Cine
Colonial, colonialista, anticolonial: las contradicciones de ‘Avatar’, diez años después

Avatar, el atractivo y arrollador pastiche de aventuras y acción dirigido por James Cameron se inspiró en múltiples tradiciones narrativas sin acabar de cuestionarlas, e incluso se traicionó a sí mismo, pero permanece como uno de los blockbusters más críticos de la ‘guerra contra el terror’.

Avatar
‘Avatar’, dirigida por James Cameron, cumple diez años.
18 dic 2019 15:00

Hace diez años, James Cameron (Terminator, Titanic) asaltaba los cines mundiales con su nueva superproducción. Avatar comenzaba como un neo-noir futurista de agotamiento de recursos y huida humana al espacio (con Blade runner en el recuerdo), pero estos pasajes devienen casi un tráiler de una película no rodada. Porque el filme tomaba otro camino: una narración de aventuras exóticas condicionada por una ambientación y un enfoque sci-fi y complementada con espectaculares escenas de acción que incluían naves de combate y soldados con exoesqueletos.

En Avatar, un antiguo marine parapléjico denominado Jake Sully recibe la oferta de sustituir a su hermano en un programa experimental que tiene lugar en una luna lejana. Corporaciones terrestres quieren explotar los yacimientos de un valioso mineral de Pandora, pero se encuentran con la oposición de los na'vi, una suerte de nativos americanos de piel azul y espectaculares condiciones físicas, que defienden un territorio que consideran sagrado. Los empresarios intentan resolver la situación infiltrándose mediante cuerpos cultivados mediante bioingeniería y controlados remotamente por humanos. A través de su avatar na'vi, Sully intenta convencer a la población autóctona de que se traslade, pero es consciente de que su trabajo puede servir para diseñar un ataque militar más eficaz. Durante su misión, el protagonista conoce a los pobladores de Pandora, se siente fascinado por la relación que mantienen con el medio ambiente. Y comienza a cuestionar su cometido.

Con el revestimiento tecnológico (y el uso intensivo de efectos especiales) tan propio de Cameron, la propuesta remitía al pasado histórico (el western de engaños coloniales y enfrentamiento con los nativos) y al presente (la “guerra contra el terror” de la administración Bush-Cheney y su naturaleza de expolio neocolonial de materias primas). En el fondo del cuadro también aparecía un motivo habitual en la ciencia ficción estadounidense: los encajes y desencajes entre científicos y militares en un contexto en que la investigación suele orientarse a los usos armamentísticos.

La cercanía con Bailando con Lobos volvía a escenificar el viaje del realizador desde el laconismo de la serie B (Terminator) hasta el desarrollo de una mayor emotividad (presente en Terminator 2 y central en Titanic) que facilitase el acceso a los bolsillos (y los lagrimales) de una audiencia masiva. Si Paul Verhoeven había criticado el militarismo a través del sarcasmo desatado en Starship troopers, Cameron apostó por un enfoque más sentimental.

Multitud de críticos hablaron del resultado como un pastiche de materiales múltiples. El mismo realizador ha reconocido la influencia o la coincidencia temática con obras como La princesa Mononoke, Ghost in the shell o La selva esmeralda. Esta estrategia de creación a través de la combinación de referencias y materiales previos no es inusual. “Arrojamos un montón de cosas contra la pared para ver si pegan”, declaró Christopher Nolan (Interestellar) sobre el proceso creativo de El caballero oscuro: la leyenda renace y las lecturas políticas que se hicieron de ella.

Cameron no solo depositaba su mirada en otras películas: él mismo declaró que se inspiró en “todo libro de ciencia ficción que leí como niño. Y unos cuantos que no eran de ciencia ficción. Los libros de Edgar Rice Burroughs, de H. Rider Haggard...”. Su historia puede recordar ciertamente a esas aventuras que, a diferencia de obras como El país de los ciegos, de H. G. Welles, proyectaban un imaginario acríticamente colonialista. Eran ficciones ambientadas en territorios reales o en ficticios ‘mundos perdidos’ escondidos por la geografía terrestre (o en las profundidades de una Tierra hueca). Cameron y sus antecesores coincidían en apelar a la nostalgia hacia un espíritu de aventura que saciaban las lecturas juveniles, al deseo de volar (a lomos de animales fantásticos)... o al deseo de una ‘mujer salvaje’ que, en esta ocasión, era simultáneamente guerrera y sacerdotisa.

