El Cantón de Cartagena: la España desde abajo es derrotada

Nacimiento y derrota de un movimiento que a finales de julio de 1873 hizo ondear sus banderas en buena parte del sur y el levante del país.

Canton
Los soldados de Iberia y la marinería de los buques de guerra fraternizan con los sublevados, en la revista española La Ilustración Española y Americana
11 feb 2019 06:51

500 personas se hacinan en la fragata Numancia mientras la embarcación pone rumbo a Orán, en el norte de África. Todas ellas son cantonalistas y huyen de Cartagena, el último bastión de la revolución que en los últimos meses ha tratado de poner en pie en España la República federal desde abajo. Desde la popa, dos hombres con largas barbas y semblante muy serio contemplan la ciudad que el pasado verano era la capital de la esperanza y hoy, 12 de enero de 1874, es el símbolo de la derrota. Uno de ellos es Antonio Gálvez, conocido popularmente como ‘Antonete’, murciano de 54 años, comandante general de las fuerzas del Ejército, Milicia y Armada del Cantón de Cartagena. El otro es Juan Contreras, militar de carrera nacido en Italia de padres cordobeses, presidente del Comité de Guerra de la insurrección a nivel nacional.

Lo que Antonete y Contreras ven desde el Numancia es una ciudad tomada por las tropas del general López Domínguez y destruida por los bombardeos: el 70% de los edificios se han derrumbado o están gravemente dañados. No quedaba otra opción más que el exilio frente a las anunciadas penas de muerte, aunque también habrá algún líder que preferirá el oprobio. Es el caso de Roque Barcia, quien en los días siguientes mentirá públicamente presentándose como “prisionero” de los revolucionarios, y manifestando su adhesión al Gobierno.

Esa Cartagena humeante será el último recuerdo de España que tendrán esos 500 exiliados durante un tiempo. La estampa final, también, de la derrota de un movimiento que a finales de julio de 1873 hacía ondear sus banderas en buena parte del sur y el levante del país.

¿Qué República?

Mientras que la Revolución de Septiembre de 1868, ‘La Gloriosa’, producida a caballo de las ideas liberales, las revueltas en las colonias y la crisis económica de 1866, había logrado derribar a los Borbones, los intentos por estabilizar una monarquía parlamentaria no salieron adelante. El reinado de Amadeo de Saboya apenas duró dos años. Los enemigos se le multiplicaban. A la derecha, por un lado, la aristocracia y la Iglesia no pensaban ceder ni el más nimio de sus privilegios. Por otro, los carlistas se alzaron en algunos territorios del norte, dando pie a la Tercera Guerra Carlista. A la izquierda, los pujantes republicanos exigían sin parar el fin de cualquier monarquía y la sección española, de tendencia antiautoritaria, de la Asociación Internacional de Trabajadores daba sus primeros pasos.
Sustituyendo los ayuntamientos por comités o juntas de salud pública, los cantones procedieron rápidamente a abolir impuestos impopulares, secularizar bienes del clero, indultar presos o sustituir el Ejército por milicias

Amadeo I llegó hasta febrero de 1873, cuando abdicó. El 11 de febrero, el Congreso y el Senado proclamaban la República. Tras las elecciones constituyentes del mes siguiente, con escasísima participación, los republicanos partidarios de un régimen federal se hicieron con un 90% de los escaños. A pesar de su abrumadora mayoría, distaban de tener una posición compacta. Más allá de sus perennes conflictos (el novelista Benito Pérez Galdós describió el clima parlamentario como “un juego pueril, que causaría risa si no nos moviese a grandísima pena”), se perfilaban tres tendencias: los “moderados”, los “centristas” y los “intransigentes”.

