We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Me gusta Balthus y no me gusta Balthus. A partir de aquí puedes dejar de leer, renunciar al pitote de sentimientos que se anuncia, bostezar e incluso decir “¡qué pereza, otra vez con Balthus!”.
Me gusta Balthus: disfruto viendo a sus niñas echadas sobre sofás, recuerdo la época de echarse en el sofá lánguidamente, echo de menos esa época.
No me gusta Balthus: su mirada me recuerda a la mirada ajena sobre mi cuerpo infantil y sobre mi cuerpo adolescente.
Todo este lío, esta tormenta emocional al contemplar a esas niñas de Balthus me ha hecho pensar en las recientes críticas que he leído sobre su obra, a colación de la exposición retrospectiva que el Museo Thyssen ha preparado con 47 de sus pinturas.
Este revuelo, el que suele causar toda obra de arte viva, ha sido calificado de mojigato, aunque no tuviera nada que ver con tal cosa sino con la propia revisión y renovación del debate que crea el arte y la lucha interna de sentimientos y emociones que provoca, ergo no tiene nada que ver con la polémica sino que se inscribe totalmente en la categoría de lo artístico.
Sin embargo, la crítica cultural ha hecho algunas lecturas simplistas de la obra de Balthus, su diversidad ha quedado enclaustrada en una sola y única mirada, que vive más para la polémica —supongo que hace crecer el morbo de contemplar una exposición— que para una crítica cultural o una teoría de la imagen que enseñe, que nutra la mirada del visitante o la mirada del lector.
En la escala de grises que crea la obra, la identificación femenina con esas figuras lánguidas y la empatía que puede recrearse mediante el recuerdo de la experiencia vital (o el simple goce estético de la recreación de esa arcadia), o como escribiría Emily Brönte en Cumbres borrascosas “quisiera ser niña otra vez, medio salvaje, intrépida y libre”, puede llevarnos al olvido de la procedencia del autor.
Una mirada crítica debe tener siempre esto presente y el goce entonces puede verse interrumpido por la propia mirada del espectador y, mediante esta, la del propio autor, un hombre —no hay que olvidar ese dato, si todos vemos desde una perspectiva patriarcal de entrada, qué no verá un hombre que es pleno usuario de esa sociedad—. La visión de Balthus es una visión intrusa, en ese mundo también angelical, también construido por y para esa mirada.
Esta interrupción necesaria nos hace volvernos hacia la complejidad de todas las obras de arte, a lo poliédrico de la visión artística y a la revisión constante de estas obras, no solo de Balthus.
Sin esta capacidad de renovación de la obra de arte, nos podemos ver inmersos en debates que en muchas ocasiones no favorecen el aprendizaje sino que lo interrumpen polarizándolo a simplemente estar a favor o en contra de un autor, a favor o en contra de sus declaraciones —como si estas, tomadas como palabras de una misa, nos sirvieran o fueran relevantes en la lectura de una imagen. En cualquier caso, no importa el artista sino la propia mirada de este.
La mirada sobre el cuerpo de las niñas nos interpela de una manera distinta a hombres y a mujeres y por ello me sorprende ver una falta de cuidado empático para con esas niñas y con sus cuerpos, que reproducen de alguna manera también nuestros cuerpos de niñas.
Y es que quienes leemos las imágenes debemos esforzarnos en no caer en tópicos que aporten poco o nada a la lectura. Que nuestras lecturas se basen en el compromiso con la obra y la imagen y estén fuera de todo marketing o negocio.