Zarpa un barco desde el puerto de Santurce (Bilbao), hasta Southampton (Inglaterra) con un letrero en el que se puede leer ‘Habana’. Miles de personas se encuentran a las 6.30 de la mañana: 4.000 niños acompañados por 96 maestras, 120 auxiliares, y 16 curas, y cerca del doble que les despiden. Viernes, 21 de mayo. Es 1937. “Todavía noto la lágrima de mi madre que me cayó en la mejilla, aquí —y hace con su dedo índice el recorrido por su rostro—, ‘no te apures, Paco, que es solo por tres meses’”, recuerda hoy Paco Robles, voz emocionada, con 92 años. Uno de aquellos 4.000 niños.
Robles, junto con Agustina Cabrera, Tere Barrio, María de los Ángeles Dueñas, Fausto García, Enrique Martínez, Ana María González Gárate, entre otros, forman parte de esa generación de vascos y españoles que huyó de las bombas de una guerra —la nuestra, la Civil—, para después, por el azar, acabar en otras —las de la II Guerra Mundial—, en Inglaterra, al igual que aquellos que se exiliaron a la Antigua URSS o Francia. Esta es la historia de ‘Los niños de Guernica’.
Eduardo Sánchez Mínguez, natural de Beniajan (Murcia), “era estudiante de Ingenieria de Caminos y Puentes en Madrid, enfermó con fiebre reumática y salió en el último tren —hacia Inglaterra— antes de que cerraran las aduanas”, relata Carmen Kilner, su hija, con el apellido de su marido John. Carmen nació en Londres el 29 de Septiembre de 1947. Es una de las hijas de los niños de Guernica, secretaria hoy de Basque Children of 37 Association (BCA 37), que tiene como fin la memoria histórica de este acontecimiento.
Esto fue allá por el 15 de julio de 1936. Eduardo viajaba a Londres para reunirse con su hermano y recuperarse dos días antes de que tuviera lugar el levantamiento militar que supuso el inicio de Guerra Civil Española. Los padres de Carmen fueron unos de los casi 100 profesores de aquellos 4.000 niños que tuvieron que abandonar a sus familias en el muelle de Santurce el 21 de mayo de 1937. Eduardo se ofreció desde Reino Unido cuando supo de su existencia. Ana María González Gárate, con 22 años, cruzó las aguas del Atlántico junto con los pequeños hacinados en aquel barco llamado ‘Habana’ con capacidad únicamente para 400 pasajeros.
Guernica y Durango
Entre el viaje en tren y la evacuación, un año de diferencia y los primeros ataques de la historia contra población civil indefensa. Durango y Guernica por órdenes de Franco, el 31 de marzo y 26 de abril respectivamente, en un supuesto marco de no intervención de las potencias europeas.
“Iba en un tranvía con mi madre y oímos un escándalo desde lejos. Nadie sabía lo que era. Alguien dijo ‘¡parece que es Guernica…!’”, rememora Paco, y así era. Tres horas de bombardeo intensivo sobre la villa, desde las cuatro de la tarde. La legión Cóndor Alemana y fuerzas aéreas italianas arrojaban bombas incendiarias capaces de generar una temperatura cercana a 2.700°C.
Fue un lunes, día de mercado. El centro urbano fue arrasado. 1.654 víctimas, 900 heridos y una repercusión mundial gracias al trabajo de George L. Steer, reportero de The Times. En Durango, atacada por aviación alemana el 31 de marzo, murieron cerca de 300 personas según diversas investigaciones de historiadores como Paul Preston o Hugh Thomas.
Los medios franquistas acusaban al Presidente del Gobierno Vasco Jose Antonio Aguirre. La maquinaria propagandística franquista así lo anunciaba.
Euskadi apoyaba a la República. El clero, al contrario que en muchas partes de España, también. A raíz de estos acontecimientos, Aguirre procuró el exilio, mediante inscripción en listas, de niños y mujeres a distintos países —se calcula que 33.000 fueron evacuados—. Francia (20.000), Bélgica (5.000), Reino Unido (4.000), URSS (2.900)… o Suiza (800) y México (455), todos ellos con la colaboración sus respectivos gobiernos, salvo el británico.
