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No era la primera vez que entraba al Centro democrático del Kurdistán (Anmet Kaya), pero esta vez me paré delante de un memorial que tenían al fondo de la sala y observé atentamente los rostros de sus mártires, una pared repleta de líderes que cuentan la historia del PKK (Partido de los Trabajadores del Kurdistán) y la dolorosa lucha del pueblo sin estado más grande del mundo. En el centro, las fotos de las tres mujeres kurdas, Sakine Cansiz, Fidan Dogan y Leyla Saylemez, que fueron asesinadas en 2013 en el barrio 10, en pleno centro de la capital francesa.
Ese día estaba allí para hablar con algunas figuras importantes del centro, unas entrevistas que harían parte de un proyecto personal sobre la migración y la integración social en el barrio 10 de París. Desde que me mudé al barrio, uno de los más multiculturales de la ciudad, veo que las personas están divididas por comunidades, que viven pero no conviven con la sociedad francesa y que muchos vecinos se sienten “fuera del sistema”.
El centro cultural kurdo está abierto a cualquier público. Un lugar lleno de libros y de instrumentos musicales, donde se juntan para cantar, almorzar…pero también para asesorarse y resolver las dudas que tienen a su llegada
El centro cultural kurdo está abierto a cualquier público. Un lugar lleno de libros y de instrumentos musicales, donde se juntan para cantar, almorzar…pero también para asesorarse y resolver las dudas que tienen a su llegada. Cuando les conté que quería entrevistarlos, me dieron la dirección de otro centro más pequeño, a dos minutos a pie, donde conocí a un grupo de kurdos dispuestos a compartir su experiencia.
La primera entrevistada fue Aishen, quien después de seis años en París aún tiene problemas para renovar su permiso de residencia. La última vez que lo rechazaron le dijeron que era porque no tenía trabajo, pero a Aishen le sorprendió mucho esa respuesta, ya que tiene 68 años (seis años más que la edad mínima de jubilación en Francia) y es muy difícil conseguir un contrato fijo a su edad y con su nivel medio de francés. Ella recuerda con anhelo su carrera como profesora de Artes Plásticas, pero confiesa que le da miedo explicar algo en francés y que no la entiendan.
Dice que lo que más le choca de París es el trato que recibe en el ayuntamiento, “si la persona es extranjera, no hay respeto hacia ella”, te tiran los documentos de mala manera, explica Aishen. No entiende cómo en un país donde el “trabajo duro” está hecho por extranjeros se les pueda tratar así. Ella culpa al nacionalismo y exclama que hay un problema identitario.
Lo que más echa de menos es una sonrisa por la calle, que la gente sea un “poco más feliz”. Aishen es una persona muy positiva, me explica que cada mañana se levanta con la idea de que “todo está bien” e intenta mantener esa energía. Estuvo trabajando como animadora y bibliotecaria en el centro cultural kurdo durante un año, pero era solo un contrato temporal. Aunque ella piensa que hay muchos problemas por resolver de economía y salud en París, en la sala se repetía la idea de que en la ciudad se sentían seguros y vivían con la tranquilidad que antes no tenían.
Dos días después, el 23 de diciembre, esa tranquilidad se convierte en caos. Un hombre francés de 69 años atenta contra el Centro democrático kurdo y deja tres muertos y tres heridos. El atacante, que ya tenía antecedentes penales relacionados con crímenes racistas, reconoce que su objetivo era “matar a extranjeros”. Aunque pueda parecer un caso aislado, significa que el sistema de protección a los migrantes y refugiados en París ha vuelto a fallar. Los delitos de odio no dejan de aumentar en la ciudad y, aunque vivamos en las mismas calles, seguimos sin escucharnos.
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