Opinión
La semilla de la excepción

Hay un confinamiento uniformante y dos sonidos simultáneos. Uno es el sonido de las redes de apoyo. El otro quiere hacer de esa semilla una excepción que confirme la norma como única posibilidad. Aunque la norma es poderosa, no es el único horizonte.

En medio de un montón de ruido, la cuestión se me dibuja así: hay un confinamiento uniformante, y dos sonidos simultáneos. Uno es el sonido de las redes de apoyo y de base que se han organizado para atender a aquellas vidas que no caben en la uniformidad. El otro es un sonido que quiere hacer de esa semilla una excepción que confirme la norma. Que confirme la norma como buena. Casi como única posibilidad. 

Ciudadanía normal

Una ciudadana normal parece tener dos características: ser ciudadana, es decir, habitar un territorio que la reconoce como sujeto de derecho y, además, habitarlo de forma normal, con su dinero, su familia delimitada a lo correcto, ni con excesos ni con defectos, su sostenibilidad en sí misma, su súbita autosuficiencia. 

La decisión de encerrarnos a cada cual en su casa parte de la ficción de normalidad en la que todo el mundo tiene casa; de que, si la tiene, esa casa no es un techo sino un hogar; que en ese hogar está su familia y que su familia es su red de afectos; y que ese hogar, además, es un lugar de cuidados bidireccional: nos protege porque estamos dentro, y protege a los demás en tanto que nos quedamos dentro. Nos mantiene a salvo incluso de ser culpables de hacer daño. 

La decisión de encerrarnos a cada cual en su casa parte de la ficción de normalidad en la que todo el mundo tiene casa y que esa casa es un hogar; todas las otras formas de vida han quedado fuera de los planes oficiales de salvación

La uniformidad señala la diferencia como inoportuna, como indeseable. Todas las otras formas de vida han quedado fuera de los planes oficiales de salvación a través del confinamiento devienen culpables de sus propios males, y peligrosas para el entorno: no tener casa, vivir en una casa que no es tu hogar, tener tu hogar lejos de tu casa, también a través de fronteras, que tu hogar no esté relacionado con la convivencia o que sea una convivencia “incorrecta”, vivir sola, vivir con quien no te trata bien o en espacios apenas materialmente habitables, o no poder sostener la vida si no sales a la calle a buscártela. 

Esa burbuja de confinamiento se inscribe dentro de otra burbuja: la del Estado-nación que es quien ha tomado las riendas de los planes de emergencia. Que igual que se han cerrado fronteras podrían haberse abierto para gestionar la crisis como una crisis mundial —que lo es— como podría haberse gestionado desde cada barrio como una crisis vecinal —que también lo es— pero ambas posibilidades son casi idiotas de nombrar porque el Estado-nación es quien gestiona el cuidado institucionalizado, y la familia es quien gestiona el cuidado interpersonal. Todo lo demás queda relegado a excepción. 

El hogar-Estado

Hay paralelismos entre la microorganización colectiva bajo la forma de familia nuclear —normal—, y la macroorganización colectiva bajo la forma de Estado-nación, dos ideas, además, herederas de la Europa del siglo XIX. Ambas estructuras son una fantasía tan bien impuesta que incluso para deshacernos de ellas solo logramos construir otras nuevas bajo los mismos parámetros. No es que tengamos poca imaginación organizativa, es que las condiciones materiales que se imponen nos llevan a ello. Las expulsadas de la familia sanguínea construimos familias elegidas porque sin esa estructura en un contexto que se organiza así, el sustento de la vida se dibuja imposible. De la misma manera, la única forma de hacerle frente a un Estado-nación es montando otro. 

El confinamiento actual dibuja la casa-Estado bajo los mismos supuestos que en la lógica de la casa-hogar. Dando por hecho que todo el mundo es ciudadana del lugar que habita, que está, además, conforme con esa ciudadanía aún en el caso de tenerla, y que le hace bien y que es garantía de algo. Nacemos en pertenencias nacionales como nacemos en pertenencias familiares. Y tanto sus anomalías internas como su defecto, su carencia, nos dejan en los márgenes de la desprotección absoluta, porque toda la protección ha sido delegada a esas estructuras. 