El movimiento británico partió de sus ciudadanos y grandes élites encabezadas por Leah Manning, parlamentaria, y la Duquesa Atholl, quien pese a su condición de conservadora apoyaba la República. La prensa la apodó “la Duquesa Roja”. Presidía Basque Children’s Committee que se encargaba junto con National Joint Committe for Spanish Relief de la llegada y cuidados de los 4.000 niños vascos, en edades comprendidas entre los 5 y 16 años. “Algunos de los niños y algunas de las maestras murieron antes de poder partir hacia tierras británicas”, añade Carmen Kilner.
Este desembarco, aprobado por el Home Office —el Ministerio de Interior—, llegó tras varios meses de negociaciones, con interrupciones, entre la parlamentaria Manning y por el aquel entonces lehendakari Aguirre, dentro de las políticas de no intervención pautadas por el primer ministro británico de la época, Stanley Baldwin. Habana arribaría a Southampton.
A raíz del bombardeo en Guernica la población se implicó, la prensa se postuló a favor de la acogida, y se creó un ambiente más propicio para su acogida. El movimiento ciudadano fue muy potente. Todo fue sufragado por iniciativa privada, 10 chelines semanales por cada niño, el doble que los niños británicos, que a la larga provocó controversia entre algunos sectores de la población debido a la Gran Depresión y el comienzo de la II Guerra Mundial.
“La evacuación no es por una causa política. Es simplemente un tema humanitario. Uno en el que nosotros deberíamos de cooperar”, explicaba Leah en su biografía
“Salimos de Santurce la mañanita del 21 de mayo, y el 23 nos levantamos por la mañana en Southampton”. En su salida recuerda Robles, “el buque Cervera, de Franco, disparó un par de cañonazos para hacer retroceder al Habana. Después, uno de los barcos escoltas británicos respondió, y el Cervera retrocedió. Se dijo que habían hundido el barco. Imagínate para los padres sin noticias”. Tras el desembarco, cada niño, que venía con número de identificación, pasó reconocimiento médico. Paco era el 1435, “Francisco Robles Hernando”.
Cuando llegaron al campo en autobuses, todas las calles y faroles estaban engalanadas de banderas y flores. “Todos creíamos que era para nosotros… ¡pero no era, porque una semana antes habían coronado a George VI, y era todo para él!”, se lamenta entre risas. Se instalaron en el campamento de North Stoneham proporcionado por Mr. G.H. Brown. “Había unas 400 tiendas de campaña. Nos metieron allí, 8 en cada tienda de campaña. Niñas y niños”.
El campamento estaba dividido en tres. Según la ideología y afiliación política de sus padres, una muestra más de la neutralidad de la acción inglesa, únicamente humanitaria. Republicanos - socialistas; Comunistas - anarquistas y nacionalistas. Estas divisiones incrementaban, a veces, las tensiones y llegaron a ocasionar problemas en el campamento.
“Las señoritas eran licenciadas y tenían ideas muy avanzadas. Su trabajo principal era ser madres de estos niños (…) tenían que cuidarlos emocionalmente”, ya que “habían dejado a sus familias y estaban con mucho mucho miedo de lo que estaban pasando. Eso hizo que la educación pasara a un segundo plano”, explica Kilner. “Pocas de las maestras pudieron regresar al ser parte de esa República”, finaliza.
Pasaron los días, e iban recibiendo noticias en algunos casos inciertas o falsas, como avisos erróneos del fallecimiento de alguno de los padres. La comunicación carecía de la inmediatez actual. Eran otros tiempos. A las tres semanas, el 19 de junio de 1937, llegaba la noticia de la caída de Bilbao en manos franquistas. Fue el día más negro, recuerdan todos en sus memorias. Mediante el sistema interno de altavoces. Sin previo aviso: “Bilbao acaba de caer en manos rebeldes”, relata María Dolores Barajuán en Recuerdos de Natalia Benjamin. La madre de la autora fue una de las señoritas. Un sentimiento de ansiedad y angustia se apoderó del campamento al ver su mundo desbaratarse.
“Los chicos de más edad salieron del campamento y se fueron hacia el puerto para subirse en un barco, ir en busca de sus padres y luchar contra los rebeldes”, mientras que “otros empezaron a destruir todo lo que veían por delante, movidos por toda la rabia” señalan en las crónicas José María Armolea y Barajuán. Con el paso del tiempo el campamento recobró la tranquilidad dentro de la incertidumbre con noticias de lo que sucedía en sus hogares.
