República
Dejar que algo empiece

En el contexto de la Encuesta sobre la Monarquía publicada por la Plataforma de Medios Independientes, El Salto ha pedido a la escritora Belén Gopegui que imagine la llegada de la III República.

45 días a la sombra - 24
Murales de inspiración obrera adornan las calles del barrio de Orcasitas. Madrid, 16 de abril. David F. Sabadell
Belén Gopegui

Escritora

22 nov 2020 06:00

¿Qué es la Tercera República? “Una mujer que come despreocupadamente carne cruda; que avanza hacia su muerte entre altas avenidas de lanzas, pero que no muere; y que finalmente se pasa la velada en una orgía de sueños virtuosos”, D. Barnes. Bromeaba, sí, cuando quiera. Dicen que lo nuevo se define en respuesta a lo ya establecido pero que, al mismo tiempo, lo establecido debe reconfigurarse en respuesta a lo nuevo.

En la Tercera República lo que antes era lo establecido se está modificando. Sin idealizar. Quedan agresiones y reticencias. Pero a veces una causa pequeña conduce a un efecto importante. ¿No lo cree? Forma parte de la vida: la bola de nieve, la primera ficha de dominó, la cadena de azares en cada biografía. Un movimiento, liviano, clausurar la monarquía y dejar que algo empiece.

El único camino que se nos ofrecía era subir y, dado el poco espacio en cada peldaño, querer que nadie más subiera

No había defensa posible de una institución anacrónica, corrupta, ilógica, injusta, instaurada por una dictadura y que deslegitimaba cualquier intento de afirmar que todas las personas éramos, siquiera, iguales en derechos. En medio de la pandemia nos deshicimos de ella. Y empezamos a comportarnos como si de verdad lo fuéramos. Iguales, sí, exacto. No fue fácil. Tampoco demasiado difícil. ¿Que entonces cómo fue? Masivo.

Ocurrió con la pandemia pero, por favor, deje esto claro: las pandemias no tienen intenciones, provocan un dolor sin límites y preferiríamos mil veces que no hubiera existido, nada vale el dolor que causó. No elegimos que llegara; sin embargo, ordenó un poco los tantos por ciento. Disentíamos del lema: “Somos el 99%”. Ojalá los problemas de esta forma los causaran el 1%. Lo que mantiene el juego es la escalera.

El mecanismo de lo aspiracional depende de un elevado porcentaje de personas con una vida “desahogada”, expresión, por cierto, espeluznante, aunque se emplee como si tal cosa. Personas que tienen seguridad económica, sea por patrimonio, expectativa de herencia, sueldos, o por todo junto. Eso nos rompía. Querer, ¿cómo no comprenderlo?, desahogarse, querer dejar de estar horas debajo del agua sin poder respirar. Pero el único camino que se nos ofrecía era subir y, dado el poco espacio en cada peldaño, querer que nadie más subiera. La escalera nos enfrentaba, nos volvía impasibles.

Con la pandemia gran parte de ese porcentaje se debilitó. Se desplomó su sueño de tener su futuro y el de sus descendientes asegurado. Hubo miedo real. Las ficciones de islas para los ricos no servían. En un mundo de mierda no podrían proteger a los suyos ni protegerse. El funcionariado también tuvo miedo, ¿y si el Estado quebraba, si tenía que hacer su propio ERE? Al mismo tiempo, la gente con los trabajos más duros estaba en llamas. Había comprobado que era necesaria y que se la seguía maltratando igual. Sabía que eso podría seguir así hasta que fuera cayendo en desgracia, de manera aislada y sin horizonte. El cuento de la escalera dejó de funcionar y el miedo nos unió, lento pero sin pausa.

Tuvimos algunos libros de cabecera. 'La democracia es posible: sorteo cívico y deliberación para rescatar el poder de la ciudadanía' mostró un camino. Íbamos a tomar las decisiones, íbamos a responsabilizarnos del desenlace por haber sido parte del planteamiento: “Si no tienen mucha influencia en las cosas, las personas suelen acabar desistiendo de ellas”. Empezamos a exigir. La política no podía pertenecer en exclusiva a quienes se habían podido permitir su ejercicio desde muy jóvenes. Ni a quienes dispusieron de recursos para adquirir formación y contactos. Éramos iguales.

