Putin, emperador en Oriente Medio

La victoria de Assad se ha cimentado no solo en el apoyo ruso, sino también en los efectivos que sobre el terreno han aportado Irán, Hezbolá y milicias chiíes procedentes principalmente de Iraq. Sin embargo, el auténtico vencedor en esta guerra será Vladimir Putin.

Bashar Al Assad Vladimir Putin
Bashar Al Assad y Vladimir Putin en una reunión en marzo de 2018: Foto: Kremlin
22 sep 2018 07:00

La batalla final, aquella que se librará en la provincia de Idlib, habrá de esperar. Así se ha decidido tras el encuentro mantenido por Putin y Erdogan en la ciudad rusa de Sochi. Ambos mandatarios acordaron la creación de una zona desmilitarizada a lo largo de la línea del frente que separa a las milicias rebeldes y a las tropas leales a Assad. Pocos dudan ya, a estas alturas de la guerra, de una victoria del régimen. Con el control íntegro de Alepo, asegurados Damasco y los principales de núcleos urbanos, y tras asestar golpe tras golpe a la oposición, Assad espera hacerse con el control de Idlib, último feudo en manos de un bando rebelde que ya es plenamente consciente de su derrota. Sin embargo, hace apenas tres años y medio todo era diferente.

Corría el mes de mayo de 2015 cuando el Daesh (acrónimo en árabe para Estado Islámico de Iraq y Levante) se hacía con el control de la milenaria ciudad de Palmira. Las exhaustas tropas del Ejército Árabe Sirio, sin la moral ni los efectivos necesarios, se replegaban en todos los frentes de combate. El bando rebelde y el propio Daesh amenazaban Damasco y Latakia, el bastión de Assad. No obstante, a comienzos del otoño de ese mismo año 2015 se produjo el punto de inflexión que cambiaría el curso de la guerra: la entrada de Rusia en el conflicto.

El 30 de septiembre de 2015, Vladimir Putin y Barack Obama coincidían en la Asamblea General de Naciones Unidas. A pesar del protocolario brindis que ambos compartieron durante la cena de aquel día, los dirigentes de ambas potencias mantenían respecto a Siria posturas enfrentadas. “No hay alternativa a Bachar al-Assad”, afirmaba un Putin que veía al mandatario sirio como “un baluarte frente al terrorismo”. Obama, también en la Asamblea General de la ONU, recalcaba la necesidad de “una transición controlada, sin Assad y con un nuevo líder”. La realidad, tres años después de aquel día, se parece mucho más a los planes de Putin para Siria que a las expectativas y deseos estadounidenses. Aunque la previsible victoria de Assad se ha cimentado no solo en el apoyo ruso, sino también en los efectivos que sobre el terreno han aportado Irán, Hezbolá y milicias chiíes procedentes principalmente de Iraq. Sin embargo, el auténtico vencedor en esta guerra será Vladimir Putin.

Partida de ajedrez

En Oriente Medio tiene lugar una sangrienta partida de ajedrez que comenzó en 2003, cuando Estados Unidos se lanzó a la invasión del Iraq de Saddam Hussein, un acontecimiento que alteraría el statu quo de toda la región. El 20 de marzo de ese año, sin que mediara declaración de guerra por ninguna de las partes, comenzaba la operación militar norteamericana que habría de mostrar al mundo la absoluta supremacía global de Estados Unidos. El 1 de mayo, ni siquiera mes y medio después, Bush proclamaba desde el portaaviones Lincoln “la victoria contra el terror que empezó el 11-S”. A día de hoy parece que ninguno de sus asesores imaginó la complicada posguerra y ocupación que las tropas estadounidenses vivirían en Iraq.

El cálculo que realizaban desde Washington era una suerte de simple ecuación por la que Estados Unidos, derrocando a Saddam, facilitaría el gobierno a una agradecida población de confesión chií, mayoritaria en Iraq y tradicionalmente marginada por el antiguo dictador. Asumían seguramente que la comunidad sunní no aceptaría de buen grado su nueva posición, aunque es evidente que nunca se previó la virulenta resistencia e insurgencia que protagonizarían los leales al partido Baaz, que habían gobernado el país árabe desde 1968, y la Al-Qaeda de Al-Zarqawi.

El error más grave, sin embargo, fue creer que los futuros gobiernos de mayoría chií aceptarían de buen grado una firme alianza con Estados Unidos. La realidad fue bien distinta, pues quienes habrían de detentar el poder en las nuevas instituciones volvieron su mirada hacia Irán, tradicional enemigo norteamericano e inmerso en una guerra fría a escala regional con Arabia Saudí. Imaginen por un momento que Estados Unidos hubiera malgastado infinitos recursos durante 15 años en Vietnam para defender a un Gobierno que finalmente se declara comunista. Pues bien, esto es lo que ha sucedido en Iraq.