Estos últimos planteaban una República construida desde los municipios y los cantones o estados hacia arriba, así como la introducción de medidas anticlericales y beneficiosas para las clases populares, mientras que los moderados planteaban una República “de orden”, en alianza con otros sectores. Los “centristas” y los “moderados” acabaron por unirse en el Gobierno de Pi y Margall. En consecuencia, los “intransigentes” acusaron al Gobierno de traicionar la República federal y se pusieron manos a la obra respecto a la creación de la República desde abajo.

De la Comuna de París a los Cantones de España

La Comuna de París, el levantamiento popular ahogado en sangre dos años antes, era el espejo en el que se miraba la izquierda de la época. Inspirada en su ejemplo, el verano de 1873 vio caer la administración estatal en múltiples ciudades, entre las más importantes Alicante, Cádiz, Castellón, Málaga o Granada.

Sustituyendo los ayuntamientos por comités o juntas de salud pública, los cantones procedieron rápidamente a abolir impuestos impopulares, secularizar bienes del clero, indultar presos o cambiar el Ejército por milicias. No obstante, para mediados de agosto la gran mayoría habían sido vencidos por la reacción local o por la intervención del Ejército, mientras que en Madrid los sucesivos gobiernos iban cayendo más a la derecha y los cantonalistas eran catalogados como “separatistas”. Pero Cartagena resistió.

La bandera turca de la libertad

El 12 de julio, el fuerte de Galeras en Cartagena izaba la bandera turca. Los voluntarios que componían la guarnición se negaron a dar el relevo correspondiente al regimiento de África, dando el pistoletazo de salida a la insurrección. El cartero que ejercía como jefe de la guarnición decidió izar la bandera roja revolucionaria pero, al carecer de ella, tuvo que conformarse con la del mismo color con la media luna, del Imperio Otomano. Un comandante enemigo la avistó e informó al Gobierno central, seguramente dejándolo bastante descolocado: “El castillo de Galeras ha enarbolado la bandera turca”.

Días después, la cuestión se había aclarado. Los revolucionarios de Cartagena se habían hecho con el Ayuntamiento, el puerto, el arsenal, las baterías, y la importante flota allí fondeada. De nada le sirvió al Gobierno enviar una comisión negociadora, pues sus integrantes se unieron al levantamiento. Murcia y otros muchos municipios se habían unido y el Cantón Murciano era una realidad. En Cartagena, la junta local comenzó a tomar medidas sociales, como la supresión de los monopolios y los impuestos al consumo o la jornada de ocho horas. Hasta el detalle de la bandera se solucionó: un voluntario la hizo, con su sangre, completamente roja.

El general Contreras avisó: “No envainaré mi espada hasta que el pueblo tenga su soñada federación. Nuestra conducta será ayudar a los pueblos que deben ser libres”. Gracias al poderío naval cartagenero, la advertencia se hizo realidad. Entre finales de julio y principios de agosto, mientras la revolución cantonal iba perdiendo fuelle, los cartageneros realizaron diversas expediciones marítimas que llegaron hasta Valencia por el norte y Málaga por el sur, con diferente suerte.

La ofensiva no sólo fue marítima. 3.000 cantonalistas trataron de marchar sobre Madrid, pero el Ejército les paró los pies el 10 de agosto en la Batalla de Chinchilla (Albacete), un auténtico desastre para los sublevados, que perdieron 500 hombres y numerosos recursos. A pesar de los intentos de recuperar para la causa ciudades como Valencia, el cerco se iba estrechando sobre Cartagena. En diciembre de 1873, era una ciudad sitiada golpeada por 1.200 proyectiles al día.

El 6 de enero uno de ellos hacía explotar el almacén de pólvora y municiones del Parque de Artillería, resultando en uno de los sucesos más terribles de la historia de España hasta entonces, con más de 400 personas muertas y sepultadas entre los escombros. Una semana más tarde la ciudad se rendía y la Numancia viajaba hacia Orán. La España libre había perdido la batalla. La reacción se imponía y a finales de ese mismo año el Ejército imponía la Restauración borbónica.

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