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Aunque no es cierto que los pobres hablen mal, mofarse de ellos por su forma de hablar es un pasatiempo tan arraigado entre las capas altas de la sociedad que uno tiende a pensar que los ricos lo llevan practicando desde que se apropiaron del primer granero. Quizás empezó en el Creciente Fértil, cuando los primeros gerifaltes sumerios comenzaron a poner la voz engolada porque algún escriba avispado les había dicho que así se parecían más al Gilgamesh del Poema. O quizás fuera cosa de los primeros pobladores de la ciudad, cuando empezaron a tratar como paletos a los que vivían en el campo cuidando de las ovejas. Lo que está claro es que en la Antigua Grecia las personas que se consideraban decentes e importantes ya estaban plenamente convencidas de que las personas de baja condición hablaban pésimamente, y que esta forma de hablar tenía una correspondencia moral y física. Es lo que nos encontramos en el canto segundo de la Ilíada, cuando Odiseo se ocupa de silenciar a base de palos e insultos la propuesta de Tersites de abandonar la guerra. Feo, cojo, contrahecho, balbuciente y miserable, la descripción de Tersites le salió tan redonda a Odiseo que sus herederos políticos no han dejado de reciclarla cada vez que a alguien se le ocurre levantar la voz para escapar del próximo matadero. Más adelante, en época clásica, un autor conocido como el Viejo Oligarca (posiblemente Critias, el tío de Platón) escribió un tratado en el que sostenía (atentos a la retranca) que la democracia es el sistema que mejor conviene a los pobres, porque el interés de los pobres es tan ruin, garrulo y miserable como el que defiende la democracia. Platón vino a decir lo mismo, aunque desgraciadamente pertenecía a esa estirpe de filósofos estirados que intentan fundamentar todo lo que dicen como si fuera una ciencia, y desde entonces las tonterías que dijo su tío sobre la ignorancia de los pobres tienen para muchos el mismo estatus científico que el teorema de Pitágoras.
Los atenienses desconfiaban sistemáticamente de los oradores que parecieran salidos de lo que hoy llamaríamos una escuela de niños pijos
La parresía democrática en la Atenas clásica
Nada de esto es sorprendente. Lo realmente asombroso es que al final de la Segunda Guerra Médica el empoderamiento de los pobres alcanzase en Atenas unas cotas tan altas que no solo la democracia terminó arrinconando al discurso del Viejo Oligarca, sino que convirtió a la dignificación de la forma de hablar de los pobres en algo parecido a un principio constitucional: la parresía. Este es el verdadero significado político que tuvo este término en la Atenas clásica, una expresión que cuando empezó a circular estaba muy lejos del glamour académico que terminaría adquiriendo en las famosas lecciones de Foucault del Collège de France. No hay más que leer las comedias de Aristófanes para comprobarlo. La parresía, para no andarnos por las ramas, era en primera instancia la garrulería que se le atribuía a la forma de hablar de los pobres, las mujeres y los esclavos (Ar. Th. 540-543). Lo que sucedió es que después de la batalla de Salamina los pobres tomaron conciencia de que gracias a su papel como remeros de la flota se habían convertido en el principal baluarte de la ciudad, y a partir de entonces empezaron a caminar con la cabeza más alta y a exigir que en las asambleas se escucharan sus intervenciones con el mismo respeto y dignidad con el que se atendía a los oradores de rancio abolengo. En este sentido, es muy sugestivo que Judith Butler haya dedicado una de sus últimas intervenciones públicas a la parresía (conferencia impartida en el Hebbel am Ufer de Berlín, y publicada en Sin miedo. Formas de resistencia a la violencia de hoy, 2020), porque lo que hicieron los pobres con esta palabra fue un ejercicio de resignificación similar al que hicieron los activistas del movimiento queer con la palabra que adoptaron de nombre (en español, «rarito»). Butler, sin embargo, no se adentra por este camino, porque su punto de arranque son las lecciones que Foucault impartió