575 kilómetros de Siret a Kyiv: del exilio a los bombardeos

Un camino de 575 kilómetros lleva de Siret a Kyiv. Es la distancia que separa el exilio de los bombardeos pero también un tramo que va desde la desesperanza hacia el ardor guerrero.
Refugiados Ucranianos frontera Rumania - 7
José Pedro Martínez El clima apenas da una tregua a las personas desplazadas. Estos días, el norte de Rumanía registra temperaturas bajo cero y nevadas intermitentes.
28 mar 2022 05:00

El paso fronterizo de Siret, en Rumanía, llegan cada minuto decenas de personas con el rostro demacrado. Parecen agotados pero aliviados de haber salido vivos de Ucrania. A un lado de la carretera, una joven está sentada, sola. Bebe un café que le ha dado un voluntario de una de las muchas asociaciones apostadas en la frontera para ayudar a los refugiados. Envuelta en su capucha, tiembla de frío. Hay cero grados y pequeños copos de nieve arrastrados por un viento helado se aferran a su pelo rubio: “Crucé la frontera sola —dice Katarina, mirando el puesto fronterizo—, mi padre se quedó en Ucrania porque tiene 55 años y puede ser movilizado para la guerra”. Los hombres ucranianos de entre 18 y 60 años tienen prohibido salir del país, deben participar en la guerra. “Mi madre quería quedarse con él, y mi hermana no quería irse porque está convencida de que Ucrania va a ganar”, dice Katarina. Unas lágrimas corren por su rostro: “No sé qué hacer, aún no he terminado mis estudios. Tal vez vaya a Suecia, una amiga vive allí”. El 24 de febrero, la vida de Katarina dio un vuelco a causa de la guerra. Abandonó su país sin saber si volverá a ver a su familia. 

Desde el comienzo de la guerra varias asociaciones han instalado puestos tras el paso fronterizo con alimentos, bebidas calientes, mantas y productos de higiene gratuitos. Es un alivio para los refugiados que llegan con lo mínimo y necesitan apoyo psicológico y material. Al otro lado del puesto fronterizo, Ucrania está en guerra. Al cruzar la frontera, miles de ucranianos de Kyiv, Járkov, Mariupol o Sumy hacen cola durante horas para entrar en Rumanía. Pero los que hacen el camino contrario son muy pocos. 

En Ucrania, la conmoción de la invasión rusa ha creado un movimiento de solidaridad nacional sin precedentes. La mayoría de la población participa en el esfuerzo, cada uno a su manera

Una fuerte movilización

La primera gran ciudad ucraniana es ­Chernivtsi, a 30 kilómetros de la frontera. A principios de marzo, sonaron las primeras sirenas pero, a 22 de marzo, fecha de cierre de esta edición, la ciudad no ha sufrido bombardeos. Al igual que muchas ciudades del oeste, ­Chernivtsi se ha convertido en una base de apoyo al esfuerzo bélico y para recoger donaciones humanitarias que se distribuyen en el Este para las poblaciones sometidas a los bombardeos rusos. En los locales de la organización Dobrodiy Plus, Artem y sus compañeros han formado una fila para llenar un camión con productos humanitarios: “Saldrán hacia Boyarka, en los suburbios de Kyiv, esta noche”, dice Artem, ucraniano de 20 años que participa en el trabajo humanitario desde el comienzo de la guerra. “Mi país está siendo atacado, no podía quedarme sin hacer nada”, añade. En Ucrania, la conmoción de la invasión rusa ha creado un movimiento de solidaridad nacional sin precedentes. La mayoría de la población participa en el esfuerzo, cada uno a su manera. 

