Explotación laboral
Aquí no trabaja nadie

Por si no fuese suficiente con la estructura de la explotación laboral o con los regímenes de trabajo cuartelarios, ahora los patronos no tienen empacho en decir públicamente lo que piensan de la clase trabajadora.
11 oct 2023 09:30

Para sorpresa de pocos el inmobiliario australiano Tim Gurner expresó hace unos días en la Financial Review Property Summit las ideas que alberga cualquier emprendedor. Si su grosería (“hay que recordar a los trabajadores que son ellos los que trabajan para nosotros y no al revés”, “les pagamos mucho por hacer muy poco”, “se han vuelto arrogantes”, “los jóvenes no pueden acceder a una vivienda porque desayunan tostadas con aguacate” o “hay que llevar el dolor a la economía”) es piedra de escándalo es por desconocimiento de lo que significan las relaciones sociales de producción capitalistas. Además de crisis cíclicas el capitalismo sufre una crisis moral que el magnate australiano pone de manifiesto. Él pertenece al modelo de capitán de industria salido de la nidada neoliberal de los ochenta “que ha roto el tabú de la vieja burguesía con las exhibiciones obscenas de riqueza y arrogancia” (Valerio Evangelisti.) Los más veteranos comparten modelo: José Luis Yzuel, (patronal hostelera española) se sorprende de la falta de disponibilidad de la mano de obra: “siempre se ha trabajado media jornada, doce horas”. Allí donde las relaciones entre sujetos toman la forma de relaciones entre cosas y se describe al empleado en términos de “recurso” no se puede pensar de otra manera, ahora como hace un siglo.

“Sólo queremos -decía Gustav Krupp a su personal- obreros fieles, agradecidos a nosotros por el pan que les damos a ganar”

En “Krupp et Thyssen” (Les Belles Lettres, París, 1925) Gastón Raphaël relata: “sólo queremos -decía Gustav Krupp a su personal- obreros fieles, agradecidos a nosotros por el pan que les damos a ganar”. Mortiz Julius Bonn en “El destino del capitalismo alemán” (Revista de Occidente, nº 112. Octubre 1932) habla de las añoranzas de los magnates germanos por el Kaiser y de su disgusto porque las conquistas sindicales pusieran en peligro su autoridad: “el Estado militar no negociaba con sus súbditos, les mandaba”. Hay ejemplos para varios tomos y quienes lean esto tendrán su historia de terror con algún patrón, supervisor o sotacómitre. A lo largo del tejido empresarial el desprecio al trabajador es parte de la administración del negocio. Podrá ser más o menos explícito pero siempre es estructural y su función trasciende el rendimiento monetario y el pragmatismo organizativo.

El empresario detrae de su situación el rédito simbólico de disponer de vidas individuales o influir en lo colectivo si su industria llega a ser lo suficientemente importante. El racaneo de las horas extras, de los permisos o las vacaciones tanto como las órdenes caprichosas o la morosidad salarial anticipan la intención de arrogarse potestad sobre el tiempo libre que la mente empresarial (que no entiende la propiedad de los medios sin soberanía feudal) piensa que le pertenece. No compra sólo tiempo de trabajo, compra al sujeto mismo. Nos hemos resignado a que las corporaciones condicionen la política y hemos renunciado al antagonismo de clase pero no podemos escapar como individuos a lo que implica en términos éticos venderse a una empresa.

El ejército de mano de obra de reserva se puso condón hace tiempo y cada vez queda menos gente dispuesta a trabajar bajo cualquier requisito

En las palabras de Gurner hay sin embargo una victoria para la clase trabajadora. Su irritación da cuenta de los efectos de un fenómeno que se extendió durante la pandemia y que el profesor Anthony Klotz bautizó como “la gran dimisión”. Para sorpresa de los economistas norteamericanos a partir de julio de 2020 el desempleo se incrementaba mientras millones de puestos de trabajo quedaban vacantes. El evento no parece haber cesado ni puede decirse que afecte sólo a una clase media que decide retirarse al campo. En el Estado Español los hosteleros, las empresas de transporte, las constructoras y el olivar andaluz no encuentran personal. Los voceros del capital llevan razón: nadie desea trabajar. Es algo natural: queremos al gato, nos arrebatan los goles de nuestro equipo, nos gusta irnos de juerga y detestamos el trabajo. Otra cosa son esas explicaciones suyas donde el análisis reitera el insulto: el Estado es “demasiado generoso” subvencionando la holganza de quienes deberían agolparse a las puertas de las empresas implorando una contratación sin condiciones. Ni se atreven a pensar que no hay recurso infinito, que el ejército de mano de obra de reserva se puso condón hace tiempo (las “parejas DINK” -double income/no kids- son otra dimisión por estudiar) y cada vez queda menos gente dispuesta a trabajar bajo cualquier requisito. O que durante la pandemia se redescubrió el incalculable valor del dolce far niente barato.