Colonial, colonialista, anticolonial

En El texto incoherente, uno de los capítulos de su libro Hollywood from Vietnam to Reagan... and beyond, el crítico de cine Robin Wood proponía abrazar y analizar las múltiples contradicciones de los filmes para no ofrecer una visión muy parcial de estas. Y las obras de Cameron son un catálogo de estímulos contradictorios, a veces tan apreciables como potencialmente abochornantes, comenzando por la representación de personajes femeninos decididos y autónomos (las Ripley y Vazques de Aliens, la Sarah Connor de Terminator 2) cuya fortaleza físca y apego a las pistolas llega a lindar con la atracción fetichista hacia las mujeres armadas.

Cameron y su equipo firmaron una obra colonial en el marco de ambientación, colonialista en las connotaciones de algunas de sus inercias narrativas, y anticolonialista en su representación de situaciones revolucionarias desde la simpatía hacia el pueblo invadido

No dejaba de resultar paradójico que Terminator 2, una de las primeras películas donde las imágenes computerizadas alcanzaban una importancia enorme, tratase de los peligros de los ordenadores. Durante la producción de Avatar se usaron enormes servidores para computerizar unas imágenes que proyectaban el anhelo de una relación más estrecha con la naturaleza. Era una de las muchas tensiones incorporadas en una apuesta que tendía a una cierta incoherencia conceptual. De alguna manera, Cameron y su equipo firmaron una obra colonial en el marco de ambientación, colonialista en las connotaciones de algunas de sus inercias narrativas, y anticolonialista en su representación de situaciones revolucionarias desde la simpatía hacia el pueblo invadido. Porque su obra caía en muchas inercias propias de los modelos que se pretendían matizar, expandir o cuestionar a través de apuntes ecologistas o de una mayor atención a la perspectiva del pueblo colonizado (aunque fuese bajo la mediación de Sully, cuyo rol es totalmente protagónico).

No resulta extraño que Ursula K. Le Guin se mostrase incómoda con las similitudes que la película guardaba con su novela corta El nombre del mundo es bosque. Aunque ambas servían de parábolas de conflictos bélicos reales (Vietnam en la obra de la escritora estadounidense, la multilocalizada —o deslocalizada— ‘guerra contra el terror’ en Avatar), Cameron terminaba rindiéndose a la lógica profunda del cine de acción, al antimilitarismo que queda en suspenso cuando llega el momento del tercer acto. La violencia devenía el instrumento de resolución de conflictos, el presunto antibelicismo no cerraba la puerta al espectáculo violento porque el fuego debía combatirse con fuego. Y se caía, además, en las asimetrías en la representación de la violencia (terrible en los ataques humanos, reconfortante en los ataques na'vi) propias de una narración manipuladora.

Además, como solía suceder en la vieja narrativa de aventuras colonialistas o sus reelaboraciones bajo barnices de ciencia ficción, el héroe y galán acaba enamorando a su interés romántico. En las historias sobre civilizaciones ginocéntricas de ficción, como Cat women of the moon, Bajo el signo de Ishtar y tantas otras, la aparición del varón occidental suponía la restauración del orden patriarcal. En Avatar, por mucho que su coprotagonista femenina resulte moderadamente interesante, hay rastros de esa inercia. Y también de una concepción algo apolillada del héroe individual cercano a las características del público de la película: el recién llegado humano que acaba de comenzar a conocer Pandora y su propio cuerpo artificial consigue liderar un pueblo. Las connotaciones supremacistas de la figura del salvador blanco se entrelazan con la fantasía infantil de proyectar un yo de ficción que se cree insensatamente capaz de todo.

