo. Indica una casa en la que nos recibe Amelia Vaquerizo y su familia. “En el pueblo hay menos de 40 personas todo el año y la gente aquí, o está jubilada o trabaja fuera”, explica. Ella misma, que fue alcaldesa de Bernuy durante ocho años, trabaja de auxiliar de enfermería en Talavera de la Reina. Llegó a Bernuy hace 39 años, cuando se casó con su anterior marido, natural de esta población. Cuando, años después, se separaron, decidió quedarse. “Aquí he criado a mis hijos”, señala.

En Bernuy ya no hay colegio. Una vez a la semana un médico de Malpica del Tajo, a poco más de cinco kilómetros, visita la pedanía. “En estos 39 años, el pueblo ha cambiado mucho, antes había mucha gente, había una tienda o dos, ahora solo hay una que abre por las mañanas, un despacho de pan y ya”, continúa Vaquerizo. Es uno de los cerca de 300 pueblos creados por el Instituto Nacional de la Colonización, un organismo nacido en los inicios del régimen franquista para hacer una reforma económica y social de la tierra. Pero antes, Bernuy fue también una de las 645 colectividades agrarias que, según datos del Instituto de reforma agraria de entonces, se crearon en Castilla-La Mancha durante la II República, más de 2.200 en toda España. “Aquí hizo la República un proyecto, pero, como perdió la guerra, Franco se lo quedó”, señala Emilio Jiménez, compañero de Vaquerizo y periodista en la web AhoraCLM.

Es 1939. Franco acaba de ganar la guerra y comienza la tarea de devolver el favor a la parte de España que le apoyó, entre ellos los grandes terratenientes que años antes vieron cómo la reforma agraria de la II República había expropiado —con indemnización— parte de sus terrenos y cómo, durante la guerra civil, miles de colectividades agrarias impulsadas por anarquistas y comunistas daban vida a sus tierras. La llamada ‘contrarreforma agraria’, que comenzó en las zonas sublevadas ya durante la guerra, se prolongó hasta 1940, una época que muchos autores denominan como ‘fascismo agrario’ por la fuerte represión sufrida por los agricultores que habían apoyado a la República. La tierra colectivizada fue devuelta a sus antiguos propietarios terratenientes, menos algunas comunidades formadas por alrededor de 1.500 campesinos, que pasaron a depender del recién creado Instituto Nacional de la Colonización, según señala Cristóbal Gómez Benito, doctor en Sociología Rural y jefe de Estudios del Ministerio de Agricultura en los años 80, cargo desde el que promovió un gran estudio sobre las colonias franquistas.

Pero el problema de concentración de tierras seguía necesitando una solución, y el régimen franquista se inventó una, a su manera. “El régimen se encuentra con sustituir la Ley de Reforma Agraria por una Ley de Colonización y asocia la intervención sobre la propiedad de la tierra a grandes planes de transformación agraria a través de la puesta del riego, aunque hubo también colonias de secano”, explica Gómez Benito. El objetivo, intervenir sobre la propiedad de la tierra a la vez que se beneficiaba a los terratenientes, cogió forma con una ley promulgada en 1939, a imagen de la Bonifiche Agrarie de Mussolini, que aportaba un marco por el que los propietarios podían ceder tierras voluntariamente al régimen a cambio de la transformación al regadío de sus terrenos. Pero, como apunta Gómez Benito, durante toda la década siguiente prácticamente no dio frutos. “Apenas se hace nada porque era una ley que dejaba la iniciativa en manos de los particulares, y a la gran propiedad no le interesaba la transformación en regadíos, no les interesa mejorar la productividad porque los salarios eran muy bajos, no había capacidad de protesta por la represión y estaba el mercado negro; no hacen nada, y el problema social aumenta”.

“Muchos terrenos en España no rinden lo que el país exige”, comienza la voz en off que narra el documental España se prepara, producido en 1949 por el Ministerio de Agricultura franquista y dirigido por Francisco González de la Riva y Vidiella, principal documentalista del ministerio. De fondo, la música compuesta por Jesús García Leoz, que durante la guerra civil estuvo seis meses preso por los sublevados y en cuya obra como compositor está la banda sonora de Bienvenido Mister Marshall. La pieza audiovisual propagandística, de 14 minutos, muestra algunas de las pocas colonias creadas hasta el momento.