Erdogan, consciente de la derrota, hoy solo busca una derrota que no parezca tal, y para ello se ve obligado a negociar con Putin, un líder autocrático y de poder omnímodo, el espejo en el que tal vez le gustaría mirarse 

La población sunní, que tal vez solo en la teoría se benefició durante décadas de la permanencia de Saddam Hussein en el poder, ha de hacer frente a una doble contienda armada. Por un lado, la que realizan grupos insurgentes, que se nutren de combatientes procedentes de esta comunidad, contra tropas de ocupación. Por otro, una guerra civil y sectaria con la comunidad chií, que cuenta ahora con todos los recursos del incipiente estado en construcción, y en la que se sobrepasan todos los límites morales: secuestros, ejecuciones masivas, torturas, atentados indiscriminados. De la derrota y la humillación sufrida por la comunidad sunní surgirá una nueva generación de yihadistas, más curtidos y sanguinarios, que si bien se integran en un primer momento dentro de Al-Qaeda, pronto rompen con su grupo matriz para superar todos los límites del horror. Nace el Estado Islámico, conocido como Daesh para la población árabe.

Si de la derrota y la humillación nació el nuevo engendro, este encontró en una Siria devastada por una nueva guerra el mejor solar en el que hacer crecer su macabra ideología. El 29 de junio de 2014, desde la recién conquistada Mosul, Abu Bakr Al-Baghdadi se autoproclama califa de todos los creyentes. Hoy el Califato del Daesh ha sido borrado de la faz de la tierra. Los escasos combatientes que aún son leales a su líder resisten en remotas y desérticas zonas. Y, a pesar de su derrota, nunca ha quedado tan patente la extrema debilidad y vulnerabilidad de la mayoría de Estados que conforman la región.

En Oriente Medio, tras años de conflicto, hay más dudas que certezas. ¿Recuperarán una paz relativa y cierta prosperidad Estados como Iraq y Siria? ¿Podrá sustentarse esta hipotética paz sobre la frustración y el desencanto de la población sunní, minoritaria en Iraq pero mayoritaria en Siria? Todo parece indicar que no. 

¿Qué equilibrio de fuerzas se desarrollará en la región? ¿Controlará más piezas en este macabro puzle Rusia o Estados Unidos? ¿Irán o Arabia Saudí? ¿Obtendrán alguna recompensa los kurdos y kurdas, cuyos combatientes han pagado un alto precio para ser la fuerza que más terreno ha reconquistado al Daesh?

la herencia de Sykes-Picot

Las todavía vigentes fronteras de la región se sustentan sobre la base del acuerdo Sykes-Picot (diplomáticos ambos, inglés el primero y francés el segundo), firmado por las dos potencias que en 1917 planeaban cómo asumirían el control de territorios antaño pertenecientes al Imperio Otomano. Aquel gigante que se extendía por hasta tres continentes era conocido a principios del siglo XX como “el enfermo de Europa”, una expresión atribuida en origen al zar Nicolás I. Tras la Gran Guerra, los confines de aquel imperio fueron desguazados a través de unas fronteras diseñadas a golpe de escuadra y cartabón.

Hoy, cien años después, fuerzas en apariencia extintas han vuelto a tomar las riendas de la historia. El antiguo Imperio Otomano fue capaz de “gobernar” sobre este vasto territorio reduciendo su control sobre el mismo a una mera cuestión nominal. Desde Constantinopla se implantó un sistema de doble jurisdiccionalidad, asegurando unas fecundas rutas comerciales mientras el control sobre los grandes aspectos cotidianos de la vida y del propio gobierno quedaban en manos de las muy diversas comunidades de aquel inmenso puzle de identidades.

Erdogan llegó a ser presa de sus propios delirios. Creyó que era posible resucitar el ideal otomano y desestabilizar a su vecino del sur, Siria. Su apoyo a milicias de carácter fundamentalista y yihadista fue condición necesaria para acorralar a Assad. Sin embargo, consciente de la derrota, a día de hoy solo busca una derrota que no parezca tal. Y para ello se ve obligado a negociar con Putin, un líder autocrático y de poder omnímodo, el espejo en el que tal vez le gustaría mirarse.

Para comprender el actual Oriente Medio tal vez sea preciso echar la vista cien años atrás. Dos de los estados más extensos y poblados, Siria e Iraq, pueden llegar a convertirse en meras entelequias, creaciones artificiales, como si fueran el producto de mentes caprichosas que dibujan con líneas rectas y un pedazo de papel sus voluntades. En un marco tan indefinido como desconcertante, la partida la gana aquel que es capaz de negociar desde una posición de fuerza para aglutinar en torno a sí cuantas más voluntades mejor. Y es por eso que Putin puede presumir de haber ganado esta guerra.

Estados Unidos cuenta prácticamente por enemigos a cada país de la región y aquellos que en apariencia son sus aliados cada día le ofrecen una menor fiabilidad. Israel, Arabia Saudí y Turquía juegan su propia mano en esta partida. Putin, en cambio, se erige ya en árbitro de Oriente Medio. Negocia en Sochi con Erdogan y detiene la ofensiva de Assad en Idlib. Puede negociar tanto con Turquía como con las YPG kurdas. Mantiene prácticamente impolutas sus relaciones con Irán y con Israel. Putin predomina, impera en Oriente Medio, y aquel que quiera ser escuchado habrá de acudir en audiencia a Sochi.

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