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Cine
El fantasma de la feminidad fallida
La película Las vírgenes suicidas de Sofia Coppola nos lleva a las chicas a través de los recuerdos y los sentimientos de ellos, de la mente masculina que en esta arquitectura esotérica de las chicas revela ese “misterio femenino” como mito de lugar confinado que ha venido construyéndose en comparación al mundo exterior.
Si bien siempre consideré, desde que la leí, que Las vírgenes suicidas era una novela brillante de Jeffrey Eugenides sobre las causas y las razones, los porqués —siempre confusos, siempre brumosos— del suicidio, con el transcurso del tiempo he empezado a vislumbrar que no solo enseñaba eso —que era, por otra parte, lo más evidente—, sino que barruntaba caminos no tan obvios.
La fascinación por esas figuras fantasmales que yo había heredado de los personajes también revelaba otras situaciones y actitudes que hube de detectar más tarde, según las experiencias comenzaban a labrarme un pasado.
Las vírgenes suicidas, ya un clásico de la literatura moderna, narra las posibles causas y las consecuencias del misterioso suicidio de cinco hermanas en el Michigan de los años 70.
Las causas —obviamente— se mantienen herméticas y se intentan dilucidar mediante una serie de teorías que no llevan a ninguna parte, pero que parten de forma inequívoca de la represión del mundo femenino.
La película de Sofia Coppola es también fiel a estos presupuestos —aunque de manera más limitada que en la novela— y ahonda en la psique de los chicos.
La figura de las chicas, sin embargo, no se construye en primera persona: ellas están recluidas en su casa por la educación puritana y completamente desquiciada de la que hacen gala sus padres. Desde aquí, la fantasía está presente en la mente de los adolescentes —ellos nos repiten que a menudo se reúnen solo para recordar que esas ensoñaciones, esos fantasmas del pasado, fueron personas reales— y es esta misma fantasía (que reviven una y otra vez) la que materializa de alguna manera la figura de las chicas Lisbon.
Como apenas las ven y apenas pueden relacionarse con ellas en igualdad de condiciones, tienen que —inevitablemente— inventárselas. Y lo hacen a través de los elementos más fidedignos de los que hace gala una vida: objetos sin contexto, imágenes borrosas, la basura. Esos objetos de aparencia intrascendente que circulan por nuestras vidas y que quedan como testigos mudos de lo que fuimos.
Así pues, la película de Sofia Coppola nos lleva a las chicas a través de los recuerdos y los sentimientos de ellos, de la mente masculina que en esta arquitectura esotérica de las chicas revela ese “misterio femenino” como mito de lugar confinado que ha venido construyéndose en comparación al mundo exterior. Al mundo masculino, es decir, la otredad, la incomparable otredad de un mundo para con el otro, retratada en la siguiente frase que dice uno de los chicos: “En ese momento supimos que ellas sabían todo sobre nosotros, y que nosotros en cambio no podíamos sacar nada en claro de ellas”. En esta línea, la narración se contrapone a los sentimientos de las chicas, que llegamos a intuir siempre desde el testimonio de terceras personas y, por lo tanto, desde la subjetividad de estas.
La primera vez que vi la película Picnic at Hanging Rock volví a sentir esa extraña asfixia de mundo femenino encerrado en sí mismo. Ahora que sé que Coppola pudo precisamente inspirarse en la obra de Peter Weir para la realización de su primera película, comprendo muchísimas más cosas.
El film, que también se inspira en una brillante novela con el mismo título, despliega una atmósfera misteriosa en el que se intuyen, pero se ignoran las razones por las que las chicas desaparecen. Hay ligeras pistas y todo se cubre bajo un halo de poética feminidad que, sospechamos, encubre situaciones inquietantes bajo ese ambiente de inocencia.
De nuevo, sabemos las cosas a través de otras miradas. De su propia mirada, de sus pensamientos (más allá de ese arrastrar somnoliento de la vida) no sabemos nada.
