Opinión
Izquierda, Semana Santa y cultura popular

Los ritos locales generan espacios fundamentales para la articulación de consensos comunitarios y de hegemonía cultural, y por eso mismo no pueden ser ajenos a la izquierda.

Plaza Mayor Cáceres Semana Santa
La Plaza Mayor de Cáceres durante la Semana Santa.
2 may 2019 08:45

Durante casi un lustro viví en Pamplona. Mi abanico de amigos y conocidos representaba a todo el espectro ideológico, desde nostálgicos nacionalcatólicos del Opus Dei hasta abertzales que limaban con la violencia de ETA. Cuando se acercaba la primavera y las procesiones y romerías ocupaban cierto espacio informativo, coincidían en destacar la barbarie de los rituales festivos y religiosos del Sur, aquel espacio imaginado en clave de alteridad por el que no había pasado la acción regeneradora de la razón y donde la civilización se confundía con la barbarie. Ese Sur vivía al margen de la Ilustración, como demostraban las imágenes de las turbas en el Rocío o de la religiosidad barroca de la Semana Santa. En cambio, ninguno veía salvajismo alguno en soltar toros por unas calles repletas de turistas bebidos.

Cada cual identifica la barbarie en aquello a lo que no está acostumbrado. De hecho, salvo contadas excepciones, el conflicto ideológico se reducía a si el canto previo de los mozos dedicado a San Fermín se hacía en castellano o también en euskera. Siempre tuve la sensación de que los autóctonos explicaban los encierros como un grupo de hombres racionales que rezaban ilustradamente a un santo y corrían con sensatez y cordura delante de unos toros. Las identidades se proyectan siempre en contraste con un otro estereotipado y vilipendiando y por eso el modelo de alteridad norte-sur responde a patrones de supremacismo cultural y de superioridad moral, que también lo es económica, urbana y burguesa.

Cada primavera, la twitter-intelectualidad, aquella que su mano derecha no conoce el Gramsci que lleva su izquierda, se da un festín a costa de videos de los rituales sureños. Este año se ha hecho viral el de unos jóvenes con ademanes emocionados y enloquecidos por contemplar la Virgen de su barrio en procesión. Las críticas en nombre de dioses como la Razón, el laicismo o la Patria se cuentan por miles y muchos ya han ejercido en las redes su derecho a repartir carnets ideológicos y a delimitar las fronteras inquebrantables del raciocinio, que no suelen coincidir con los contornos meridionales. Estos guardianes de la ortodoxia moderna siempre encuentran contradicciones y atraso en la otra orilla, en los demás, como si fueran narradores omniscientes.

La izquierda fue expulsada de la cultura popular en 1936 –vía represión o exilio- y perdió su espacio en rituales fundamentales para la generación de imaginarios y de hegemonía cultural, y más en sociedades líquidas sedientas de certezas y arraigo

La izquierda fue expulsada de la cultura popular en 1936 –vía represión o exilio- y perdió su espacio en rituales fundamentales para la generación de imaginarios y de hegemonía cultural, y más en sociedades líquidas sedientas de certezas y arraigo. La cultura y la religiosidad popular, lejos de sus interpretaciones esencialistas, nacionalistas y tradicionalistas –que en muchos casos se han asumido-, es también un campo de subversión y de lucha entre diferentes culturas políticas. Ha despertado el interés de las élites por domesticarla y orientarla por su condición poliédrica y espontánea, sin obtener resultados concluyentes debido al perfil contestatario de la fiesta. Hay que reconocer la dificultad para abordar el concepto polisémico de popular y la confusión, propia de la modernidad, entre contenidos y continente, lo que explicaría su mixtificación orientalista y su apropiación en los horizontes políticos conservadores.

