Análisis
La corrupción como coartada: cómo la ultraderecha instrumentaliza el malestar

La extrema derecha global ha hecho de la retórica anticorrupción una de sus principales armas de movilización.
Debate de investidura Pedro Sánchez  Abascal- 1
Santiago Abascal en el Congreso de los Diputados. David F. Sabadell

El “Gobierno criminal de Pedro Sánchez” lleva “siete años cabalgando sobre la mentira, la traición, la división y la corrupción”. Así se expresaba Santiago Abascal el pasado lunes desde Mormant-sur-Vernisson, al sur de París, durante el encuentro de Patriots for Europe. Mientras arremetía contra la supuesta corrupción del ejecutivo español, exculpaba a su homóloga francesa y anfitriona del acto ultraderechista, Marine Le Pen, recientemente condenada por malversación de fondos del Parlamento Europeo. Alentaba así la teoría conspirativa del victimismo como forma de deslegitimar la sentencia contra la dirigente francesa: “Debemos entender que la persecución contra nosotros no será una excepción, sino que será la norma”.

Unos pocos días después del encuentro ultra en las afueras de París, estallaba una bomba en el seno mismo de la cúpula del PSOE. Un informe de la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil, entregado al Tribunal Supremo, revelaba detalles que implicaban directamente al secretario de Organización de los socialistas, Santos Cerdán, en diversos delitos como cohecho y pertenencia a organización criminal. Horas después, Cerdán presentaba su dimisión mientras Sánchez pedía perdón, en un gesto que recordaba al de Mariano Rajoy cuando el caso Bárcenas acorraló a su partido.

Que la corrupción es un problema endémico del extremo centro (PP-PSOE) del régimen del 78 no constituye ninguna novedad. De hecho, buena parte del discurso y la gramática del ciclo político del 15M se construyeron sobre esa premisa. La gran diferencia es que, casi quince años después, quienes parecen en mejor posición para capitalizar políticamente la indignación contra un gobierno que huele a podrido son las fuerzas de una ola reaccionaria de escala global que, en España, tienen en Vox su declinación más reconocible.

La retórica anticorrupción no es una peculiaridad de Vox. La extrema derecha global ha hecho de este tipo de discursos una de sus principales armas de movilización, manejando registros diversos: desde la estigmatización de la izquierda como intrínsecamente corrupta, hasta su uso en la guerra cultural contra lo público, pasando por la agitación antipolítica contra la partidocracia, o el victimismo defensivo cuando los corruptos son ellos mismos, como evidencia el reciente caso francés.

Una de las grandes victorias políticas de Jair Bolsonaro fue precisamente su capacidad para reactivar y canalizar el antipetismo visceral de las clases medias y altas brasileñas. Un sentimiento tan antiguo como el propio Partido de los Trabajadores, que ha mutado con los años. En sus orígenes, el rechazo al PT se basaba en acusaciones de comunismo propias de la Guerra Fría. Con la llegada del partido al poder, el foco se desplazó a los casos de corrupción.

Javier Milei, presidente argentino, ha llevado esta lógica al extremo, afirmando que la corrupción es consustancial a la existencia del Estado

Desde entonces, la crítica a la corrupción se convirtió en un eje central para desgastar al PT y dar forma a un movimiento antipolítico que encontró en Bolsonaro su principal portavoz. Nadie niega que la corrupción haya salpicado a los gobiernos del PT, pero es necesario contextualizar lo que ha sido un claro lawfare orquestado por las élites contra Lula y su partido. La lucha contra la corrupción pasó a ser el discurso aglutinador, no contra personas concretas, sino contra una idea: “Vamos a barrer del mapa a los bandidos rojos”, bramaba Bolsonaro, equiparando la corrupción con toda la izquierda.

La ultraderecha emplea también este discurso como herramienta para erosionar la confianza popular en lo público, las instituciones y la política en su conjunto. Javier Milei, presidente argentino, ha llevado esta lógica al extremo, afirmando que la corrupción es consustancial a la existencia del Estado. Recientemente, celebró la confirmación por parte del Supremo argentino de la condena a seis años de prisión por corrupción a Cristina Fernández. “Si hay un gobierno en el mundo que esté peleando contra la corrupción, somos nosotros”, declaró, ligando su ofensiva privatizadora a la cruzada anticorrupción: “Cada desregulación es un privilegio que le quitamos, ya sea a un político, a una empresa prebendaria o a un grupo de poder” (…) “el kirchnerismo utilizaba pensiones por discapacidad para hacer corrupción”.

Desde Vox, el discurso anticorrupción ha sido utilizado reiteradamente para atacar no solo a rivales políticos, sino a la propia idea de lo público. Este relato se entrelaza con su agenda recentralizadora, coherente con su concepción de España como un Estado uninacional, negando cualquier nacionalismo que no sea el español.

Así, la lucha contra la corrupción se vincula con la denuncia del supuesto clientelismo y “despilfarro” del Estado autonómico, abogando por su supresión o incluso por la eliminación del Senado.

