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Fútbol a este lado
Tardes de dique, noches de cortafuegos
Bien podría estar viendo un Athletic-Rayo a medianoche de un martes para escribir estas líneas. O compaginar el primer café del sábado con comprobar qué partidos se juegan ese fin de semana y, especialmente, qué equipo o jugadores han comenzado bien la temporada filtrando posibles reportajes que, con percha de actualidad, podrían hacerse. O haber dedicado parte de las vacaciones a entablar contactos locales de cara a una próxima pieza periodística. Si cada minuto que no trabajamos se nos presenta, en el relato del valor, como dinero —digamos más la palabra— perdido, podría entonces no haber comprometido más mis cuentas. Podría haber adelantado, recuperado y todos esos verbos que le concedemos al tiempo como si este fuera un balón que responde obediente a los impulsos de distintas partes de nuestro cuerpo.
Igual que ocurre al cerrar los ojos tras ver un potente reflejo de luz, el trabajo no sale fácilmente de nuestra cabeza en tiempo de ocio. Es una relación desigual de fuerzas
Las notas del móvil. Una obsoleta pero útil libreta, que las sillas viejas también sirven para sentarse. Apuntarnos algo en el dorso de un ticket. Son formas de recordarnos que no tenemos un trabajo del que podamos desconectar al cruzar la puerta de la calle. Muchos de esos empleos ya no tienen siquiera una puerta diferente de la de nuestra propia casa. Igual que ocurre al cerrar los ojos tras ver un potente reflejo de luz, el trabajo no sale fácilmente de nuestra cabeza en tiempo de ocio. Es una relación desigual de fuerzas. Puedes tener que dedicar momentos de descanso para cuadrar una propuesta laboral pero nadie va a interrumpir la reunión del lunes a las diez en la oficina a golpe de piñas coladas. Las fronteras del tiempo se difuminan pero siempre en un solo sentido, el de la productividad. El dibujo libre no invade la hora de clase de Plástica. Es lo contrario: el recreo sirve para subir nota.
También se trata de trazar una frontera que separe una afición de la rentabilidad, el disfrute del rédito, seguir un partido sin más objetivo que emocionarme, aburrirme, desesperarme o celebrar los tres vaporosos puntos de una victoria
Lo pienso cuando hablo hace unos días con N., empleado de un hostal en una ciudad a un par de miles de kilómetros. Le pregunto por la lejanía de uno de los estadios locales —existe Google Maps pero también los humanos— desde el centro urbano y la charla deriva hacia el fútbol. Le gusta, mucho. N. ha viajado por todo el país como seguidor de un club del que él y su hijo preadolescente son socios. Antes de interesarse por el equipo del que soy aficionado, me pregunta si apuesto. No concibe que no lo haga. Menos todavía que, de donde yo vengo, exista una corriente y movimientos organizados de repudio e incluso se trate de avanzar legislativamente contra las empresas de apuestas. Con la bala de lo social gastada, intento explicar, de manera no muy convincente por el gesto de su cara, que también se trata de trazar una frontera que separe una afición de la rentabilidad, el disfrute del rédito, seguir un partido sin más objetivo que emocionarme, aburrirme, desesperarme o celebrar los tres vaporosos puntos de una victoria.
Estoy tentado de reinterpretarle a N., contra los bet-bet y los win-win y los gana-gana, las palabras que Belén Gopegui dedicó a Carmen Martín Gaite: lo importante que es lo que ella no fue recibiendo cada día ofertas para serlo. Los “síes” que cada “no” hacen posible por mucha mala fama que tenga la negativa. Creo que N. está a punto de decirme que, cuando tu equipo gana un partido, el sitio donde me ha recomendado cenar sigue teniendo el mismo precio. Que la moral, que se sepa, no trae descuentos. Al regresar a casa, leo a Caroline diciendo “Nunca he tenido una afición que no haya monetizado, me lo haya propuesto o no”. Ella, escritora y locutora de pódcast, es una de las entrevistadas por Anne Helen Petersen en su libro No puedo más, editado estos días por Capitán Swing y que analiza el achicharramiento mental y la hipoglucemia asociativa que atraviesan esta cultura del agotamiento. La del siempre estás, la del ya que estoy.
Siempre hay algo que hacer, algo que ver y aprovechar, algo por lo que apostar, aunque haya más ascuas que sardinas. Lo sabe bien la industria del fútbol, que hace ya años diversificó horarios por las audiencias globales. Atrás queda “el sábado inglés”, que fijó casi todos los partidos ese día tras salir de trabajar desde finales del XIX. Aquello hizo a medio mundo admirar la conquista de los sindicatos británicos: ganar la tarde de los sábados cuando solo se libraba el domingo. Ganar tardes de dique y noches de cortafuegos. Ganar días que solo puede llamar absurdos quien encuentre el sentido en otro lado. Ganar tiempo. Vaya, ganar.