Nos pusieron la pega más tópica: no sabéis, hace falta experiencia. Claro que tenemos experiencia en preguntarnos cada día cómo vivir

El tiempo avanza firme, solitario. Lo que no se hace muere en el pasado sin haberse hecho o, como dice la canción, de tanto esperar respuestas ya se cansó la pregunta. Exigimos que se formasen lo que en otros países llamaban minipúblicos deliberativos, sorteos cívicos para escoger muestras representativas por edad, clase, género, posición económica, procedencia geográfica, etcétera. No, no sería el viejo caramelo de la participación ciudadana solo al alcance de quienes podían enterarse y organizarse. Sería una tarea de servicio público remunerada y con apoyo para cuidados al entorno y otros recursos: tanto personas expertas como afectadas acuden a la asamblea ciudadana a brindar distintos puntos de vista, se facilita el debate para lograr transformarlo en deliberación. ¿Un gasto? Disculpe si me río. ¿Un gasto comparado con qué? La lista de dispendios inútiles y corruptos y de impuestos escamoteados era tan alta que no había forma de argumentar por ese lado.

Nos pusieron la pega más tópica: no sabéis, hace falta experiencia. Claro que tenemos experiencia en preguntarnos cada día cómo vivir. Vamos más lejos. Cuestionamos el monopolio de muchos saberes, queremos la rotación en numerosas tareas. Pero eso vendrá después. En cuanto a las decisiones que afectan a la vida del común, varios estudios mostraban que el grado de acierto y error en las medidas políticas tomadas mediante la meritocracia no difería apenas del obtenido con personas escogidas al azar. Porque elegir sobre el común no equivale a batir la marca de los cien metros lisos. Y nuestras muestras no eran mero azar, eran gentes diversas, realmente representativas y que no necesitaban vender una imagen ni actuar para la red y los medios en busca de la reelección.

Éramos la gran mayoría: estábamos en todas partes y teníamos poco que perder

¿Qué temíamos? Haber interiorizado las herramientas del amo, la lengua del opresor, no haber tenido las defensas suficientes y haber terminado adoptando sus valores, sin capacidad para dar nombre a las injusticias graves padecidas de forma sistemática, o creyendo que los responsables eran quienes estaban aún peor. Pronto descubrimos que no se piensa así por incompetencia sino, a menudo, ya ve, por falta de calma. No digo que todo fuera sencillo. Pero sí que el paternalismo daña y que la confianza en la capacidad imaginativa y argumentativa de cada persona importa y más si se complementa con hechos. Los minimundos sorteados no duran dos horas, sino semanas. Un período sabático repartido al azar que ofrece momentos para pensar, dormir, ponderar, escuchar, discutir sin angustia ni prisa por volver.

Nos preocupaba la violencia que sostiene la escalera. El chantaje económico, la violencia física. Tuvimos que contar nuestras fuerzas. En otros países, las decisiones tomadas tras un sorteo que impliquen contrariar a los poderes reales a veces no llegan a aplicarse. Pero allí el sorteo es un comienzo, el intento de instaurar un hábito cuya extensión, se espera, provocará cambios. En el nuestro fue una consecuencia. No podíamos mas. Éramos la gran mayoría: estábamos en todas partes y teníamos poco que perder. Si no aplicaban las recomendaciones, no solo tendrían la desafección de las personas trabajadoras, tendrían también su indisciplina organizada. Sin nosotras, ninguna medida podía llevarse o dejar de llevarse a cabo.

¿Los medios iban a presionarnos, a manipularnos? ¿Las empresas afectadas, a corrompernos? No, no, mire. Ya ha pasado el tiempo y aquí estamos. Usted menciona la lógica del gorrón, de quien usa lo de los demás e ignora sus propias obligaciones. Pero es difícil argumentar esa lógica abiertamente día tras día. Y hay otra lógica, más alegre y tranquila, la de una convicción argumentada. Claro que nos atacan. Recuerde que antes también lo hacían. No hemos abandonado nuestros tejidos de base, de apoyo y de lucha. Al contrario, nos hemos entrelazado de tal modo que es muy difícil rompernos, desunirnos y son sus fuerzas las que se desintengran, pues cuando no logran confundirnos ni atraernos, la realidad es que son menos. Tampoco hemos olvidado los conflictos internos. Hay que encontrar caminos. No se puede exigir una renuncia sin poner otros medios o sin que esa renuncia sea general.

Avanzamos despacio aunque hay prisa, y precisamente porque hay prisa. Tenemos una agenda, concisa y nuestra. La Tercera República es un lugar donde se argumenta y no se teme a quien descifra el miedo o el interés privado que tal vez se está encubriendo. Porque cada día comprobamos que lo común nos pertenece. Existen, como sabe, colegios invisibles, universidades desconocidas, lugares sin sede donde nos acompañamos en el deseo de aprender. Y existe también la acera de lo nuevo, concreta en cada paso, persistente, allí donde el error no es un desvío sino un aprendizaje, y donde lo mezquino se desvanece en el afecto; allí intentamos, allí hacemos.

Disculpe, ha terminado el descanso. Voy a deliberar, a usted le tocará cualquier día.

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