Nos dirigimos a la perdición, pero podemos hacerlo con una sonrisa en los labios

Se cumplen 80 años de la muerte de Karel Capek, polifacético escritor checo recordado especialmente por su ácida distopía La guerra de las salamandras. El grueso de su obra proyecta un humor contagioso pero punzante, repleto de desconfianza respecto a la humanidad.

Quizá Karel Capek aguarda el momento de encontrar un espacio más amplio en el panteón de la historia de la literatura. Porque no solo inventó, junto con su hermano —el dibujante y también escritor Josef Capek—, la palabra robot en la pieza teatral R. U. R.. Y no solo escribió la que seguramente es su obra más recordada y publicada, la atípica novela La guerra de las salamandras. A la pluma inquieta de este periodista debemos más obras dramáticas y más novelas, algunas de ellas tan insuficientemente difundidas como La krakatika o El meteorito.

Capek también se dedicó a los cuentos, escribió libros de viajes y provocó las iras del III Reich con una producción periodística que también alertó sobre los peligros del nazismo. Una colección de textos breves, Apócrifos, sirve de ejemplo perfecto de su visión del mundo: se acercó a momentos y figuras históricas de manera tan humorística como pesimista. El 25 de diciembre de 1938 falleció a causa de una neumonía. El desenlace fatal le evitó convertirse en una más entre los millones de víctimas de la industrialización del asesinato perpetrada por los nazis: era una de las personalidades artísticas a eliminar. Cuando los ocupantes de Praga fueron a buscarle para trasladarle a un campo de concentración, ya había muerto.

Distopías del capitalismo industrial

A día de hoy, Capek es destacado sobre todo como practicante de una literatura de anticipación ambientada en sociedades próximas a la real, en las que un cambio tecnológico o de otro tipo sacude todo el tejido social, con catastróficas consecuencias. El autor concibió pesadillas fuertemente relacionadas con un contexto histórico de dominio del capitalismo industrial y de auge de los totalitarismos. Otros centraron su atención más exclusivamente en el segundo tema y concibieron distopías de control estatal total como Nosotros, de Evgueni Ivánovich Zamiátin, o sus seguidoras Un mundo feliz, de Aldous Huxley, y 1984, de George Orwell. La defensa de la libertad de expresión y de pensamiento era uno de los fundamentos conceptuales de las obras, que iban más allá mediante la fantasía: señalaban las cárceles mentales impuestas y autoimpuestas que podían llegar a construirse en unas sociedades donde un totalitarismo extremadamente invasivo penetraba completamente en el pensamiento individual.

A pesar de estar fuertemente preocupado por el ascenso del nazismo, Capek no obvió la otra parte de la ecuación: un capitalismo industrial que también jugó su papel en la consolidación de los fascismos. Si Zamiátin, Huxley y Orwell escribieron historias futuristas más bien existenciales, pesadillas políticas en las que lo económico no tenía apenas relevancia, el checo dio mucha más importancia a las circunstancias materiales y al mundo del trabajo.

R. U. R., La fábrica de absoluto y especialmente La guerra de las salamandras coinciden en escenificar la voracidad autodestructiva del capitalismo de los patronos. En todas estas obras, diferentes innovaciones tecnológicas y hallazgos implican fuertes cambios en el mundo. En R. U. R., se trata de la creación de robots dotados de inteligencia artificial. La deriva genocida de unos robots que hablan de su necesidad de espacio vital puede verse como una anticipación de los horrores del imperialismo germánico. Curiosamente, otra obra sobre inteligencias artificiales, Metrópolis, se convertiría en una especie de inversión filonazi de la propuesta de Capek. El checo, además, trató de las limitaciones del solucionismo tecnológico al escenificar el fracaso de la utopía ultracapitalista de un inventor que está decidido a acabar con la carestía material y el descontento social a través de la creación masiva de mano de obra esclava. Si el fordismo prometía una fuerte expansión de la prosperidad a través de la optimización fabril y la automatización, Capek ya intuía que las cosas serían más complicadas. La generalización de los modelos de negocio low cost evidencian que no hemos tomado nota de la advertencia.

Las fatalidades de La fábricade absoluto comienzan con la distribución comercial de un modelo un motor atómico que genera cantidades colosales de energia, pero libera un contaminante indeseado: ese Dios que se encuentra en todas las cosas, y que queda liberado tras la explosión nuclear de la materia que lo rodeaba. En La guerra de las salamandras, un dipsómano capitán de barco encuentra unos anfibios capaces de llevar a cabo trabajos progresivamente complejos que revolucionan la explotación del mar y ‘liberan’ (dejando en el paro) a obreros de todo el mundo... porque los patronos han encontrado otros seres a los que explotar.