Bernuy, cuyas calles aparecen en el vídeo propagandístico, fue una de las pocas colonias que echaron a andar en esos primeros años. Su primera fase de construcción, como colonia de secano, fue inaugurada en 1942 y trajo a la zona a 171 colonos. Ocho años después, según aparece publicado en la edición del ABC del 15 de octubre de 1950, se habían convertido 100 hectáreas de las 250 planeadas en regadío, instalándose 29 nuevas familias.

¿Qué hace la gran propiedad? Pues cede las peores tierras al Estado a precio no muy alto por ser tierras de secano, y a cambio la tierra que queda en su propiedad se revaloriza enormemente porque se transforma en regadío con la ayuda del Estado

En 1949 se promulga una nueva ley, esta vez con el protagonismo en el Estado, que “obliga a los particulares a mejorar”, señala Gómez Benito. El nuevo modelo, basado en la legislación de la Italia de Mussolini, pero también en los regadíos del Valle de Tennessee de la época del New Deal de Roosevelt, funcionaba de forma que el Estado declaraba de interés nacional una zona para mejorar su productividad, se encargaba de las obras de transformación en regadíos —construyendo embalses, canales y acequias muchas veces con mano de obra esclava de presos políticos— y expropiaba, pagando un precio de mercado como tierra de secano, una parte del terreno transformado.

¿Fueron expropiaciones bien pagadas? “El negocio estaba en otro lado”, señala Gómez Benito. “¿Qué hace la gran propiedad? Pues cede las peores tierras al Estado a precio no muy alto por ser tierras de secano, y a cambio la tierra que queda en su propiedad se revaloriza enormemente porque se transforma en regadío con la ayuda del Estado”, continúa. Entre los que se beneficiaron de esas expropiaciones ventajosas, el doctor en Sociología Rural destaca que, especialmente en Andalucía, Extremadura y Aragón, había personas de la gran burguesía, de la nobleza, “casi toda gente importante en cuanto a propiedad de la tierra”, e incluso gente vinculada al Régimen y a la Administración. “Hay una casuística de todo tipo de favores, de iniciativas particulares, de gente que fue obligada”, concluye.

El proceso de colonias cambió el campo español sustancialmente. Del millón y medio de hectáreas de regadío que se contaban al acabar la guerra civil se pasó a los tres millones al acabar el franquismo, pero, como señala Gómez Benito, solo un tercio de ese millón y medio de hectáreas nuevas de regadío estaba en manos de los colonos, los otros dos tercios eran de los grandes terratenientes.

La otra parte en la ecuación, la de los colonos, también tenía, inicialmente, un sesgo político. “El perfil ideal era un pequeño agricultor casado, con familia numerosa, con ciertos conocimientos de regadío; luego, junto a los criterios profesionales, tenía que tener un certificado de buena conducta del párroco y de la Guardia Civil”, explica Gómez Benito. Aunque señala que también cabían las excepciones. Sobre todo en Andalucía y Extremadura, donde el problema del paro estacional de los jornaleros ocasionó que muchos de ellos se asentaran en las colonias. Incluso en algunos casos, Gómez Benito apunta que algunos de los presos que participaron en la construcción de las infraestructuras de regadío se pudieron quedar como colonos. “Con carácter general sí había un cierto sesgo político e ideológico, y un control, favoreciendo a la gente que era adicta al régimen, pero en algunas zonas y momentos se fueron haciendo más abiertos los criterios a medida que pasaba el tiempo”.

En términos de trabajo y esfuerzo, fue tremendo porque eran tierras muy malas, de poca productividad, y hasta que empezaban a producir pasaban diez o quince años

Pero, aun cumpliendo con los requerimientos, tampoco recibían ningún regalo. El Instituto Nacional de la Colonización entregaba a cada colono un lote compuesto por una parcela de entre seis y doce hectáreas, una casa, un animal de labor, una vaca, un huerto de media hectárea para autoconsumo, los aperos y un pequeño capital inicial. Todo como un préstamo a devolver en entre 20 y 25 años. “En términos económicos, lo que [los colonos] devolvieron fue importante, aunque bajo para el valor que tenía lo que le dieron; en términos de trabajo y esfuerzo, fue tremendo porque eran tierras muy malas, de poca productividad, y hasta que empezaban a producir pasaban diez o quince años”, afirma Gómez Benito. "Era mucho trabajo el que había que hacer para producir para la familia, para vender y para devolver al Instituto”, recalca.