en la Universidad de California en Berkeley (cf. Discurso y verdad en la Antigua Grecia, 2004; y también sus lecciones en el Collège de France: La hermenéutica del sujeto, 2002; El gobierno de sí y de los otros, 2009; y El coraje de la verdad, 2010), y aunque estas lecciones son tan jugosas que siguen dando que hablar (y lo seguirán haciendo en el futuro, como demuestra la propia contribución de Butler), el punto de vista de Foucault no refleja el sentido de la parresía histórica. Esto no le quita a su reflexión un ápice de su valor, ni tiene por qué socavar el rendimiento político o filosófico de su conceptualización de la parresía. Simplemente, deja más espacio para pensar un concepto que a diferencia de lo que supuso Foucault no trata de la valentía que tienen los grandes oradores o filósofos cuando se ponen en pie para cantarle las cuarenta al pueblo, sino de la dignidad de la forma de hablar de los pobres y del asombroso acontecimiento de que esta dignidad se convirtiera en uno de los principios políticos más importantes de la ciudad. Esta reconceptualización de la parresía histórica, como espero aclarar en este artículo, tiene muchas cosas que aportarnos a los desafíos del presente y a los debates que han sido abiertos por la propia Butler (entre otros, su intento de repensar la parresía de Foucault en el contexto de los cuerpos, las resistencias y los movimientos sociales).
Filosofía
La 'parresía' o “el discurso valiente”. De Michel Foucault a Judith Butler
La chusma tiene la palabra
Los únicos discursos que han llegado hasta nosotros de las asambleas atenienses son los de los oradores con una formación retórica como Demóstenes o Esquines, pero sabemos que durante toda la época clásica este tipo de oradores convivió con cientos de individuos menos especializados, que intervenían ocasionalmente para proponer iniciativas o iniciar procesos políticos. Muchos de estos oradores (probablemente, la mayoría), tuvieron que utilizar una dicción popular, pero el hecho de que sus discursos no se hayan conservado ha contribuido a transmitir una impresión del clima de las asambleas mucho más favorable a los oradores del tipo de Demóstenes o Esquines de lo que fue en realidad. De hecho, estos oradores se acusaban mutuamente de hablar demasiado bien, y se esforzaban por combinar en sus intervenciones el aparato retórico con un aparente aire de simplicidad. Esto era así porque los atenienses desconfiaban sistemáticamente de los oradores que parecieran salidos de lo que hoy llamaríamos una escuela de niños pijos. Por eso Demóstenes dice de vez en cuando que hablará con parresía, lo que debemos interpretar no como un cambio de registro (Demóstenes no hablaba como los remeros de la flota), sino como una declaración política de que a pesar de ser un escritor profesional de discursos hablará con la franqueza y la dignidad que caracteriza a la palabra del pueblo.
La parresía no era una «palabra de arriba» ('parole d’au-dessus'), como creyó Foucault, sino una palabra de abajo, la de la chusma que poblaba los tribunales, las asambleas y las comedias de Aristófanes
Foucault se dio cuenta de que en la literatura clásica la palabra parresía (y su verbo correspondiente, parresiazomai) podía aparecer, incluso entre los mismos autores, con un sentido positivo o negativo, como muestra el caso de Eurípides, que en las Fenicias se refiere a ella como una pérdida lamentable que sufren los desterrados (390-394), y en el Orestes, como un ignorante ejercicio de palabrería (903-917). Foucault pensó que esta clase de diferencias se debían a que los griegos distinguían entre un uso bueno y otro malo de la parresía, y que esta distinción saltó del campo de la política a la filosofía. La parresía buena se daba solo cuando resultaba peligroso decir la verdad, pero se decía a pesar de todo (como Demóstenes ante la asamblea), porque se tenía la libertad y el coraje de decir la verdad. Mientras que la parresía mala, por el contrario, nunca se jugaba nada, porque era la clase de adulación grosera que utilizaban los demagogos cuando le decían al pueblo las cosas