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El capitalismo industrial se disfrazó de liberalismo. Unos pocos luditas se empeñaron en que aquel triunfo de las máquinas, a costa del trabajo de las personas, no podía ser bueno. Pero desde la emergente burguesía y las clases dirigentes los aplausos fueron abundantes. Hasta los nuevos socialistas y marxistas compartían la admiración por el poder de la máquina. A fin de cuentas eran parcialmente herederos de aquel triunfalismo de la razón y el materialismo.
Así fue como el capitalismo industrial imbuido de liberalismo se convirtió en lo que Chesterton denominó el monstruo que crece en los desiertos. Aquella noche imaginada también por él como un monstruo hecho de ojos.
El capitalismo todo lo extrae, todo lo fabrica, todo lo comercializa, lo vende, lo convierte en dinero contado y contabilizado, en beneficios masivos, inmensos, en manos de muy pocos.
Hay quien cree que el capitalismo trajo la democracia, la libertad y hasta un remedo de igualdad. Pero no. El liberalismo es cruel, degrada las vidas, es despiadado, dictatorial, totalitario. El capitalismo se adueña de lo más íntimo de nuestras vidas, de nuestras ilusiones, nuestros sueños, nuestras ambiciones.
El fascismo y el comunismo prometían orden dentro de una tiranía, el liberalismo prometía el desorden de una libertad entendida como poder del individuo sobre la sociedad y sobre los demás individuos. Nos hizo creer que era posible nacer en un lugar, salir de allí, mejorar. Aparentemente, los ricos y pobres podíamos sentirnos protegidos por el estado de derecho.
Precisamente ese liberalismo alienta el egoísmo que nos aleja de cualquier lealtad, nos separa de nuestra tierra, de nuestras gentes, nuestra familia, nuestra cultura. El capitalismo es una gran máquina y poetas como Robinson Jeffers claman ante ella: “Yo soy un salvaje y no puedo entender que una máquina humeante sea más importante que los bisontes”.
Era cuestión de tiempo. La gran máquina capitalista comenzó a generar inestabilidad social controlable por el Estado mientras la situación económica, política, social, lo permitiera. Es decir, casi siempre. O así lo creyeron.
De hecho la ideología de la libertad conduce a un poder y un control social sin precedentes. Los gobiernos controlan nuestras opiniones y la supuesta libertad de nuestras expresiones. Regulan nuestras vidas, establecen criterios y normas en función de la salud pública, el bienestar social, nuestra seguridad, o nuestro futuro. Determinan todo lo que está bien y todo lo que está mal.
Los conflictos a los que asistimos ya sean nacionales, de género, raza, identidad son muestras del triunfo del liberalismo. La confrontación, la guerra cultural en el seno de nuestra sociedad se produce cuando 200 años de liberalismo se han encargado de descomponer cualquier base cultural anterior.
El liberalismo es la ideología de la derecha, pero también, desgraciadamente, de buena parte de la izquierda
Esta es la ideología que impregna la sociedad globalizada. La ideología de la derecha, pero también, desgraciadamente, de buena parte de la izquierda.
Somos islas, individuos. Creemos que nos definimos libremente, que determinamos nuestra identidad. Si nos sentimos transhumanos es que lo somos. Somos muy diversos, pero cada vez somos más iguales. Como decía Georges Bernanos: “Es evidente que la proliferación de partidos halaga ante todo la vanidad de los imbéciles. Les da la impresión de que escogen. Cualquier dependiente os dirá que el público atraído por la exposición del género de temporada, una vez saciado de mercancías y después de haber puesto a prueba los nervios del personal, pasa por la misma caja”.
Somos libres, pero cada vez tenemos más miedo. Somos muy diversos, pero cada vez somos más homogéneos, más catalogables, medibles, cuantificables, previsibles. Los discrepantes, las voces discordantes, los políticamente incorrectos, son censurables y terminan siendo censurados, cuando no condenados y castigados. Vigilar y castigar, escribió Michel Foucault. Todas las instituciones lo hacen.
Lo excéntrico, si no está de moda, es perseguible. La originalidad de las personas es una amenaza para sus carreras, salvo su conversión en inocua, al servicio del negocio. Internet y sus famosas redes sociales son espacios donde podemos expresarnos con plena autonomía y aparente libertad, pero resulta que la banalidad y la violencia en los grupos en los que nos movemos por la nube aumenta cada día y se convierte en habitual.
Es el sino de nuestros tiempos. Es el triunfo de la Gran Máquina que gobierna nuestros designios y alimenta al mercado, mientras nos hace creer que somos irremisiblemente libres.
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Además es profundamente machista, pues los cuidados relegados a la mujer no se contemplan en la economía de mercado.