En estas distopías, los primeros impactos tienen lugar en lo que se ha dado en denominar ‘mercado laboral’. Posteriormente, las premisas fantásticas derivan en situaciones más o menos apocalípticas en las que la religiosidad o el nacionalismo también reciben una buena cantidad de dardos críticos, pero el autor no pierde de vista la relación entre capital y trabajo. El trabajo y sus problemas no eran parte del telón de fondo de sus distopías, circunstancias desafortunadas que podían inspirar a héroes que luchaban por libertades más abstractas, sino elementos muy relevantes de estas. Por ello, La guerra de las salamandras tiene su lugar en el panteón de la literatura fantástica junto con obras por escribir en aquel entonces, como La pianola o Matadero Cinco de Kurt Vonnegut.

En 1952, ya después de la II Guerra Mundial, el escritor estadounidense publicó una novela futurista que escenificaba un nuevo estadio del capitalismo industrial a través de la automatización de tareas. Con una cierta sorna, o no, Vonnegut afirmaba que no había nada de inventivo en su debut novelístico, sino que sencillamente había tomado nota de sus experiencias como trabajador de General Electric. El resultado quizá no brillaba como otras obras futuras del escritor, rebosantes de imaginación y humor triste, pero destaca por su capacidad de dialogar con debates del presente. De alguna manera, nos anticipa las posibles perniciosidades de una renta garantizada hecha desde la lógica del capital.

La materia es un regimiento

El humor triste hermana abstractamente diversas obras de Capek y de futuros maestros de la ciencia ficción como Stanislaw Lem (Paz en la Tierra) o el mencionado Vonnegut. Cada uno a su manera, con su estilo, tendieron a observar, con una sonrisa abatida, los destrozos que causa o puede causar la especie humana. El checo encontró en las fricciones de su humor hiperpesimista una manera de ofrecer una experiencia diferente, extrañamente divertida, al público lector.

El investigador científico de La krakatita, un hombre aparentemente obsesionado por descubrir nuevos y más potentes explosivos, tiene algo de encarnación del miedo de su creador: la capacidad interminable de los seres humanos para buscar herramientas de poder y destrucción, movidos por la avaricia de dinero o dominio. “Todo es una explosión”, dice Prokop, quien también afirma que “la materia es un regimiento”. Para Capek, lo terrible era que hubiesen tantas personas dispuestas a iniciar ese reclutamiento por motivos espúreos.

El miedo a la experimentación con los átomos se convertiría en realidad veinte años después de la publicación de estos libros. Los ataques a Hiroshima y Nagasaki se convertirían en una página negrísima, y extrañamente secundaria, de la historia humana como la cuentan los libros de texto. Pero Capek ya había advertido sobre todo ello, no desde una posición ludita, sino desde el pesimismo que sentía por la manera de comportarse del ser humano. Podría decirse que su obra tendía a una misantropía que resultaba más amable gracias al humor permanente con que recubría parcialmente las aristas de su visión del mundo. La fábrica de absoluto, cuya trama también es propulsada por un avance tecnológico atómico, miraba a vista de pájaro una verdadera guerra mundial religiosa.

Esta manera de narrar de Capek, quien describía los acontecimientos en varias de sus obras como un cronista lejano más que como un narrador próximo, proporcionaba un distanciamiento irónico. Seguramente era un producto extraño de su dedicación periodística, especialmente evidente en el juguetón artefacto narrativo de La guerra de las salamandras.

La misma La krakatita evidenció que su autor podía mostrar una mayor atención por el detalle y generar impresiones y atmósferas con una prosa literaria más convencional. De momento, la historia de la literatura atiende más a su relato atípico del encuentro de unos anfibios inteligentes, salpicado de presuntos recortes de periódicos, notas al pie y otros materiales. Este planteamiento le sirvió para fingir una mirada del mismo acontecimiento bajo múltiples perspectivas, y vapulear de una manera más exhaustiva no solo la codicia financiera que no atiende a los efectos de sus actos: también son objeto de crítica el reformismo social con tintes elitistas y racistas, o los juegos de poder entre los Estados y sus diversos relatos propagandísticos.

El humor mutante, a veces cruel, con ecos del escepticismo y de la manera de mirar distante del periodista son parte de la más genuina experiencia Capek. Su autor, además, prefiguró la atomización de la verdad propia del posmodernismo desde una posición que podría calificarse de liberal: recelaba de todo proceso uniformador, fuese debido a totalitarismos políticos, convicciones religiosas o patriotismos. Desde su condición de demiurgo, simpatizaba con unos explotados (como las salamandras de su obra más difundida) que a menudo terminaban por embrutecerse, porque les llegan las mismas ideas que aquellos que les explotaban, o estaban sujetos a pasiones similares. Los robots de R. U. R., al fin y al cabo, comienzan a embrutecerse cuando quieren asemejarse a las personas.

Literatura
Stanislaw Lem: cartografía de un universo de azar, desconcierto y fantasía

El escritor polaco Stanislaw Lem tomó la ciencia ficción como terreno de referencia, pero también cultivó el género negro, la novela realista o el ensayo. Su obra es un monumento a la sed de conocimiento y a la imposibilidad de alcanzarlo, a la preocupación ética y al pesimismo respecto al presente y futuro del ser humano.

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