Opinión
La izquierda estatista

El Estado como garantía del soberanismo nacional, denostado después de décadas de multilateralismo, no sólo es propia de los nuevos populismos de derecha.

26 sep 2018 09:57

En otro artículo hablábamos del retorno del siglo XX en forma de liderazgo hipermasculinizado. Pero el fenómeno es mucho más extenso. Como ya sucedió en la centuria anterior, estos dirigentes tan varoniles se conducen como la personificación de grandes colectividades nacionales que necesitan ser defendidas de nebulosas amenazas internas y externas. El apoyo popular que reciben su oratoria, sus gestos y sus exabruptos es una especie de contrato social, por el que la población sanciona la conducta de tales caudillos como representación legítima de sus intereses.

De todos modos, la recuperación del enfoque nacional, denostado después de décadas de multilateralismo, no solo es propia de los nuevos populismos de derecha. En esta época de declive, el único foco de poder que continuamos viendo resistir, aunque maltrecho y a duras penas, es el Estado, es decir, la concreción político-institucional de la nación. A la derecha, y también a la izquierda, vuelve a reivindicarse el papel del órgano depositario de la soberanía nacional, que se había ido empequeñeciendo conforme la globalización imponía sus dictados.

Bien, no es el momento de hablar de un movimiento tan polifacético y contradictorio como el nacionalismo, capaz de levantar imperios pero también de derribarlos. Por el contrario sí ha llegado la hora de advertir a cierta izquierda contra ese soberanismo que pretende engordar el Leviatán, el mismo monstruo que precisamente nos ha llevado hasta este punto. Me explico: los Estados no necesitarían tanta reafirmación si previamente no hubiesen pactado ceder su soberanía a entes supranacionales, llámense Unión Europea, Fondo Monetario Internacional, Organización del Tratado del Atlántico Norte, Organización Mundial de Comercio, etc., con el fin de ocupar o mantener una posición destacada en el tablero internacional.

Las premisas políticas sobre Estado de la izquierda estatista española, cuyo espectro es asimismo ampliable a los sectores más mainstream del independentismo periférico, implican poner su maquinaria al servicio del pueblo. Tarea que no debe ser nada fácil, pues la actualidad nos muestra que no es suficiente con controlar el gobierno, como lo demuestran desde la resistencia que supuestamente ha de soportar Trump dentro de la Casa Blanca hasta la no aprobación de los presupuestos en el caso español.

Por otra parte, ¿quiénes formarían parte de ese pueblo que hipotéticamente habría de llevar de las riendas al Estado? Como ya se ha comentado en multitud de sitios, lo más llamativo del famoso artículo laudatorio de Illueca, Monereo y Anguita sobre el llamado Decreto Dignidad –curioso eso de que la dignidad se decrete– es su capacidad de abstracción de otras medidas y actuaciones del gobierno italiano, obviando cómo una parte de la clase trabajadora del país alpino, compuesta por minorías y personas migrantes y refugiadas, están perdiendo sus derechos.

Reanimar las viejas estructuras es algo peor que una pérdida de tiempo: es un error.

Mientras que la izquierda estatista española guarda un clamoroso silencio sobre las cuestiones de identidad nacional –estamos expectantes de un artículo de Clara Ramas al respecto–, en Alemania la formación Aufstehen (De Pie) viene a declarar con sus planteamientos que dicho pueblo sólo podría estar formado por nacidos en el país. Y es justo ahí donde el Estado habría de cumplir una importante función, en cuanto garante de unas fronteras nacionales que posibiliten el fomento de un bienestar, asimismo nacional. Claro que para este viaje la izquierda estatista no habría necesitado tantas alforjas, comenzando por la defensa y patrocinio de movimientos pacifistas y de solidaridad internacionalista.

No seré precisamente yo quien lamente la decadencia de la era de la globalización, pero las épocas de crisis y de desorden han de ser aprovechadas. Pienso que los vacíos de poder merecen ser ocupados por espacios nuevos, construidos de abajo a arriba, solidarios, autogestionarios y universalistas. Reanimar las viejas estructuras es algo peor que una pérdida de tiempo: es un error.

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