Opinión
La radicalización de las élites conservadoras, una nueva fase del neoliberalismo
El nacionalismo patrio que pervive como consecuencia de la transición pacífica de la dictadura a la democracia no disimula que la soberanía esté fuera del control de las élites políticas nacionales, ni en las propias élites catalanas, y mucho menos en la voluntad popular.
Todos esas lacras del pasado que se han ido acumulando en la historia fruto del progreso irrefrenable de nuestras sociedades —ese del que nos hablaba Walter Benjamin en sus tesis sobre la Historia publicadas después de su suicidio, precisamente en Portbou, escapando del nazismo— han vuelto de repente al presente de este Viejo Continente. De pronto contemplamos imágenes que rememoran aquellas pesadillas de las que huíamos tras la Segunda Guerra Mundial, cuando comenzó el proceso de integración que culminó en la actual Unión Europea: un entendimiento mutuo entre Francia y Alemania basado en la liberalización comercial. La filosofía entonces parecía sencilla: el proceso económico como fundamento de la razón.
Medio siglo después, el Mercado Común Europeo es uno de los más poderosos del mundo, pero los bárbaros reaparecen por el norte tambaleando los cimientos de una Europa presentada por las élites europeístas como la única gestora posible de una suerte de mundo libre. No obstante, ni la más potente de las maquinarias propagandísticas es capaz de ocultar que uno de nuestros recursos naturales, la democracia, está siendo explotado intensivamente por el capital, provocando una bifurcación cada vez mayor entre ambos.
Quizá su reflejo más simbólico fuera someter al pueblo que históricamente heredó la idea de democracia a la asfixia financiera de la Troika, anulando su soberanía y dejándolo absolutamente vapuleado. En esta especie de interregno en que el avance del fundamentalismo de mercado trata de entrar en una nueva fase, el Estado español trata de solventar el blacklash por las decisiones económicas que se le impusieron de la misma forma que los catalanes: explotando la identidad nacional.
Cuando la derecha proclama que la crisis catalana no debe ser un problema para Europa, nos traslada su simpatía con la única soberanía que importa en la Unión Europea: la soberanía alemana
Pese a todo, el nacionalismo patrio que pervive como consecuencia de la transición pacífica de la dictadura a la democracia no disimula que la soberanía esté fuera del control de las élites políticas nacionales —prueba de ello fuera que los primeros en mover ficha al anunciar su marcha de Catalunya fueran las grandes empresas—, ni en las propias élites catalanas, y mucho menos en la voluntad popular. Cuando la derecha proclama que la crisis catalana no debe ser un problema para Europa, nos traslada su simpatía con la única soberanía que importa en la Unión Europea: la soberanía alemana. Ya lo decía Carl Schmitt: “Soberano es el que decide el estado de excepción”. Por eso no fue otro que Donald Tusk quien paró, con el beneplácito de Angela Merkel —como contaba Enric Juliana en La Van-guardia—, la posible declaración unilateral de independencia del Carles Puigdemont.
En tiempos venideros, mientras el Ejecutivo no bloquee la acumulación de capital del Estado por parte de las multinacionales ni el actual modelo de financiarización de la economía, no será de extrañar que la plana mayor europea se aleje de toda mediación y justifique la retahíla de embates autoritarios a la forma de democracia liberal burguesa del Gobierno de Mariano Rajoy. Lo popular —un referéndum pactado sobre el derecho a decidir como el que se plantea desde de la izquierda— nunca va a ser aceptado por ser incompatible con la forma de proceder en Europa: lo tecnocrático. A menos que, como señalaba Rafael Poch, estuviera “en línea con los intereses oligárquicos y hegemónicos que son los suyos”. No es el caso.