El año pasado escribí unos breves apuntes con respecto a la última película de Sofía Coppola, La seducción, versión de la película anteriormente dirigida por Don Siegel llamada El seductor. En la de 2017, Coppola refleja de nuevo esta otredad:
Al final, [la película] termina hablando de lo mismo; del distanciamiento; de la imposibilidad de entendimiento entre dos mundos completamente distintos: el de las mujeres y el de esos hombres fascinados que se dejan arrastrar por los fantasmas de sus fantasías o —como en este caso— por sus gónadas.
El cabo es incapaz de pensar con otra cosa que no sean sus gónadas, por lo que cuando despierta de la caída y encuentra su pierna amputada sólo puede pensar en que se han vengado de él, sólo puede pensar que las mujeres son culpables de su desgracia, que se han vengado de él. En ese juego de la seducción (que obviamente ha perdido), olvida por completo que ellas han sido las que le han salvado de la muerte en dos ocasiones, las que le han cuidado y le han proporcionado cierta diversión; olvida todo y se centra en culparlas a ellas de su pierna cortada. Por si fuera poco, también intenta volverlas en contra unas de otras. Sin embargo, la fuerza de estas mujeres radica en que permanecen íntimamente unidas ante el exterior, igual que hacían las chicas de Las vírgenes suicidas.
La seducción es la mayor representación de lo que viene a ser la masculinidad en todo ese esplendor heteropatriarcal al que nos tiene acostumbrados: aquí no solo se manifiesta la figura del hombre manipulador, (¿“Don Juan” se llamaba antes?) que intenta seducir a todas las chicas para que actúen siempre a su favor (¿qué es esto, Tinder?), aquí se transparenta la maquinaria entera: cómo es capaz de cambiar su comportamiento según con qué chica esté, su total egoísmo e incomprensión, su desprecio —“me habéis cortado la pierna porque no me metí en vuestra cama”—, colocándoles el titulo de viejas vengativas porque él ha elegido a la más joven.
Paradójicamente, serán estas manifestaciones (la ceguera ególatra) las que le lleven a su propia perdición. Y en esta línea de remakes, podemos situar el estrenado Misterio de Picnic in Hanging rock esta primavera y versión de la anterior Picnic at Hanging rock de 1975. Sin abandonar el preciosismo, la estética o la feminidad en sus oníricos planos, la serie presenta un retrato de la psicología de las chicas que en la película de Peter Weir solo era acariciado mínimamente y que, no obstante, consigue presentar la otra parte de la obra de Joan Lindsay.
La propia novela juega con nosotros de esta manera, mostrando tan solo las conclusiones de un mundo regido por una lógica científica [desde el punto de vista patriarcal] del mundo que excluye toda otra visión que no sea esta, por lo que las decisiones de las adolescentes quedan de alguna manera desdibujadas y sepultadas tras un enorme interrogante.
En la serie conseguimos saber que Miranda ama a los caballos y que monta mejor que sus hermanos, que le gusta la libertad y que rechaza la idea de casarse, la asfixia del colegio. Sabemos de los privilegios económicos de una de las chicas en comparación a la situación precaria de la torturada Sara.
Sabemos, podemos saber incluso, de la anterior vida de la directora. Podemos saber cómo fue abusada, sus demonios y de qué manera estos modifican sus decisiones, cuáles son sus ambiciones y por qué las mantiene con tanta fiereza. Podemos, en definitiva, empatizar con los personajes, bucear en las vidas de las chicas y comprender sus motivaciones. Y así saber que las mujeres no son proyecciones feéricas de la mente masculina, como lo es el propio personaje de Miranda, con el que todos andan fascinados. Incluso se introducen cuestiones anteriormente veladas como la homosexualidad de Mike, el amor que siente Sara por Miranda o la relación de Marion Quade con su profesora.
Esta búsqueda por la realidad de ser nos lleva a preguntarnos sobre la humanidad de las chicas, a mirarlas no como misterios a resolver sino como personas individuales con vida propia.
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