Pese a las banderas y los discursos autonomistas, España sigue siendo el mismo país centralista de siempre, propio de la corte. En apenas un puñado de calles de la capital se deciden –y comercializan- los gustos y modas, lo sensato y lo racional. Los altos precios de las viviendas compensan por el poder de decidir cada temporada entre pantalones pitillos o de campana y establecer las fronteras con la barbarie. Una de las derivas es la intransigente. Quien no se identifica con las procesiones propone llevarlas a las afueras de las ciudades, así como la derechita salvaje y homófoba plantea trasladar el orgullo gay a la Casa de Campo. Sin embargo, el laicismo no consiste en alejar de la ciudad a aquellas religiones teístas, ideológicas o patrióticas que compiten por el control de nuestros imaginarios, sino en hacer posible la convivencia en el espacio público, que afortunadamente aún no pertenece a ninguna.

La prensa tampoco contribuye a complejizar el asunto y se lanza en cada primavera a la búsqueda del diputado o concejal de izquierdas que participa en la Semana Santa. Kichi lidera los índices de contradicción, aunque este año se ha sumado la número dos de Podemos por Murcia, Clara Martínez, que cantó una extraordinaria saeta carcelera a la Procesión del Silencio. Pablo Iglesias la felicitó con unas palabras que asumían intrínsecamente los postulados culturales de la derecha y de la Iglesia: “no soy religioso pero me emociona…” Que el adalid de los “pueblos de España” desconozca las múltiples dimensiones de la Semana Santa y vea en una saeta algo inicialmente religioso, evidencia el largo camino que aún queda por transitar para acercarnos a lo popular libres de etiquetas y cajones ideológicos estancos. Estos rituales pertenecen al horizonte de las emociones y darles una centralidad religiosa supone asumir las narrativas eclesiásticas, ensimismadas en purificarlos de paganismo, espectáculo y diversión.

No tiene sentido establecer rankings de racionalidad cuando abordamos la relación entre Semana Santa y política

No tiene sentido establecer rankings de racionalidad cuando abordamos la relación entre Semana Santa y política. A lo largo de la contemporaneidad, estos rituales festivos han propuesto modelos identitarios locales basados en una serie de memorias y tradiciones inventadas que, si bien mantienen formas y expresiones religiosas, sus niveles de significación las superan, conformando un calidoscopio difícil de digerir para una sociedad ciberfetichista que se siente más cómoda en los discursos maniqueos. La Semana Santa trasciende del control de la Iglesia y de la religión. No la niega, pero no es un requisito obligatorio para participar en ella. De hecho, los grupos católicos más exigentes se muestran reacios a estas manifestaciones, a las que consideran producto de la incultura y de escasa carga espiritual. Pero al mismo tiempo, la Iglesia aprovecha la capacidad de movilización de las procesiones para reclamar espacios políticos. Para ella, la religiosidad popular es una expresión propia de gente simple e inculta, a la que hay purificar y reconducir al templo.

Por el contrario, según las pocas estadísticas que conocemos, una parte relevante de los participantes y de los espectadores no se identifican con las prácticas católicas ni con horizontes políticos conservadores. De hecho, Chaves Nogales escribió en 1935 que los principales enemigos de la Semana Santa eran el obispo y el gobernador y documentó cómo los puestos del mercado de la Encarnación de Sevilla contaban con fotografías de Lenin y de la Macarena, mano a mano, pues no era incompatible la ideología política con la imagen referente de la identidad local. Esto mismo constataba un año antes Antonio Núñez de Herrera cuando contó cómo los nazarenos envolvían sus sandalias en ejemplares de El Socialista. Durante la II República las izquierdas pugnaron por resignificar lo popular frente a la patrimonialización conservadora. En 1932, las derechas y el arzobispado de Sevilla organizaron un boicot contra la Semana Santa para atacar el régimen republicano. Sin embargo, una hermandad del arrabal obrero y gitano de Triana, la Estrella, rompió el boicot porque como cofradía del pueblo, “al pueblo se debe, que es tanto como decir que se debe al régimen constituido.”

