Opinión
“Violencia intrafamiliar” y memoria del olvido
Mi padre era un monstruo, pero era un monstruo del franquismo. Era la reproducción “intrafamiliar” de la dictadura: el poder único e incontrolado de un macho, inculcado, aplaudido y avalado por el sistema político-social.

Crecí con un padre franquista que nos inspiraba terror. No hacía falta que nos golpeara: nos bastaba olfatear su cólera —a veces contenida, otras no— para saber que convenía alejarse de él. Había días que encarnaba la disciplina militar de la dictadura, la que había aprendido en la mili, y caminaba sacando mucho pecho, echando los hombros para atrás y resoplando ruidosamente. Recuerdo que en una de esas personificaciones, mientras desfilaba por el borde de la piscina, de un manotazo, casi al descuido, tiró a uno de mis hermanos al agua. Por cojones, porque así se lo dictó la ira contra todo lo que se movía a su alrededor.
Durante aquellos episodios castrenses, nos medía, nos pesaba, nos hacía saltar, hacer largos, hacer carreras. Su megalomanía nos provocaba risitas nerviosas y miradas furtivas. No éramos La gran familia.
Otros días, en cambio, nuestro progenitor parecía poseído por Baco y la vida era una jarana sin fin. Si no le seguíamos, como ocurrió a partir de que empezáramos a marcar distancias de salvaguarda, descargaba su enojo sobre nosotros o sobre nuestra madre con comentarios hirientes y con ojos destellantes, furiosos, cuyo recuerdo todavía me sobrecoge.
Salía casi todas las noches. Concatenaba bares, clubes de alterne y prostíbulos. Se arruinó —nos arruinó— dos veces. Despreciaba profundamente a su madre, mi abuela. Despreciaba, también profundamente, a su esposa, mi madre. La consideraba poco cultivada, poco inteligente, simple, de cortas luces, pero preciosa: un bello y obediente ornamento que sabía cocinar, decorar y tocar el piano.
Las broncas nocturnas marcaron mi infancia, adolescencia y juventud. Ella gritaba, lloraba: ¿dónde has estado? ¿con quién? ¿por qué vienes a estas horas? Él callaba o negaba obstinadamente. Nosotros escuchábamos, escondidos detrás de las puertas entreabiertas de nuestros dormitorios, con el corazón latiendo aceleradamente.
Mi padre tenía un amigo de la Legión, un ser oscuro que, de vez en cuando, venía a casa vestido de caqui. Mi padre tenía amigos con dinero y cuentas en Suiza. Mi padre tenía amigos sin dinero que lo creían poderoso. Los perdió a todos por sus constantes vaivenes temperamentales, sus enojos infundados, sus ridículos delirios de grandeza.
Humilló, insultó, mintió, falsificó, traicionó, rompió, aplastó y solo se amó a sí mismo, pero mi madre permaneció siempre a su lado. Por las noches lo odiaba como odia la víctima a su agresor; por la mañana se enfundaba en su bata y le preparaba el desayuno cuando se levantaba después de la juerga nocturna. A la hora de comer, ya fueran las tres, las cuatro o las cinco de la tarde (cuántas veces lo esperó y no llegó), mi madre dejaba lo que estuviera haciendo y se sentaba a su lado para escuchar su plática grandilocuente y pelarle la pieza de fruta.
Él la aplacaba con regalos, con la pretensión de una vida de altos burgueses. Ella se dejaba comprar. Si salían a cenar con amigos, forrada de pieles y subida a los tacones, renacía. La conciencia de su miserable vida se disolvía durante aquellas horas de estupor.
Mi padre era un monstruo, pero era un monstruo del franquismo. Era la reproducción “intrafamiliar” de la dictadura: el poder único e incontrolado de un macho, inculcado, aplaudido y avalado por el sistema político-social.
Años después, cuando el cuerpo no le daba para seguir navegando por bares y prostíbulos, se metamorfoseó en marido, padre y abuelo casi ejemplar, un ser doméstico. Ahora celebra cumpleaños y aniversarios de boda como un anciano respetable con ínfulas de prócer. Ahora cuida a su esposa, que está frágil y vive encaramada a una nube de olvido. Ahora los hijos salimos al rescate económico sin reprocharle las bancarrotas que siguieron al despilfarro. Ahora va pregonando entre amigos y desconocidos que su matrimonio ha sido el más feliz; su familia, modélica.
Todo se le perdonó. Todo se olvidó. Hizo una perfecta Transición.
Si alguien se atreve a hablar del pasado, será calificado de resentido, será acusado de querer reabrir viejas heridas, de buscar el conflicto, de que... “joder, ya es hora de que pases página”.
Nadie lo ha juzgado. Nosotros, sus víctimas, arrastramos el trauma: el alcoholismo, las pesadillas, los infartos, la parálisis emocional, los costes de las terapias, la constante preocupación por nuestra madre, las fugas, las ideas suicidas, el vacío identitario, el vacío espiritual, la profunda tristeza y la rabia.
La historia de nuestra destrucción, ¿también la rescribirán? ¿Qué es lo que oirán nuestras nietas? ¿Quién exhumará nuestros huesos y examinará el agujero de la bala, y señalará con el dedo al perpetrador de esta “violencia intrafamiliar”? ¿Con quién podremos llorar?
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