De colonia agrícola a pueblo pintoresco

“Yo me acuerdo de cuando la estaban terminando, porque la empezaron en el 40 y algo”, recuerda Mari Carmen Martín, que pasó su infancia en esta población. A su lado, en un patio interior en su casa de Bernuy, está su padre, Lorenzo Martín, uno de sus primeros colonos. “Las casas estas eran lo que eran los corrales, ahí estaban las cuadras con animales, el ganado... Aquí había una era, con gallinas, conejos… y ahí la casa; esto de aquí era también patio, pero lo convertimos en casa”, continúa Martín, señalando cada rincón de su casa.

Gómez Benito sí señala el valor que tuvieron las colonias desde el punto de vista de intervención urbanística. “Los mejores arquitectos españoles intervinieron en este proceso, constreñidos, con unas normas muy rígidas, pero con margen sobre todo a partir de los años 60 de experimentación arquitectónica y urbanística importante”. Entre ellos se contaban nombres como Alejandro de la Sota, que diseñó la colonia de Esquivel, en Alcalá del Río (Sevilla), José Luis Fernández del Amo, diseñador de San Isidro de Albatera (Alicante) o Vegaviana (Cáceres), dos de las colonias por las que obtuvo el premio de arquitectura de la Bienal de Sao Paulo de 1961, o José Borobio. Pero ahora, muchas de las viviendas que componen las colonias se han transformado. “Casi todas las casas son así ahora, con piscina”, recalca Martín sobre las casas de Bernuy. “La mayoría de la gente migró fuera y son los hijos los que tienen las casas, y la mayoría las han arreglado para plan veraniego”, continúa.

En todo el proceso de colonias, desde 1939 hasta 1975, no llegaron a las 65.000 familias las que se asentaron en estas nuevas poblaciones —y 1.500 ya vivían en ellas desde la II República—, unas cifras que Gómez Benito califica de “fracaso”. Más aún al compararlas con las 150.000 familias asentadas en comunidades agrícolas en los diez años de la reforma italiana de Mussolini y con el alto coste del programa, en el que el dinero se colaba por la corrupción que se acentuó en España en los años 40 y 50. ¿Una de las razones? La lentitud con la que se puso en marcha. “Se tardó mucho”, sentencia Gómez Benito. “Aquí estaban entrando colonos cuando ya estaba empezando la emigración a las zonas urbanas con el proceso de industrialización”. Vaquerizo recuerda que en Bernuy hubo dos grandes salidas de población. “Una fue pocos años después de la posguerra; después, la gente no sacaba suficiente del campo y se fue a Madrid en los años 60”, explica la exalcaldesa de esta localidad que llegó a contar con 500 personas empadronadas y que ahora apenas cuenta con 40.

Hoy las colonias se han convertido en una serie de comunidades “que conviene conservar desde el punto de vista paisajístico y arquitectónico histórico”, señala Gómez Benito. Algunas funcionan muy bien, otras se han convertido en pueblos de segunda residencia o pequeños núcleos-dormitorio de gente que trabaja en Huesca, Zaragoza, Badajoz o Don Benito. La mayor parte de la tierra que se repartió se ha vuelto a concentrar en pocos propietarios que han ido comprando sus terrenos a los que emigraban “porque, si hace 30 o 40 años, con una explotación de 10 o 12 hectáreas de regadío se podía vivir aceptablemente, hoy no se puede, tienes que ir con 30, 40, 60 o más hectáreas”, recalca Gómez Benito.

Tras 36 años de colonias, los grandes terratenientes ganaron en mejoras en sus tierras, costeadas con dinero público, y nacieron cerca de 300 pueblos, muchos de ellos casi deshabitados en la actualidad. Finalmente, a pesar de los experimentos del franquismo por revitalizar el sector agrario y el campesinado, como concluye Gómez Benito, “la única solución al problema del campo español vino de la emigración: la gente se marchó y dejó de haber un problema de grandes contingentes de gente sin tierra que pasaba hambre”. 

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