Mónadas con ventanas: ciberactivismo e intercomunicación

No formamos parte de un sistema líquido y flexible, sino más bien sólido y jerarquizado. La intercomunicación ciudadana y el ciberactivismo se antojan como parte fundamental del presente y futuro de los movimientos ciudadanos.

Redes Sociales2
Graduado en Estudios Ingleses (UCM)
16 jun 2020 10:00

Si la anterior crisis nos dejó con el culo al aire, todo parece indicar que la que se aproxima puede terminar de desgarrarnos. Los menores de 35 años nos preparamos para una nueva crisis «post-COVID-19» en un contexto, el nuestro, catalogado en términos sociológicos como “época líquida”. Una época definida por la volatilidad, la desaparición de referentes absolutos, la presencia de cambios continuos, etc., lo cual ha provocado que la incertidumbre y la transitoriedad sean algo así como la definición generacional por antonomasia.

No obstante, debemos preguntarnos si tiene sentido o si lo ha tenido alguna vez hablar de tiempos líquidos, cuando la precarización ha sido desde el primer momento una clara manifestación de la solidez de las estructuras dominantes. Se habla de adaptabilidad constante, de flexibilidad forzada, de una oferta más rápida que la demanda, pero la desproporción distributiva no se ha derretido, ni mucho menos ha llegado a volatilizarse. En los últimos cuarenta años, el 10% de la población mundial ha seguido concentrando la misma riqueza que el 90% restante; y, en España, el 1% de la población más rica ha centralizado una cuarta parte de la riqueza total, es decir, casi lo mismo que el 70%. Con datos como estos en la mano, ¿cómo podemos hablar de un “mundo líquido”, con un núcleo tan férreo y endogámico en su centro?

Debemos preguntarnos si tiene sentido o si lo ha tenido alguna vez hablar de tiempos líquidos, cuando la precarización ha sido desde el primer momento una clara manifestación de la solidez de las estructuras dominantes.

Es como si dijéramos que el planeta Tierra, por el hecho de contener un 70% de agua en su superficie terrestre, es en su mayoría líquido… Es decir, estaríamos utilizando la parte superficial para describir el todo, y omitiendo el hecho de que más del 50% de su motor económico no ha dejado de acumularse de manera fija y constante en una pequeña pero privilegiada élite. Esta archiconocida élite, los milmillonarios de turno (Jeff Bezos, Bill Gates, Mark Zuckerberg y compañía), sólo conforman la cúspide visible de una estructura intrínsecamente desigual que se ha mantenido constante durante las cuatro últimas décadas, a pesar de haber sufrido grandes progresos en su superficie.

Las mónadas de Leibniz

Hagamos un ejercicio retrospectivo y remontémonos unos tres siglos atrás en Europa. Por aquel entonces, pensadores de la talla de Wolff, Spinoza o Leibniz ya teorizaban sistemas absolutos de pensamiento acordes a las estructuras de su tiempo. Nuestros sistemas actuales, aunque han evolucionado en su superficie, siguen funcionando bajo estructuras arbóreas muy similares a los de por aquel entonces. Leibniz, concretamente, sistematizó un mundo jerarquizado y compuesto de sustancias simples e indivisibles, a las que llamó mónadas. Justamente en 2020 se cumplen 300 años de la publicación de su Monadología, un tratado cuyo sistema metafísico ha resultado muy sugestivo históricamente y que ha estado sujeto a todo tipo de analogías y metáforas. Merece la pena que nos paremos brevemente a analizarlo y tratar así de sacar algunas conclusiones en relación con nuestro presente.

Lo primero que deberíamos preguntarnos es qué es una mónada. Y la mejor forma de responder es imaginándonos un átomo que no es divisible ni material. Es decir, una unidad única y distintiva que no está compuesta sólo de materia, puesto que la materia siempre es divisible, a su vez, en partes más divisibles ad infinitum. Las mónadas serían por tanto unidades mínimas, sin división y de distintos tipos, estructuradas de manera jerárquica y predeterminada conformando la realidad. Entre los distintos tipos de mónadas se hallarían los seres humanos, con conciencia y capaces de percibirse a sí mismos, a diferencia de los animales o las plantas. Los números, los puntos, las líneas, las entidades en dos dimensiones o en tres. Cada unidad constituye una mónada única e irrepetible.