En las pandemias como en las guerras, el Estado-nación se cuelga las medallas de nuestra supervivencia. 

La casa-Estado tiene sus fronteras de pertenencia bien delimitadas y nos adiestra para mirar de reojo al núcleo vecino y a los cuerpos extraños que, como virus malignos, habitan entre nosotras, y acusándolos de todos los males si es necesario, instrumentalizando las muertes para subirnos en un ranking de países buenos o países malos —o de los partidos de gobierno buenos o malos— y con el Estado-nación colgándose las medallas de nuestra supervivencia. En las pandemias como en las guerras. 

Esta crisis, sin embargo, pone en cuestión de manera multidireccional la forma de vida considerada normal, alimentada como ideal, desarrollada, incluso “civilizada”. La vida aglutinada en las ciudades, la vida sin tiempo de los ritmos capitalistas, la destrucción de las pequeñas comunidades como espacios de cuidados comunitarios, la relación abusiva sobre el medio natural, sobre la vida misma y la imposible sostenibilidad de un sistema basado en la desigualdad. No solo generador de desigualdades como consecuencia colateral, sino construido en base a esa desigualdad. 

Ante la crisis de significado de estas estructuras, que se nos venden como salvadoras pero se demuestran incapaces de salvarnos, estas mismas estructuras apelan a la emocionalidad, apelan al enamoramiento, a subirle el volumen a las bondades de nuestra pertenencia, a un amor contra todo pronóstico y a pesar de todo, como un clavo ardiendo al que agarrarnos cuando estamos más necesitadas de certezas y de agarres. 

Culturas
¿Quién genera la cultura gratuita?

La gratuidad de los productos culturales repercute directamente en una exclusión de clase para la creación de esos productos culturales y en el monopolio de las grandes cadenas de producción, cuyos intereses tienen mucho más que ver con el capitalismo que con la cultura.

Y aparece el patriotismo, en ocasiones disimulado, en ocasiones con total descaro, en los discursos que hablan, pretendidamente, de otras cosas, como son el bien común. Común de verdad. Desde Rui Rio, dirigente de la oposición en Portugal, poniéndose a disposición del Gobierno “ante una amenaza muy seria a la seguridad de los portugueses” —subrayo “los portugueses”—, la reina de Inglaterra afirmando que “los que vengan después de nosotros dirán que la gente británica de esta generación fue fuerte” —gente británica—, o el ministro Ábalos pidiéndole a Casado patriotismo de arrimar el hombro. 

Y así se va colando, y así nos va calando, llevándolo todo a su marco, apropiándose de todo, barriéndolo todo, literalmente, para casa.

La semilla de la excepción

La respuesta patriótica nos promete un marco de salvación contra todo pronóstico, un marco de adhesión porque sí y, especialmente, porque “lo otro” no, y reduce la crisis de significado al simplismo, desgraciadamente efectivo, del nosotros contra los demás, un demás escogido casi al azar, un demás cuya principal función es reforzar la ficción de ese nosotros impostado. Es pensar en defender la vida solo si la vida es nuestra, de nosotras o como nosotras. Es pensar a las vecinas como parte del problema y no como parte de la solución. Es pensarnos como víctimas heróicas y no, también, como sujetos activos de la historia. 

De todas las ideas que tratarán de secuestrar la pandemia en su favor, la idea de la normalidad pre-establecida es una de las más potentes. La normalidad uniformante, el nosotras pre-existente. 

Hay otras posibilidades. Una de ellas es entender las anomalías que estamos viviendo y todas las respuestas de base por y a través de ellas como parte de la respuesta. No como excepciones que confirman la regla, sino como caminos que demuestran que la norma es poderosa, y es violenta, pero no es, necesariamente, el único horizonte imaginable. 

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