Opinión
El condominio más pequeño del mundo en mitad del río Bidasoa
En un pequeño trozo de tierra en el cauce del río Bidasoa, entre Irún y Hendaya, se ratificó el fin de la Guerra de los Treinta Años en 1660.

Llueve y no hay nadie en la Isla de los Faisanes. Es una lengua de tierra deshabitada varada en el cauce del río Bidasoa —muy cerca de la desembocadura—. La contemplo desde la orilla francesa. Ningún deseo de volver. Ningún deseo de cruzar la frontera.
El río Bidasoa sirve de límite entre Francia y España. Aunque también cabría decir que recorre las tierras altas del País Vasco, entre Guipúzcoa y Lapurdi. Cuestión de gustos. Espacio fronterizo en todo caso, en su seno emerge la Isla de los Faisanes, próxima e inaccesible. “Como no te acerques en piragua o así”, me dice sonriendo una mujer que se quita los auriculares y deja por un momento de correr y de escuchar música, aunque creo que no deja de moverse, como si temiera perder el ritmo. Sigue sonriendo cuando se aleja.
La literatura cuenta que ese breve islote con forma de barco estilizado es el condominio más pequeño del mundo, y que Francia y España se alternan en el ejercicio de su administración desde finales del siglo XIX. Seis meses uno y seis meses otro. Supongo que se dedican a la poda del arbolado y al cuidado de la hierba. Tal vez limpien el monumento que conmemora el Tratado de los Pirineos. Eso también lo cuenta la literatura: en la Isla de los Faisanes, España y Francia firmaron en 1659 la paz que puso fin a la guerra de los Treinta Años; y en junio de 1660 Felipe IV y Luis XIV ratificaron el acuerdo en la isla, para entonces convertida, gracias a los oficios de Diego Velázquez, en una escenografía pomposa al servicio del encuentro entre dos monarcas, dos reinos. Para los aficionados a forzar el relato, algunas versiones atribuyen la muerte de Velázquez en agosto de aquel mismo año al agotamiento que le produjeron los viajes y los preparativos del encuentro regio.
Llueve sobre el Bidasoa. En el lado francés, en el municipio de Hendaya, una pequeña exhibición de civismo urbano acompaña el curso del río. Desde la orilla se sucede una línea de jardín, un paseo rojizo de piso amortiguado, otra línea de hierba, un carril bici, una pradera con pinos y una hilera de casas de dos plantas, con tejados a dos aguas y elementos que imitan el entramado de madera de los caseríos. Al otro lado —me resulta extraño escribir “en el lado español”, aunque también me resulta extraño evitarlo—, detrás de la isla se recortan tres edificios de cinco alturas precedidos por una carretera de tráfico constante. El tercero de los edificios, el que queda más próximo a la desembocadura del río, ofrece ya el inevitable ladrillo visto y una sólida reja en las ventanas inferiores. Mientras lo anoto, soy consciente del punto demagógico de contraponer un pequeño decorado francés con la fachada de Irún. Pero también intuyo que en ese contraste se resumen algunas de las razones de la pereza que provoca cruzar el puente, volver a la península.
La etimología sostiene que la Isla de los Faisanes debe su nombre a un malentendido. Los términos franceses faussans (en alusión a la condición de paso) y faisans (en alusión tal vez a los hacedores, negociadores, que en la isla intervinieron) se convirtieron en faisanes, sin que se tenga noticia de que esta ave haya poblado alguna vez ese espacio hoy colmado de un arbolado frondoso, con algunas hojas despidiendo el otoño y otras volcadas en la primavera.
Llueve y nadie se detiene. Caminantes de zancadas rápidas, ciclistas, corredores. La versión productiva del paseo asoma en la ribera de un río que deja entrever su fondo cenagoso. Con la marea baja, la isla parece cercana. Muy cercana en el lado de Irún. Valoro incluso la idea de cruzar el puente y tratar de alcanzar el islote a pie, pero pronto, calado de barro al aproximarme a una pequeña rampa del lado francés, desecho esta inclinación al periodismo de aventuras. Mejor seguir contemplando.
Pasa una piragua. Huele a rocas de mar y a hierba recién cortada. Me despido del viaje. Toca cruzar el puente, poner fin al paréntesis. Tal vez eso es la Isla de los Faisanes: un paréntesis deshabitado. Ni de un lado ni de otro. Un punto intermedio. Un lugar indefinido. Un espacio de nadie en el límite. Un limbo de tierra en la desembocadura de un río. La posibilidad de no pertenecer a nada. Tendré que volver en piragua para saber qué se siente en semejante estado. Sigue lloviendo.
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