Si vivimos en una sociedad individualista, no es debido a que estemos pegados a las pantallas, sino a que somos incapaces de valernos de estos medios y ventanas para establecer comunicaciones colectivas más justas, lógicas y proporcionadas.

El fundamento más característico que da Leibniz a su teoría es que las mónadas tienen percepción y apetición, pero no tienen ventanas; es decir, que carecen de comunicación externa las unas con las otras. Cada mónada permanecería “encerrada” dentro de sí misma, por así decirlo, y su relación con las demás solo ocurriría de manera asintótica, pero no directamente. Esto es muy sugerente, ya que implica una coexistencia de sustancias propias sólo a través de mecanismos internos e individuales, no recíprocos. Con el tiempo, han surgido y evolucionado teorías que beben de las mónadas de Leibniz, como el solipsismo o la sucesión de simulacros. La pregunta es: si cada unidad permanece independiente a las demás, ¿cómo es que existen entonces leyes naturales como la gravitación universal, o ciertos patrones constantes y ordenados en la naturaleza? Leibniz resuelve este “problema de la comunicación” entre mónadas por medio de una armonía preestablecida por Dios, mónada suprema e infinita, dentro de esta peculiar jerarquía metafísica. De esta manera, la realidad queda supeditada, jerarquizada y determinada a una armonía o potencia infinita y absoluta, como si de un perfecto engranaje se tratase.

Confinamiento COVID-19: mónadas con ventanas

Una vez descrito el sistema de Leibniz, es importante señalar que tanto teóricos de siglos pasados como contemporáneos han utilizado ya la terminología de las mónadas para elaborar sus propios sistemas. Este sería el caso de algunos teóricos del ciberespacio, como Pierre Lévy o Michael Heim, que a finales de los años 90 emplearon el término mónada para referirse a la imagen del típico cibernauta de hoy día, sentado solo frente a la pantalla, sin ventanas directas a la realidad y envuelto en simulacros virtuales. No obstante, reducir internet a un mero mundo de simulación, sin ventanas a la realidad, parece ya una lectura algo desfasada con la actualidad y más propia de los inicios de internet, de unos años que vivían una auténtica revolución comunicativa. A pesar de que este confinamiento global por la COVID-19 nos ha devuelto quizá una sensación similar a la de mónadas confinadas —sin interacción externa real y directa con las demás—, yo diría que lo que realmente hemos visto ha sido precisamente el efecto contrario: un panorama de individuos aislados física y espacialmente, pero conectados y comunicados gracias a ventanas como internet.

Si queremos trazar una analogía válida entre ciudadanos y mónadas en el presente, lo deberíamos hacer considerando únicamente que nuestra participación en el sistema es individual y equivalente a uno —representada por nuestro voto, no multiplicable e indivisible—; y comprendiendo que el sistema del que formamos parte es menos flexible, más preestablecido y más afín a la monadología leibniziana de lo que su aparente volatilidad nos indica. Eso sí, el Dios metafísico y omnipotente de Leibniz sería sustituido por la mónada suprema y dominante de nuestros días: esa entidad abstracta y todopoderosa que constituye la economía de mercado.

Una vez trazadas las semejanzas con la actualidad, resulta absurdo, como hemos dicho, seguir hablando de ciudadanos-mónadas sin ventanas. Especialmente en tiempos donde la conectividad y la intercomunicación han posibilitado más que nunca la aparición de pensamientos colectivos más globales, directos y organizados. Creer a estas alturas que tales ventanas y aberturas nos alejan en lugar de acercarnos no solo significa retroceder a los mismos tópicos de los años noventa, sino concretamente caer en la falacia de culpabilizar al medio en lugar de ir a la raíz del problema. Si hoy día vivimos en una sociedad generalmente individualista, o enfrascada en el yo, no es debido a que estemos más o menos pegados a las pantallas, sino a que somos incapaces de valernos adecuadamente de estos medios y ventanas para establecer comunicaciones colectivas más justas, lógicas y proporcionadas.