Después de algo más de un mes en North Stoneham, los niños comenzaron a ser redistribuidos por el Reino Unido en distintas colonias: Londres, Cambridge o Ipswich, y así hasta Gales (Cardiff) o Escocia (Montrose). “Llamaban por altavoz y niños con sus amigos o hermanos iban en grupo. Otras veces se les ponía en grupos de familia, edad… No estaba muy formalizado”, explica Kilner. En las colonias daban clases de inglés, estudiaban Historia, también tenían tiempo de hacer deporte y hacían por no olvidar su cultura realizando actuaciones y bailes, algo que con posterioridad les serviría para recaudar dinero para su manutención.
A finales de 1937 y principios del 38 —una vez caída Bilbao— comienza una campaña mediática para la repatriación de los niños vascos. La presión es tan grande que Basque Children’s Committee se ve obligada a preparar unas condiciones de repatriación: deberá de haber un mínimo de riesgo de guerra y una solicitud de los padres. Pero algunas de las peticiones eran difíciles de confirmar. “Muchos les reclamaron y luego se dieron cuenta cuando llegaron a Bilbao de que eran huérfanos. Había mucho fraude, ¿sabes? Querían que volvieran para atrás”, explica Paco. En otras ocasiones, los padres también se encontraban exiliados, la mayoría en Francia. Ahí comenzaba la labor de reunión por parte de la Cruz Roja.
Cuando terminó la Guerra Civil el 1 de abril de 1939, la mayoría de los niños ya habían regresado a España. Una España rota, de posguerra, de hambruna, y ellos marcados como ‘rojos’. “Difícil pensar que un Gobierno legítimamente elegido pudiera haber perdido la guerra porque los rebeldes tuvieron ayuda de dos dictadores europeos y por la apatía de las democracias europeas”, reflexiona una de las niñas, Josefina Álvarez, en la obra de reconocimiento a todos ellos de Natalia Benjamin. En Reino Unido permanecieron unos 600.
En septiembre comenzó la II Guerra Mundial. Otra guerra para ellos. Los que permanecieron en suelo británico se desplazaban por el país según las zonas de conflicto. Allí permanecerían en colonias o serían adoptados.
María de los Ángeles Dueñas cambió las bombas de Bilbao por las de Hull, la segunda ciudad inglesa más bombardeada solo por detrás de Londres. “Fue una de las verdaderas afortunadas, estuvo al cuidado de la Salvation Army”, afirma su hija, Carmen Coupland, apellido de su padre Hubert, sentada en un café en el centro de Edimburgo.
“En primer lugar fueron para Londres” pero después, ella y su hermana, María Dolores se dirigirían a un pueblo, Sutton-on-Hull, “con una de las familias ricas de allí que se dio cuenta de que mi madre era inteligente y pagó su educación”, prosigue. Mientras estudiaba enfermería “hacía turnos con sus compañeras para poder dormir (…) ¡Se convirtió en una experta en bombardeos!”, bromea.
Una vez terminada la Segunda Guerra Mundial el 2 de septiembre de 1945, tras seis años de plena guerra, de aquellos 600 niños permanecieron 400 en las islas británicas donde ya formaron familia. Son ejemplo los casos de Enrique Martínez, el propio Paco Robles, María Ángeles Dueñas, Fausto García o Ana María González Gárate.
Enrique tuvo las oportunidades que probablemente en España no hubiera tenido. “Fue capaz de estudiar, trabajar… llegó a ser un oficial de la Marina Mercante. Esas oportunidades fueron negadas a muchos niños de baja clase social en España. Él estuvo contento y agradecido por esas oportunidades, pero fue un hombre triste. Perdió su país y sufrió morriña durante toda su vida”, así habla Simon, su hijo, 63 años.
“Son acontecimientos que convierten a un niño en un adulto”, reflexiona José María Armolea en ‘Recuerdos’
Martínez “echaba de menos España y esto para la familia también fue complejo. No creo que sufriera depresión. Sufrió el trauma de separarse de sus padres cuando sólo tenía 12 años, el trauma de vivir tan lejos, el trauma de que le contaran que su padre había sido asesinado durante la Guerra”. En declaraciones a The Guardian, aseguró que su abuelo podría “estar de hecho enterrado en el Valle de los Caídos junto con los más de 30.000 muertos que allí se encuentran, sin consentimiento de las familias y sin Descansar en Paz.