Hasta ahora, señalaba Perry Anderson en El nuevo viejo mundo, el periodo de predominio neoliberal se ha dividido en dos grandes cambios de régimen: “El primero llegó a principios de los 80, con los gobiernos de Thatcher y Reagan, la desregulación internacional de los mercados financieros y la privatización de industrias y servicios que siguió. El segundo, a principios de los 90, contempló el colapso del comunismo en el bloque soviético, seguido por la expansión de estas máximas hacia el Este”. El papel que hoy juega el europeísmo, nada similar al otrora proclamado por los “padres de Europa”, no responde a otro fin que blanquear la radicalización conservadora de las élites, tratando de que aceptemos forzosamente otra fase del predominio neoliberal a nivel europeo. Nada más ilustrativo de esta pensée unique (pensamiento único) que las palabras de Luis Bassets: el independentismo catalán “es esencialmente populismo antieuropeo, por método, por proyecto e incluso por los valores cívicos que dice defender”.
Justificar esta ideología requiere de una apuesta cada vez más arriesgada: emplear estratégicamente el populismo ultraderechista, viéndose obligados a aceptar parte de su agenda
La radicalización de las élites se basa en que el poder no solo se niegue rotundamente a afrontar las consecuencias de las políticas neoliberales en la sociedad, de la que cada vez está más alejado, sino que decida doblar la apuesta confiando en que la propaganda surta efecto. “Ahora quieren gobernar a pelo, desnudos: ahora es el euroliberalismo, es así y vais a tener que obedecer”, comentaba el sociólogo francés Emmanuel Todd sobre el ensayo de Erich Lasch The Revolt of the Elites and the Betrayal of Democracy. Y así trata de hacerlo el Estado-nación español con el total apoyo de las clases intelectuales europeístas supuestamente moderadas, enrocadas ya en el estatismo conservador.
Así, cuando las élites hablan de “relanzar Europa”, y le otorgan el Premio Princesa de Asturias de la Concordia, en realidad se refieren a sacudir de nuevo las alas del progreso hacia delante —recurriendo a la profecía de Benjamin— en un momento en el que la integración neoliberal global encuentra una fuerte oposición, dejando atrás todo atisbo de democracia, convertida ya en un sedimento que se diluye ante el avance del capital. Justificar esta ideología requiere de una apuesta cada vez más arriesgada: emplear estratégicamente el populismo ultraderechista, viéndose obligados a aceptar parte de su agenda, para debilitar aún más cualquier voluntad popular al tiempo que se proclama una suerte de ejemplaridad respecto al resto del mundo, a pesar de que cada vez la división entre masas furiosas y corporaciones privadas sea mayor a lo largo y ancho de Europa. Preservar la unidad europea se parece cada vez más a una idea totalitaria que solo se sustenta por una maquinaria de relaciones públicas engrasada por la industria de las ideas nacional y bruselense.
El desplazamiento hacia la derecha del sentido común de época está siendo de tal envergadura que hasta los supuestos movimientos antisistémicos piden ahora escuchar a Europa, como hizo Pablo Iglesias. El análisis se presenta barato para las posiciones de izquierda: cuando los radicales no han terminado siendo las masas, sino sus élites, reclamar diálogo hoy es un acto de lo más revolucionario. Si siguiéramos al pie de la letra aquellas palabras de Walter Benjamin, pareciera que el establishment vencerá por siempre y debiéramos someternos a acciones cada vez más brutales justificadas por ideologías centradas en que el progreso sea monopolizado por las fuerzas empresariales. A menos que, como el mismo Benjamin apuntaba, “propiciemos nosotros el auténtico estado de excepción”, mejorando nuestra posición en la lucha contra la radicalización de las élites, cuya suerte va más allá de aceptar este progreso como norma histórica, como hace la socialdemocracia, “que aparece como sierva de las mismas ideas de progreso que sus enemigos”.
Quizá, en un mundo donde cualquier cambio o ruptura a nivel nacional es inseparable de tener una alternativa democrática para Europa, la izquierda habría de cuestionarse aquella máxima con que George Steiner comenzaba su Gramáticas de la creación: “No nos quedan más comienzos”.
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