Opinión
La masculinización de la política
La comparecencia de Aznar en la comisión del Congreso, más allá de las anecdotas, expone el resurgir de un modelo de liderazgo
Aznar nunca defrauda. Ese ha sido uno de los pocos acuerdos al que han llegado políticos y comentaristas de diverso pelaje y condición tras la comparecencia del exjefe de Gobierno en sede parlamentaria el pasado 18 de septiembre. Pero, más allá de las anécdotas a que dio lugar, jocosas o bochornosas –“y es que en el mundo traidor / nada hay verdad ni mentira”–, con él volvió a irrumpir el siglo XX en la Cámara Baja, y con qué fuerza.
Rajoy fue durante todos estos años un líder decimonónico. Aunque se atenía a las formalidades, apenas se recataba en su reparo a someterse al escrutinio público. Era un hombre de casino, que podía ser hábil en el manejo de las clientelas, pero que era muy poco dado a romperse la cara en una tribuna. Eso no iba con él. Para tan ingrata tarea había otros, u otras; y ahí tenemos a la pobre Soraya, que de tanto darla ha terminado perdiendo su lugar en la política.
Aznar ha ido estos años esculpiendo su cuerpo (...) con una finalidad claramente semiótica. Nos está diciendo que se encuentra listo para el combate.
Aznar encarna otro tipo de liderazgo, más acorde con unos tiempos donde la edad media de los dirigentes de los principales partidos –todos hombres– no frisa siquiera los cincuenta años. Estos jóvenes necesitan caña, y Aznar, por supuesto, está dispuesto a ofrecérsela, ya sea a modo paternal y pedagógico, ya como fiscal y juez.
Tanto de su figura como de las palabras, gestos y ademanes que desplegó, emanaba algo de lo que no solo adolecía Rajoy, sino que también se echa a faltar en los nuevos cabecillas de la derecha: fuerza y poder. Porque ni Casado ni Rivera parecen haberse percatado de que el cuerpo es, aparte de una realidad biológica, una construcción social y cultural. Aznar ha ido estos años esculpiendo el suyo –en paralelo a su utilización de FAES como altavoz intelectual– con una finalidad claramente semiótica. Nos está diciendo que se encuentra listo para el combate.
Durante estos meses la escena se ha enrarecido como consecuencia del contencioso en Catalunya. La debilidad institucional, consecuencia de la dejación de la política con respecto a asuntos que la competen exclusivamente a ella –y no a otras instancias, como la justicia–, ha provocado que distintos sectores de la población catalana salgan a las calles: unos, diciendo hablar en nombre de una mayoría social que estaría siendo ninguneada por el poder central; otros, tratando de mostrar que son más que los otros, que también pueden llenar y que, si recurrimos al lenguaje sexista, tienen “más cojones”.
Es evidente que esta situación está conectada con el giro a la derecha de PP y Ciudadanos. A mi parecer, sin embargo, el contenido de su discurso –que en el fondo son cuatro ideas elementales– no es tan llamativo como el ropaje con el que se envuelve, tan masculino por un lado y, por otro, tan populista, lo que les conecta con otros fenómenos que estamos contemplando a escala mundial. Es un buen ejemplo la imagen de Rivera y Arrimadas arrancando lazos amarillos en un pueblo catalán, donde demostraron que viril casa con pueril, pues de su acto solo era esperable, como finalmente así fue, una escalada de la tensión.
Que la actuación parlamentaria de Aznar haya enardecido a los sospechosos habituales, hasta el punto de que alguno haya vertido su bilis homófoba y patibularia contra un portavoz parlamentario por el simple delito de hacer preguntas, es significativo de que estamos ante unos tiempos de masculinización de la política. Y, como saben los especialistas en la Europa de entreguerras, este es uno de los atributos del fascismo o, mejor dicho, fascismos. Sea lo que sea que esté por venir, ya conocemos uno de los síntomas.
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