Guerra contra el terror en el año 2154

“Yo era un guerrero soñando que podría traer la paz, pero tarde o temprano te tienes que despertar”, rezaba la voz en off de un protagonista que no acababa de asumir el autoengaño de su doble rol de pacificador y espía. Los puntos ciegos de este autoretrato son representativos de algunos planteamientos del filme. En lugar de cuestionar algunos fundamentos de su linea de acción, y cayendo en la lógica hollywoodiense de resolver los conflictos dramáticos complejos con estallidos de bombas, Cameron y su personaje apretaron el acelerador a partir de ese momento. El personaje comienza a vivir fantasías tan improbables como las que antes había soñado. Es entronizado como líder del pueblo cuyo futuro ha comprometido con sus actos, consigue una gesta que solo cinco lugareños habían conseguido en toda la historia y prepara a los na'vi (ya claramente convertidos en los receptores naturales de la empatía de la audiencia) para su lucha contra los colonos humanos.

Cameron y compañía habían trabajado una narración extensa, pero ofrecieron un último acto de atajos dramáticos, tópicos narrativos e imágenes espectacularísimas con un reverso tenebroso: la mirada fascinada ante aquel hecho bélico que resultaba tan triste cuando las víctimas eran los pobladores de Pandora. En su polisemia, no dejaba de regalar la posibilidad de una revancha de ficción a los derrotados por guerras de clases o cracs financieros. Y podían extraerse de la ficción algunas preguntas pertinentes sobre las (¿limitadas?) capacidades para empatizar con sujetos que viven realidades diferentes a la propia, sobre la posible insuficiencia de ser 'un otro' para sintonizar con una otredad diferente. Porque a ese protagonista parapléjico no le alcanza con sus vivencias de discriminación para ponerse en el lugar de los na'vi: Sully tiene que convertirse literalmente en ese otro concreto para entender su experiencia. El planteamiento puede ser pesimista, pero los actos de la piloto interpretada por Michelle Rodriguez (Resident evil) incitan a cuestionarlo: no le hace falta vivir como un na'vi para defender a esa especie.

Diez años después de su estreno, Avatar puede considerarse una de las películas más confrontativas con la autodenominada ‘guerra contra el terror’ que ha alumbrado el Hollywood de grandes presupuestos y altas ambiciones comerciales

Sea como sea, diez años después de su estreno, Avatar puede considerarse una de las películas más confrontativas con la autodenominada ‘guerra contra el terror’ que ha alumbrado el Hollywood de grandes presupuestos y altas ambiciones comerciales. Cuando los soldados corporativos destruyen un monumental árbol sagrado (y con él decenas de vidas) para que los colonizados rindan sus tierras y los recursos que estas contienen, Avatar señala contundentemente la destrucción de vidas y entornos naturales inherente a un conflicto bélico. Cameron y compañía acompañaron las imágenes fantásticas con alusiones literales a la terminología con la que se explicó la invasión de Irak (guerra preventiva, campaña de conmoción y pavor...).

Blockbusters de ciencia ficción posteriores como Star Trek: en la oscuridad o El juego de Ender, aunque este último adaptase una obra preexistente de Orson Scott Card, advirtieron menos duramente sobre los horrores de la guerra preventiva. En el filme de Abrams, la tripulación de la nave Enterprise conseguía detener un conflicto antes de que estallase. Y El juego de Ender trataba del genocidio como un golpe psicológico para el protagonista, sin ofrecer imágenes de sufrimiento porque la guerra se visualizaba (por motivos argumentales) como un juego de estrategia aeroespacial. Avatar podía resultar más contundente en su aspecto de denuncia por el mero hecho de poner en un primer plano (mediado por la figura del protagonista) al enemigo, a ese otro que recibe los ataques. Y por mostrar las bombas que caen.

La naturaleza del filme de Cameron, una ficción futurista ambientada en un planeta lejano, pueda hacernos recordar el desdén que sentía el guionista Alan Moore hacia la versión fílmica de su V de Vendetta: “Una parábola sobre la era Bush de gente demasiado tímida como para ambientar una sátira en su propio país”. Pero esa misma naturaleza de parábola, rodeada de algunos cortafuegos con las que moderar su talante potencialmente disruptivo, facilitó que fuese posible lo que parecía imposible: una superproducción que expusiese algo parecido a los efectos de la diplomacia de las invasiones terrestres y los drones teledirigidos. Una película que, como escribió con sobria indignación el teólogo evangelical Russell D. Moore, podía conseguir que un cine repleto de gente en Kentucky se levantese y aplaudiese la derrota de su país en la guerra.

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