La izquierda lleva un siglo luchando por ocupar espacios en la cultura y la religiosidad popular, tanto tiempo que sorprende el alboroto. Eugenio Noel exaltó el potencial laico de la fiesta. Lorca fue hermano y procesionó con la Virgen de la Alhambra y le dedicó a la saeta el Poema del cante jondo. Alberti llamó a la Macarena “camarada, la más clamorosa alhaja de la sola cofradía de la gente que trabaja”, “jamás de Queipo de Llano”. La Semana Santa de Sevilla tuvo en Helios Gómez a su mejor cartelista. Morente le cantaba a la Virgen de la Amargura del Realejo granadino cada Lunes Santo. Ocaña se travestía y organizaba performance procesionales que revolucionaron la España de alcanfor, reapropiación que compartía con Nazario. Isidoro Moreno, represaliado del franquismo y activista pro derechos humanos, revolucionó la interpretación de la Semana Santa desde la óptica de la antropología social al señalar sus usos y apropiaciones conservadoras. Salvador Távora incluyó cornetas y tambores en su particular interpretación de Carmen. Saramago coleccionaba crucifijos del mundo en su retiro de Lanzarote.

En esta nueva época victoriana y biempensante que retratara tan bien Pasolini, obispos y progres, Asenjo y Muñoz Molina, van de la mano con el mantra del racionalismo y la domesticación

Sergio Pascual, diputado de Podemos y su anterior secretario de organización, ha sido el primer costalero en entrar en el Congreso de los diputados. Gracias a la heterodoxa valentía del humorista Manu Sánchez, ser cofrade y ateo ya no es un oxímoron. Pájaro hace rock de una marcha de palio con una bandera republicana que se asoma desafiante sobre un piano. O Manuel Alcaraz, Conseller de Transparencia de la Generalitat valenciana, acaba de publicar Semanas Santas, un libro donde explica por qué no tiene nada de contradictorio ser de izquierdas e interesarse por esta celebración. 

La Semana Santa o las romerías no están relacionadas con el escaso nivel de estudios, cultura o racionalidad de sus perpetuadores, sino que tienen que ver con modelos modernos de identificación, con la sociedad de masas volcada al ocio, al turismo y al espectáculo y con la búsqueda de arraigos y tradiciones que combatan las incertidumbres y ralenticen el paso vertiginoso del tiempo. Pero en esta nueva época victoriana y biempensante que retratara tan bien Pasolini, obispos y progres, Asenjo y Muñoz Molina, van de la mano con el mantra del racionalismo y la domesticación.

Esta ignorancia o confusión ha dejado el paso expedito para la producción y control de significados por parte de las derechas, que sacan músculo en cada primavera cuando la izquierda abandona un espacio público fundamental en la generación de consensos y legitimidades. Este año, sin ir más lejos, Aznar ha visitado la Semana Santa de Sevilla invitado por Zoido y han escogido para ver la cofradía del Baratillo, cuya Virgen portaba para vergüenza de muchos un fajín de Franco con una saya donada por el nostálgico del régimen Morante de la Puebla.

Los ritos locales generan espacios fundamentales para la articulación de consensos comunitarios y de hegemonía cultural, y por eso mismo no pueden ser ajenos a la izquierda.

Religión
La Extremadura beata, a la cola de la laicidad

El fervor religioso de las instituciones extremeñas, su entregada devoción a los asuntos de la Iglesia, se corresponde, en justa proporción, con lo reflejado en el Informe Ferrer i Guàrdia 2018 sobre el aumento y la consideración de la laicidad en el Estado español. En Extremadura sus gobernantes se desviven por poner las instituciones al servicio de la Iglesia.

Racismo
Capirotes blancos

La Hermandad de los Negritos de Sevilla fue la primera institución en toda Europa dirigida y sostenida por las propias víctimas de la esclavitud africana. También fue víctima de la apropiación cultural por parte del Ku Klux Klan, que basó su vestimenta blanca en el uniforme de la hermandad.

Constitución
Aniversario de la Constitución, 40 años sin libertad de conciencia

El 9 de diciembre fue elegido hace unos años por diversas organizaciones, entre las que despunta Europa Laica, por coincidir con la promulgación, el mismo día y mes de 1905 en Francia, de la Ley de separación de la Iglesia y el Estado, y en España de la Constitución de la Segunda República en 1931.

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