“Él fue muy reservado respecto a ese tema. Decidió que la vida había que vivirla en el presente, no quiso hablar del pasado. No habló del campamento de Stoneham, o de su experiencias en las diferentes colonias o de la solidaridad y la ayuda que recibieron por parte de las familias inglesas que les acogieron”. Enrique murió con 64 años.
“Los que vivíamos aquí no nos permitieron ir a España por 15 años porque éramos prófugos. Desertores de la milicia”, Robles
Al igual que Simon, Carmen Coupland y Roberto García tampoco hablaron mucho con sus padres al respecto de su evacuación en el ‘Habana’, sino con sus respectivos abuelos.
“Ella nunca me contó nada acerca de los niños de Guernica. Mi abuelo sí. Cuando volvimos a España en 1976, ella me decía ‘¡no le digas a nadie que soy vasca, no le digas a nadie que soy vasca!’, a pesar de que Franco hubiera muerto, pero después de todo ese tiempo ella estaba aterrorizada”, señala la hija de María Ángeles, Carmen Coupland. Su madre “escribió miles y miles de cosas, especialmente cuando comenzó a sufrir demencia, y eran muy, muy difíciles de leer. Cosas como ‘estábamos en un refugio cuando el bombardeo de Guernica’, por ejemplo”.
Roberto comenzó a investigar un poco después de que sus padres murieran. “En casa seguíamos todas la noticias que salían de España, pero hablar directamente con mi padre (Fausto García) cómo fue, qué pasó, muy poco. Tampoco quería hablar mucho de ello, la verdad —dice con voz pausada y apagada, dejando un largo silencio, al otro lado del teléfono—. La persona con la que más hablé de esto fue mi abuela, mi abuela materna”.
Rob, junto con Paul McNamara, tiene un grupo de folk, Na-Mara, con el que han sido “un pequeño portavoz de esta pequeña historia, dentro del mundo folclórico músical en el que estamos. Hemos escrito específicamente dos canciones: ‘Only for three months’ y ‘The Silver Duro’”, donde cuentan la historia de los niños, su partida y el reencuentro con sus padres.
Ese pequeño portavoz, Na-Mara, ha sido también herramienta para la Basque Children Association (BCA’37), donde tratan “de ayudar a la gente que busca o quiere conocer lo que sucedió a los niños. Tratamos de contar su historia”, define Simon Martínez.
BCA’37 se sufraga a sí misma, no tiene asignación presupuestaria por parte de ningún Gobierno, ni del español, ni del británico. “El único dinero que hacemos es vendiendo nuestras cosas, donaciones, y charlas. Eso solo lo estamos empezando hacer ahora, casi nos da vergüenza… Muchos de los gastos salen de los bolsillos de Simon y míos”, cuenta Carmen Kilner, secretaria de la asociación, que recogió el guante de Natalia Benjamin antes de que esta enfermara.
Kilner reflexiona y señala que todo esto “tiene mucha resonancia con lo que está pasando en Siria ahora, es distinto pero lo mismo. Muchas veces hablamos en compañía de refugiados. Es la misma historia en distinto tiempo”. En esa misma línea se expresa Coupland: “es posible que mi pasado, mi vida, me haga ser más consciente, preocupada, de lo que sucede en las guerras. En la actualidad, esto está sucediendo en Siria. Veo a los niños y pienso en mi familia. Veo a las madres caminando y pienso en mi abuela andando por los Pirineos. Tengo en mi casa alguna de las ropas, vestidos, de cuando mi madre era pequeña y mi abuela las llevaba consigo durante su exilio. La historia se repite y nadie aprende”.
Hoy en día se calcula que, al menos, cerca de una veintena de estos 4.000 niños vascos siguen con vida: José Armolea, Feliciana Martínez, Herminio Martinez, Pili Murga, Tere Berrio, José Osa, Paco Robles, Luis Santamaria, María Luisa Toole, Juanita Vaquer, Valeriana Flores, Agustina Cabrera, María Incera Lejarza y Narciso Lobato.
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