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Educación pública
¡Pobres conejillos!
La crisis del coronavirus ha venido a evidenciar el poder omnímodo de las programaciones en el proceso educativo, empeñadas en desarrollar una ingeniería que todo lo abarca y todo lo controla, no dejando nada al albur del libre albedrío.
En la novela –o nivola- Amor y pedagogía, publicada por Miguel de Unamuno en 1902, el personaje principal, don Avito Carrascal, hombre que “anda por mecánica, digiere por química, y se hace cortar el traje por geometría proyectiva”, llevado por los avances de la ciencia de principios del siglo XX, se propone tener un hijo que ha de convertir en un genio a través de lo que él llama la “pedagogía sociológica”, el trasunto de las corrientes filosóficas de la segunda mitad del XIX, entre las que destacan el positivismo y el krausismo, defensoras del conocimiento científico como única fuente del saber legítimo.
Es tal el empeño de don Avito en tener un hijo que sea un genio, que atiborra a su mujer –doña Marina- de alubias durante el embarazo, en la convicción de que aportan fósforo al futuro vástago, mientras le lee la biografía de Newton.
Educación
Ahora más que nunca, no perdamos el curso
Seguir haciendo ejercicios y tareas sin que el profesorado pueda hacer un seguimiento del alumnado solo aumenta la brecha educativa que ya de por sí es grande. El alumnado de bajo rendimiento no conseguirá avanzar en aquellas familias que no tienen recursos para apoyar el aprendizaje.
Una vez nacido el niño, al que ponen de nombre Luis Apolodoro, don Avito busca a un sabio, un filósofo, para que instruya a su hijo, don Fulgencio Entrambosmares, personaje con más dudas que certezas, que no ve al niño hasta bien crecido, pero al que orienta a través de las indicaciones científicas acerca de cómo debe ser su educación, dadas a su padre.
Objetivos, procedimientos y actitudes quedan diseñados, milimetrados sobre el papel que aprueba la inspección educativa a principios de curso y marcan el aprendizaje del alumnado durante el año escolar, como la ejecución de un proceso industrial o la hoja de ruta de una campaña militar
Luis Apolodoro crece como un niño de talento mediocre, entre el cariño de su madre (el amor) y el empeño de su padre (la pedagogía). En la escuela se burlan de su nombre, se convierte en un joven pedante, pusilánime e indolente. Tras un desengaño amoroso y otro como literato en ciernes, se acaba subiendo a un taburete y se suicida, no sin antes decir para sus adentros: “¿En qué estaría pensando mi padre cuando me engendró? En la carioquinesis o cosas así, de seguro; en la pedagogía, sí, en la pedagogía. ¡Me lo dice la conciencia!”.
Unamuno ya lo advirtió en el prólogo de la obra: “El niño es del Estado, y debe ser entregado a los pedagogos –demagogos- oficiales del Estado, a los de la escuela única. Pobre conejillo, pobre conejillo”.
Salvando las distancias que pueda marcar el paso del tiempo -más de un siglo desde que Unamuno escribiera Amor y pedagogía-, los tiempos venideros de la educación actual se vislumbran como un nuevo experimento social en el que todo (o buena parte de ese todo), parece ser, va a depender de la tecnología, sobre todo de la que permita comunicar al profesorado con el alumnado o seguir, de un modo virtual, el desarrollo de las clases.
La crisis del coronavirus ha venido a evidenciar el poder omnímodo de las programaciones en el proceso educativo, empeñadas en desarrollar una ingeniería que todo lo abarca y todo lo controla, no dejando nada al albur del libre albedrío. Objetivos, procedimientos y actitudes quedan diseñados, milimetrados sobre el papel que aprueba la inspección educativa a principios de curso y marcan el aprendizaje del alumnado durante el año escolar, como la ejecución de un proceso industrial o la hoja de ruta de una campaña militar.
Ese interés por “lo eficaz”, por cuantificar los resultados entre aprobados y suspensos con decimales, obvia los procesos de participación y de discusión del alumnado, los mecanismos democráticos que se daban en el aula, donde se establecía una relación de poder entre iguales, que ahora desaparece por completo
Sin embargo, todo esto reventó cuando un viernes de hace ya varias semanas nos mandaron para casa, a alumnos y a profesores, con la noticia de que no volveríamos a pisar las aulas en un tiempo indeterminado y la encomienda de que siguiéramos con el curso, pasara lo que pasara, en medio del apocalipsis, cada cual aviándoselas como pudiera en cuanto a su grupo y a su materia. La programación, ideada para un espacio y un tiempo determinado (los que marcan el centro educativo y las evaluaciones trimestrales) se fue, de repente, al garete, a tomar viento. Y a pesar de la incertidumbre creada, la administración (Ministerio y Consejería), se empeñó en que elaboráramos nuevas programaciones, siguiendo el mismo modelo que el aplicado en la enseñanza presencial que ahora ya no lo era, si bien fortaleciendo un conjunto de elementos que impregnan a la cibernética y a las tecnologías de una importancia sin igual. Si ayer recriminábamos a nuestros alumnos por el uso de los móviles y todo lo que lleva aparejado, hoy incitamos a su empleo sin reparo alguno, para que no se corte la comunicación, y dotamos a aquellos que no dispongan de dispositivos adecuados (en este recuento no entran Nintendo, PSP, Xbox o móviles de última generación) de los aparatos necesarios para que no se pierda curso y nadie pueda decir que el nuevo sistema excluye en función del contexto sociocultural, económico y familiar en el que se habita. Ni un español sin Internet, ningún hogar sin ordenador.
Aún así, el modelo tecnocrático de la educación, donde lo que cuenta es medir “resultados”, es decir, “lo eficaz”, que califica la enseñanza de proceso “neutral” y trata de dotar de cientificismo a ese proceso, no solo prevalece en estos nuevos tiempos del coronavirus, sino que se ve reforzado por la sobredimensión que alcanzan las tecnologías. Ciertas empresas deben de estar frotándose las manos ante el halagüeño panorama que se divisa. Si antes les iba bien, ahora les va a ir mucho mejor.
Ese interés por “lo eficaz”, por cuantificar los resultados entre aprobados y suspensos con decimales, obvia (como antes ya también lo hacía), los procesos de participación y de discusión del alumnado, los mecanismos democráticos que se daban en el aula, donde se establecía una relación de poder entre iguales que no son tan iguales, pero que ahora desaparece por completo al suprimir el espacio físico donde acontecían, sustituido por un “espacio” virtual. Como se expresa en una imagen en la que aparece un ordenador en lugar de la célebre pipa de Magritte: Ceci n´est pas une école.
El uso de tales tecnologías no contribuirá a mejorar la enseñanza si no cambiamos el paradigma educativo
El uso de tales tecnologías no contribuirá a mejorar la enseñanza si no cambiamos el paradigma educativo. De hecho, en las semanas lectivas que se desarrollaron durante el confinamiento, muchos profes pudimos ver que aquellos alumnos y alumnas que tenían adquirido el sentido de la responsabilidad y el compromiso con su estudio, con el esfuerzo que conlleva, no se vieron afectados en mucho por el hecho de tener mejor o peor ordenador, o por no tenerlo.
Como profe y como padre tengo más preguntas que respuestas, más dudas que certezas, aunque sí una convicción en este particular momento que vivimos, y es que la dotación de ordenadores y de conexión a quien no los tenga tampoco será la panacea.
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Muy buena reflexión. De hecho el acceso o no a internet, dadas las limitaciones de movilidad, va a suponer otra brecha más entre ricos y pobres.