Nacemos perfectamente capacitados para no hacer absolutamente nada.

El caso es que de repente una clase obrera despojada de iniciativa, inconexa y atomizada hace de la debilidad virtud, se pone de acuerdo sin saber cómo y “vota con los pies”. Seguramente la cicatería de los estudios académicos y la escasa información sobre el fenómeno que tenemos se deba a un sesgo de clase. La Academia y los medios reproducen la mentalidad dominante y sus autores no sufren la atadura sin esperanza a empleos donde a la inestabilidad y a los bajos salarios se suman el tedio, el riesgo, la humillación gratuita, la sensación de ser insignificante. Una huelga sui generis sin organización ni convocatorias les supone algo misterioso porque ignoran que padecer lo mismo en lugares distintos da lugar a respuestas parecidas entre gente que ni siquiera se conoce. Correr tras la liebre mecánica de la meritocracia ha terminado cansando a muchos galgos asalariados. El Edén pequeñoburgués es tan omnipresente como inalcalzable y el parón de la pandemia nos ha hecho recapacitar si merece la pena esforzarse y soportar los desaires sólo para sobrevivir. Hay empleos bien pagados, creativos y vocacionales pero la mayoría no puede acceder a ellos por mucho que se capacite. Sin embargo esa mayoría sabe que todos nacemos perfectamente capacitados, como decía Fernando Fernán Gómez, para no hacer absolutamente nada.

La conciencia de clase tiene maneras poco intelectuales de llamar a la puerta.

En “Adios al proletariado” André Gorz asegura que uno de los triunfos del capitalismo ha sido conseguir que la gente pida trabajo. Algo con nombre de instrumento de tortura y que aun se usa como castigo no pierde su carácter mortificante fuera de los sistemas penitenciarios. No hace falta remitirnos a las actividades físicamente exigentes que pueblan los panegíricos del proletariado, hay empleos que no requieren grandes esfuerzos y son igualmente agotadores. No sufre el músculo, sufre el cuerpo. Y por mucho que uno se llene de razones para justificar su condición el cuerpo dice “no” y la máquina humana deja de rendir lo que debe. A la desgana sigue la depresión y se va al trabajo arrastrándose sabiendo que el mulo de la noria nunca alcanza el horizonte. Le dicen que la vida es corta pero las horas de trabajo son eternas. Quiere desquitarse el fin de semana o en vacaciones y encuentra que el ocio tambien debe ser productivo. Y para postres soporta a un patrón que por alguna razón freudiana se solaza haciéndole sentir incómodo. En estas circunstancias no son necesarias teorías revolucionarias para darse por aludido, la conciencia de clase tiene maneras menos intelectuales de llamar a la puerta.

La victoria de la economía ultraliberal se sustenta en la pérdida de presión de la caldera proletaria y quizás sea la depresión vital la que consiga debilitar el sistema. La falta de movimientos de masas ha posibilitado la pérdida de derechos laborales y el incremento de los beneficios empresariales pero también ha sacado a la luz lo que de verdad piensan los emprendedores de los empleados. El silencio colectivo del trabajo frente a ese desprecio significa cualquier cosa menos conformidad subjetiva. En un mundo de triunfadores bocazas los perdedores convencidos, sin formación política, pertrechados sólo de una intuitiva falta de entusiasmo como único arma de sabotaje, pueden convertirte en la pieza suelta que quizás no destruya la maquinaria pero que sí la frene hasta que sepamos qué hacer. Quizás un día la Historia cuente que después de que el fantasma del comunismo saliera por la puerta el espectro del hastío entró por la ventana.

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