Son las 15h y es demasiado tarde para tomar la carretera hacia Kyiv. En Ternopil nos alojamos en casa de una familia ucraniana para pasar la noche. Peter, de 20 años, no quita los ojos de su teléfono móvil, desesperado por las malas noticias. Sus rasgos están marcados, sus ojos están hundidos, parece totalmente perdido. Este estudiante de informática no tiene ganas de luchar: “Nunca imaginé que fueran a atacar”, dice con voz temblorosa. A su lado, su padre se pasea por la cocina: “¿Qué ha dicho el presidente francés tras la llamada telefónica con los rusos?”, me pregunta. “¿Putin quiere tomar toda Ucrania? Muéstrame”, dice, corriendo hacia su ordenador. Después de mi traducción de un artículo en francés, se echa atrás en su silla, atónito: “Toda Ucrania…”, susurra. En las próximas semanas, el Oeste podría también sufrir los ataques de los rusos. Peter tiene más de 18 años y su padre menos de 60. Tienen edad para estar movilizados para la guerra. 

Antes de partir hacia Kyiv, nos detenemos en un cobertizo donde se almacena la ayuda humanitaria en decenas de metros de estanterías. El antiguo supermercado se ha convertido en un almacén de donaciones humanitarias. Esperamos a Vitali, un habitante de Kyiv que nos llevará a las afueras de la capital ucraniana: “Soy de Kyiv. Estuve en la frontera polaca para dejar a mi mujer y mis hijos, quería que estuvieran a salvo. Pero vuelvo a Kyiv para ser útil”. Vitali conduce todo el día, tomando las carreteras secundarias para evitar los bombardeos rusos. A medida que se acerca a Kyiv, la tensión es mayor. Recibe más y más mensajes de contactos locales que le informan de cómo está la seguridad en la carretera. Los puestos de control en los que los combatientes comprueban nuestra identidad son cada vez más numerosos a medida que nos dirigimos hacia el Este. Al final de la tarde, llegamos al pueblo de Ivankovychi.

El terror de las bombas rusas

Evgenia y su madre viven en una casa en este pueblo a 20 kilómetros al suroeste de Kyiv. Al igual que muchos ucranianos, ­Evgenia lo ha planificado todo para sobrevivir: reservas de alimentos, de agua. “La bañera está llena hasta los topes por si hay escasez de agua potable”, dice. En los armarios, kilos de patatas y pan. En el teléfono de Evgenia suena una aplicación cada vez que hay una alerta de ataque: “Nunca he conocido la guerra. Solo han pasado unos días, pero ya me he acostumbrado”. También lo han hecho sus vecinos. Vanya, de 13 años, vive a pocos metros con su madre y su abuela. Su hermano y su padre están apostados en la entrada del pueblo. Forman parte de la defensa civil compuesta por miles de ucranianos que se alistaron voluntariamente para luchar contra los invasores rusos: “Todos mis amigos se han ido a Polonia —dice Vanya—, por culpa de la guerra ya no voy a la escuela. Se ha cerrado. No es fácil, pero ahora todo es normal para mí”. Como muchos ucranianos movidos por un fuerte espíritu patriótico, su madre y su abuela están convencidas de que Ucrania saldrá victoriosa de esta guerra. Han preferido quedarse.

Durante los primeros días, Evgenia tampoco quería irse: “No podía abandonar a mi madre ni a mi hijo”, dice mientras acaricia el gato de su hijo ­Andrei, que se ha ido al frente en Kyiv como paramédico de las fuerzas especiales. Pero cada día, la ansiedad de Evgenia crece. “Los bombardeos son cada vez más fuertes”. Por la noche, no duerme bien. El refugio de su casa no es subterráneo. El miedo a morir cruza su mente a cada momento. Hoy, Evgenia recibió información preocupante de contactos locales. Debe irse de Ivankovychi tan pronto como sea posible. Los rusos avanzan por las afueras de Kyiv a una velocidad vertiginosa desde el noroeste. En el pueblo de Boyarka, a 20 minutos de distancia, ya han empezado a evacuar a los civiles. Los invasores se preparan para rodear la capital con sus tanques. Su objetivo es asfixiar la defensa ucraniana y a la población civil de Kyiv.