Siguiendo la estela de Bolsonaro, André Ventura, líder y fundador de Chega en Portugal, ha hecho de la bandera anticorrupción uno de los ejes fundamentales de su discurso. Su lema de campaña en 2024 —“Limpar Portugal” (Limpiar Portugal)— no dejaba lugar a dudas, acompañado de carteles que señalaban a los políticos socialistas como enemigos a erradicar. La cadena de escándalos, desde el protagonizado por José Sócrates hasta el que provocó la caída de António Costa, ha reforzado la asociación de la corrupción no solo con la izquierda, sino con toda la “clase política parasitaria” que, según Ventura, “lleva medio siglo enriqueciéndose mientras empobrece al pueblo, que ya no puede pagar la luz, el gas, el combustible ni la vivienda”.

En las pasadas elecciones europeas, Luis (Alvise) Pérez centró buena parte de su campaña en atacar a la partidocracia y señalar a los políticos como sistémicamente corruptos. Se presentó a los comicios como una continuación de su autoproclamada “guerra contra los políticos”, en una estrategia clásica de la ultraderecha: convertir a la política en chivo expiatorio del malestar social, evitando que el dedo acusador apunte al poder económico o al propio sistema.

Alvise justificó su entrada en política como un intento de conseguir “inmunidad diplomática y europarlamentaria para publicar audios y documentos [...] sujetos a secreto oficial o a la ley de protección de datos”, que habría obtenido supuestamente a través de filtraciones de sus seguidores. La inmunidad parlamentaria, afirmaba, le permitirá continuar su cruzada. En este marco, ha tratado de construirse una imagen a lo Bukele, en clave española, agitando el populismo punitivo como estandarte.

Una de sus escasas propuestas concretas durante la campaña fue la réplica de la medida estrella del presidente salvadoreño: la construcción de una megacárcel a las afueras de Madrid, que —según prometió— sería “la mayor de Europa”, destinada a encerrar a políticos corruptos, delincuentes comunes e incluso a personas con tatuajes de bandas. En la rueda de prensa tras los comicios europeos, llegó a amenazar directamente a Pedro Sánchez: “Más vale que te escondas en un maletero porque te vamos a meter en prisión”, en alusión a la supuesta huida del expresidente catalán Carles Puigdemont.

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Pero, cuando los adalides de la anticorrupción son condenados por corrupción, nos encontramos ante un cambio sustancial de discurso y de gramática. Ya no se trata de una persecución sistemática ni de una corrupción intrínseca a determinadas ideas o propuestas políticas, sino de una supuesta ofensiva judicial con fines políticos: casos de lawfare. Esta narrativa de persecución es utilizada a su favor para victimizarse, monopolizar el debate público, posicionarse como outsiders de un sistema generador de malestares crecientes y presentarse como defensores de una democracia secuestrada por el establishment que los hostiga.

Un buen ejemplo del aprovechamiento político de los procesos judiciales es el de Donald Trump, que consiguió convertir el periplo legal de los meses previos a su campaña en una poderosa herramienta electoral, presentándose como víctima del “Estado profundo” estadounidense. Así, logró transformar la supuesta debilidad de estar imputado —e incluso condenado— en una fortaleza simbólica para su candidatura. En la misma línea, Le Pen ha reinterpretado su condena por corrupción como una maniobra judicial contra la democracia, que no solo la inhabilita políticamente, sino que —según su relato— vulnera el derecho al voto de millones de franceses.

En nuestro entorno más próximo, encontramos diversos ejemplos. Desde la condena del Tribunal de Cuentas a Vox por una infracción muy grave —haber aceptado donaciones en efectivo y sin identificar, contraviniendo la Ley de Financiación de Partidos Políticos—, que se saldó con una sanción de 862.496 euros. Santiago Abascal no tardó en calificarla de “auténtica cacería política” destinada a “hacer inviable a Vox. No se atreven todavía con la ilegalización, pero van dando pasos.” Una vez más, el sistema contra ellos, siguiendo el manual trumpista.

En otro vértice, destaca el caso de la financiación opaca de Luis “Alvise” Pérez, denunciado por el empresario Luis Romillo tras haberle entregado 100.000 euros en metálico durante la campaña a las elecciones europeas. El propio Alvise admitió la operación en un vídeo en el que, en lugar de explicar la irregularidad, se presentó como víctima de una persecución y desvió el foco hacia Hacienda, al más puro estilo Milei, animando incluso a sus seguidores a la insumisión fiscal: “Hacienda es una mafia y este sistema criminal está roto. Acepté esos honorarios privados sin factura para tener ahorros y no enriquecerme con mi actividad política y porque me niego a que el Estado me quite la mitad de lo mío”.

La cruzada anticorrupción de la extrema derecha no tiene nada que ver con una cuestión ética o de limpieza de las instituciones, sino más bien, forma parte de una estrategia discursiva neoliberal para estigmatizar las ideas de sus oponentes políticos, dinamitar lo público y reforzar un modelo autoritario. Una guerra cultural entendida como una guerra de clase pero desplazada, en la que la corrupción no es el enemigo, sino la excusa para instrumentalizar el resentimiento de clase al servicio de los intereses materiales de una fracción muy concreta de las élites.

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