Pensamiento
Conceptos vaciados

Las palabras que se ponen de moda de una forma totalmente líquida, y a la vez intencionada, son muros, mantras inamovibles que llevan a las generalizaciones y a homogeneizar realidades dispares. Los márgenes que se pretenden amplios terminan siendo muy estrechos.

Redes sociales1
Foto: Archivo El Salto.
1 mar 2020 06:00

Vivimos momentos, llevamos ya un tiempo en esta ola, donde cada vez todo va más rápido. No tenemos tiempo para los demás porque no lo tenemos siquiera para nosotros. El fluir de los tiempos, el ritmo de lo que acontece, o más bien de cómo nos lo cuentan, se ha vuelto incontrolable.

No hay reposo, estamos cansados, agotados, y a la vez, necesitamos más. Queremos más. Todo nuevo. Queremos más dinero, más cosas, más viajes, más tiempo, más noticias. Pasan muchísimas cosas, pero necesitamos novedades, información (o lo que pensamos que es información).

No podemos perder el ritmo, ni atascarnos en algo. No podemos quedarnos atrás. Como nuestros teléfonos, cada vez más nuevos, más caros y con más sangre en sus materiales, necesitamos actualizarnos. En ese ir y venir, con la agitación del movimiento, todo se vacía. Se queda sin esencia. Se vuelve una caja vacía, arrojadiza, pero sin contenido. Entre todo lo que fluye están las palabras.

No hay reposo, estamos cansados, agotados, y a la vez, necesitamos más. Queremos más. Todo nuevo. Queremos más dinero, más cosas, más viajes, más tiempo, más noticias.

Nuestro lenguaje está en construcción constante por mucho que la RAE se resista. El lenguaje modifica nuestra conducta. Condiciona la forma en la que pensamos, en la que nos comunicamos y categorizamos. El lenguaje, en definitiva, construye realidades. En este fluir del lenguaje, van surgiendo o se van recuperando palabras, conceptos o expresiones que se “ponen de moda”. Como prácticamente todo hoy en día, se mediatiza mediante las redes sociales y la sobre difusión en los medios de comunicación, que exprimen hasta el último momento todo lo que pueda ser un producto. Y las ideas, los conceptos y las palabras pueden serlo. Pueden ser productos económicos, pero también políticos.

Al final, el lenguaje es ideológico. Como construcción, y también por el hecho de que haya una institución que busca regularlo, el lenguaje no es neutro. Por eso podemos decir que es machista, clasista y racista. Es decir, es un espejo de nuestra sociedad. La “moda” de determinados conceptos muchas veces viene creada por intereses políticos. Otras, simplemente se instrumentalizan una vez ya creados. Y esto no es baladí. La homogenización de los discursos significa perder la capacidad de definir múltiples aspectos de la vida, de lo social, de lo político, de lo cultural, en definitiva, de todo. Significa crear cárceles y eliminar perspectivas.

A su vez, esta homogeneización nos lleva a quedarnos en la superficie del todo cuando lo bonito, lo jugoso, suele estar enterrado en el fondo. Hablamos de conceptos, palabras, que sirven para evitar los debates, la profundización en las ideas. Conceptos que banalizan realidades. Se termina despojando de contenido a todo.

Las palabras que se ponen de moda de una forma totalmente líquida, y a la vez intencionada, son muros, mantras inamovibles que llevan a las generalizaciones, a homogeneizar realidades dispares. Los márgenes que se pretenden amplios terminan siendo muy estrechos. Pero el problema no son las palabras, sino en lo que se transforman y el uso que se termina haciendo de ellas. Chiringuitos, cuñadísmo, populismo, ofendiditos, subvenciones, buenismo, feminazis, perroflautas, nacionalismo, castrochavismo, fachas, las ayuditas, progres, dictadura, libertad de expresión, terrorismo, constitucional, Derechos Humanos… 

Estas palabras, dentro de su variedad, terminan por no decir nada. Y lo que es peor, pretenden decirlo todo. El matiz, aquello que puede marcar una diferencia, siempre debe ser tenido en cuenta porque en el detalle, a veces en lo más minúsculo, está la esencia.

No pensamos, ni queremos pensar. Y cada vez estamos menos programados para hacerlo. Lo fácil es interrumpir el debate, o, más bien negarlo, llevando el detalle a los mismos lugares comunes

Vivimos momentos donde el esfuerzo de verbalizar las cosas cada vez es más reducido. Queremos todo masticado, y al ser posible, con buen sabor. El problema es que, en tiempos de la sociedad de lo artificial, todo viene con aditivos. Y nos gusta, lo necesitamos, y queremos más y más. Somos insaciables. De ahí que abracemos la hegemonización de las categorías.

Todo sirve para definirlo todo. No pensamos, ni queremos pensar. Y cada vez estamos menos programados para hacerlo. Lo fácil es interrumpir el debate, o, más bien negarlo, llevando el detalle a los mismos lugares comunes. Tragamos conceptos, los consumimos edulcorados y a veces incluso los expropiamos de otros para hacerlos nuestros y patrimonizarlos (interseccionalidad, privilegios, colonialismo…) Y pese a masticarlos tanto, nos terminamos atragantando y vomitamos.

Ese ritmo incansable que nos domina nos condiciona hasta en lo que discutimos y cómo lo discutimos. Nada merece tanto tiempo. Los análisis deben ser rápidos. Se necesitan respuestas urgentes. Nuestra memoria cada ves es más cortoplacista. Sabemos de todo, pero no nos acordamos de nada. Es imposible. Los medios de comunicación y las redes sociales se encargan de ello. Por eso se siente como necesario reducirlo todo a lo superficial. Ese es su éxito. Nos hemos acostumbrado, porque nos han acostumbrado, a simplificar las realidades tanto, que todas nos parecen iguales. Por eso, todo vale. O, mejor dicho, todo ha perdido su valor. En un mundo de dicotomías, el reduccionismo, termina por encerrarnos en ellas.

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