En este contexto de psicosis, los “saboteadores rusos”, espías enviados por el Kremlin que vigilan las posiciones ucranianas en las ciudades, siembran el terror entre la población civil. En estos pueblos aislados, lejos de la atención de los medios de comunicación, el ­peligro parece aún mayor

Al igual que Evgenia, la mayoría de los ­habitantes de Ivankovychi intentan ahora huir, incitados al exilio por miedo a las armas rusas. Temen los ataques aéreos, cada vez más numerosos, ya que los bombardeos no perdonan a los civiles. Seis residentes del pueblo vecino de Markhalivka murieron en un ataque a una zona residencial. Al mismo tiempo, ocho civiles que evacuaban la ciudad de Irpin, al noreste de Kyiv, murieron por un misil ruso. En este contexto de psicosis, los “saboteadores rusos”, espías enviados por el Kremlin que vigilan las posiciones ucranianas en las ciudades, siembran el terror entre la población civil. En estos pueblos aislados, lejos de la atención de los medios de comunicación, el ­peligro parece aún mayor.

La incertidumbre se extiende. Atrapados por el miedo al avance ruso en torno a la capital ucraniana, y al no tener un refugio adecuado en caso de bombardeo, viajamos a Lviv por unos días. En esta gran ciudad del oeste, muchos voluntarios se alistan para luchar. Algunos vienen del extranjero. Esta guerra ha creado mucha emoción y es una fuerza de atracción para muchos jóvenes que quieren luchar. Algunos de ellos ya han combatido. Otros tienen poca experiencia pero mucha motivación. En el andén 2 de la estación de Lviv, un hombre vestido con uniforme militar está sentado sobre una caja de cartón con dos mochilas a sus pies. Con una mirada seria, observa las vías pensativo. Su rostro está tenso y se pasa nerviosamente los dedos por la barba. Solo en el andén, Askold espera un tren para Járkov, una ciudad muy bombardeada en el Este: “Llegué de Israel el 6 de marzo para unirme a la Legión extranjera, que reúne a reclutas extranjeros para formar parte del ejército regular ucraniano. Dejé la Legión después del bombardeo del campo de Yavoriv. Ahora voy a estar unos días con mi novia, que es conductora de ambulancias en el frente de Járkov. Entonces iré a luchar con los georgianos”. Askold, que tiene 26 años, creció en Ucrania, pero a los 16 años se fue a Israel: “No tengo experiencia militar. No me alisté en el ejército israelí porque obtuve la ciudadanía demasiado tarde. Pero estoy muy motivado”. 

Alrededor de Lviv, el ejército ruso ha atacado algunos puntos estratégicos. Sin embargo, esta gran ciudad del oeste sigue librándose de los bombardeos. Vive en la ansiedad y la espera sin saber cómo avanzarán los rusos en los próximos días. 

Tomamos el tren nocturno para Kyiv, es 20 de marzo. El tren no está lleno. Hay otros periodistas y ucranianos que regresan a la capital con suministros humanitarios. En la capital ucraniana, el ambiente es eléctrico, pero los coches siguen circulando. Hay puestos de control por todas partes y los combatientes ucranianos sospechan de todo. Pocas personas caminan por las calles. La capital ha perdido la mitad de su población desde el comienzo del conflicto. Pero la otra mitad se ha quedado, decidida a defender Kyiv y a seguir una vida normal. 

“Llevamos mucho tiempo en este edificio. Está abandonado. Desde el comienzo de la guerra unos amigos hemos estado viviendo aquí. Es tranquilizador estar juntos durante los bombardeos”

En un edificio antiguo en el centro de Kyiv, ­Yaroslav, un joven ucraniano, se sienta detrás de una barra improvisada. El lugar se llama Squat: “Llevamos mucho tiempo en este edificio. Está abandonado. Desde el comienzo de la guerra unos amigos hemos estado viviendo aquí. Es tranquilizador estar juntos durante los bombardeos. Los últimos días decidimos abrir un café. Servimos sopa, bebidas frías, pero sin alcohol, ahora está prohibido en Ucrania, y el café es gratis para combatientes, voluntarios humanitarios y periodistas”. Yaroslav también rescata animales abandonados que lleva allí. Su café es uno de los pocos establecimientos que siguen abiertos en Kyiv: “Tenemos que seguir viviendo. Si estamos unidos, los rusos no tomarán nuestra capital”, concluye.

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