En este sentido, el feminismo ha sido quizá el único movimiento social, junto al ecologismo, capaz de transgredir estas dinámicas, consiguiendo que su mensaje llegue con mayor o menor fuerza a prácticamente todos los sectores de la sociedad. En el ciberfeminismo, concretamente, se han logrado nuevas formas de utilizar y habitar estas ventanas, a través de iniciativas digitales internacionales como Women Who Code o movimientos como el #MeToo, #NotOkay, etc., así como con colectivos y proyectos a nivel más nacional del tipo Ontologías Feministas, Digital Fems, Feminista Ilustrada, @feminismoen8bits, @lapicarajustina, etc. En cualquier caso, el punto de partida es el mismo: buscar la ecuanimidad individual a través del flujo de información constante y colectiva entre ventanas. No solo como meros medios destinados a la consecución de determinados fines, sino como formas de poner ya en práctica las propias dinámicas reclamadas y, de esta forma, poder ir siendo adoptadas por un número cada vez mayor de individuos.

Ciberactivismo y desjerarquización

No digo nada nuevo al afirmar que el ciberactivismo y la concienciación a través de redes constituyen una parte fundamental del presente de los movimientos ciudadanos. En este sentido, el confinamiento por la COVID-19 ha reforzado aún más si cabe su importancia de cara al futuro. Ya veníamos viendo acciones organizadas a través de redes, como las denominadas flashmobs —o «actos multitudinarios relámpago»—, donde grupos de personas se reúnen sin previo aviso en un determinado lugar para protestar o realizar un determinado fin. Hemos visto protestas en este sentido en Israel, donde profesionales de la danza se han reunido contra el recorte de ingresos en pleno confinamiento por la COVID-19. Teóricos como Howard Rheingold han observado ya en las comunidades virtuales un instrumento de afirmación de la democracia descentralizada, las llamadas smartmobs —o «actos multitudinarios inteligentes»—, como maneras de ciberprotesta y movilización más organizada y eficaz a la altura de las exigencias del sistema actual.

Es evidente que el coronavirus no va a cambiar las tendencias socioeconómicas que veníamos viendo hasta ahora, y que ya está dejando un agujero económico en el gasto público imposible de superar sin la ayuda de las instituciones europeas. Es por ello que no se me ocurre mejor forma de confrontar tales circunstancias que utilizando de manera más inteligente estas ventanas, ideando formas más originales y efectivas de organización. Por ejemplo, a nadie le sorprende ya que la memesfera se haya convertido en este sentido en una de las formas más eficaces en la actualidad de recopilar, crear y transmitir información de manera masiva, original y creativa. Evidentemente, hacer un meme no va a evitar que la nueva normalidad pase por encima de una gran parte de jóvenes sumidos ya en la precariedad. Es necesaria la organización, la acción, y ello va ligado a los conceptos que hemos descrito de las smartmobs o las flashmobs.

El ciberactivismo y la concienciación a través de internet constituyen una parte fundamental del presente de los movimientos ciudadanos, y el confinamiento ha reforzado más si cabe su importancia de cara al futuro.

Las iniciativas de solidaridad, tanto ciudadanas como profesionales que hemos visto estos últimos meses (no juzgo si de manera más o menos altruista), nos han recordado una verdad, y es que cualquier sistema flaquea siempre ante tres factores: voluntad, inteligencia y acción colectiva. Es decir, si encaramos el desafío con un pensamiento global y actuando localmente. Por el contrario, si reducimos la cuestión al mero ensalzamiento de lo local frente a lo global, o viceversa, estaremos regresando estúpidamente a un panorama de países-mónadas cercados unos con otros. Debemos reafirmar una autonomía sólida como ciudadanos-mónadas, como países-mónadas y, al mismo tiempo, valernos de las ventanas que disponemos a nuestro alrededor para establecer comunicaciones comunes más lógicas, igualitarias y fluidas. Llegado el caso, incluso saltar por ellas cuando la estructura verdaderamente no de más de sí.

Solo entonces podremos empezar a hablar con algo más de profundidad de época líquida. Y ello pasa por distribuir equitativamente los beneficios productivos mediante incrementos fiscales, o mediante una mejor optimización de los mismos, adaptando la producción a los nuevos retos ecológicos planteados por el Green New Deal. O dicho de otro modo: el verdadero cambio pasa por destronar a la mónada de los mercados de sus divinos aposentos; y, tras ello, renunciar al trono.

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En este blog trataremos de entender los acontecimientos del presente surcando –en ocasiones a contracorriente– la historia de la filosofía, con el objetivo de poner al descubierto los mecanismos que utiliza el poder para evitar cualquier tipo de cambio o de alternativa en la sociedad. Pero también de producir lo que Deleuze llamó líneas de fuga, movimientos concretos tanto del presente como del pasado que, escapando del espacio de influencia del poder, trazan caminos hacia otros mundos posibles.
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