que le gustaba oír. Aparentemente, Foucault no se dio cuenta de que esta interpretación se ponía del lado de los autores como el Viejo Oligarca y de sus homólogos contemporáneos de la prensa salmón, al aceptar que los oradores que asumen las reivindicaciones de las clases populares no solo no arriesgan nada sino que pertenecen invariablemente a la estirpe de los demagogos o aduladores rastreros (populistas, diríamos hoy en día), y que no hay mejor sitio para encontrar a un valiente y un amante de la verdad que entre aquellos que se plantan delante de estas reivindicaciones, diciéndoles a los pobres lo que no quieren oír (básicamente, que cierren el pico y dejen de gandulear en la plazas). Este era el modelo del buen parresiasta para Platón, y si Foucault lo pasó por alto fue seguramente porque a la hora de trazar la genealogía de las prácticas de la verdad sentía que su propia práctica estaba mucho más cerca de la del filósofo que clama contra los excesos de los tiranos o la multitud, que de la práctica de la multitud que clama contra los excesos de los filósofos o los tiranos. Para no tirarme piedras contra mi propio tejado, diré que estoy convencido de que entre los filósofos también se pueden encontrar algunos ejemplos de valentía y amor a la verdad (Foucault, sin duda, fue uno de ellos), pero uno vez dicho esto, la verdadera cuestión es si lo que nos dicen estos ejemplos es un buen calibrador del sentido histórico de la parresía democrática. La respuesta es un no rotundo. Entre otras razones, porque resulta completamente inviable que la democracia ateniense se hubiera descrito a sí misma con una palabra que estuviera destinada a ensalzar el comportamiento de los filósofos o los líderes políticos. La parresía no era una «palabra de arriba» (parole d’au-dessus), como creyó Foucault, sino una palabra de abajo, la de la chusma que poblaba los tribunales, las asambleas y las comedias de Aristófanes, una bulliciosa multitud mucho más aficionada a los cantos y las danzas que a los tratados de filosofía.
La parresía de los cuerpos y las palabras
Polibio escribió que la democracia ateniense fue el más puro sistema de isegoría (el derecho a la igualdad de palabra) y parresía (el derecho a la dignidad de todas las palabras) (Plb. 2.38.6). Obviamente, estaba equivocado. El sistema tenía las manos manchadas por el sufrimiento, la explotación y la humillación de muchas personas, fundamentalmente, mujeres y esclavos. Por eso hay que darle la razón a Castoriadis cuando dijo que la democracia ateniense no puede ser ningún modelo para nosotros, pero sí una semilla de la que puede brotar una nueva creación histórica. En este sentido, la parresía democrática es una fuente de inspiración para los que defienden la dignidad de los cuerpos y las palabras. Porque no se trata solo del valor que este concepto implica para los que defienden la dignidad de la palabra de los de abajo, sino también la de los cuerpos, dado que cada vez resulta más difícil ocultar que el sistema que amenaza con devorarnos se nutre tanto de la explotación como de la humillación de los cuerpos. Al igual que ocurre con las palabras, hay cuerpos de arriba y cuerpos de abajo. Y no serán los cuerpos de arriba los que nos muestren el camino de la dignidad, sino los feos, cojos, contrahechos, balbucientes y miserables cuerpos de abajo. Será Tersites, y no Odiseo, el que nos muestre el camino de vuelta a casa, como hizo Sylvia Rivera en los disturbios de Stonewall. La dignidad no es solo la esperanza de la palabra, sino también, del cuerpo.
(Artículo elaborado en el marco de una ayuda Margarita Salas, financiada por el Ministerio de Universidades y la Unión Europea «Next Generation EU»).
Filosofía
Tersites en el siglo XXI: el silencio plebeyo en las sociedades mediáticas
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Me parece un buen artículo, por lo que te felicito. Ahora bien, pese a que intentes salvar la postura de Foucault, queda claro que se equivocó con la parresía, como se equivocó con otros conceptos; por ejemplo, su categorización de la homosexualidad. Saludos.
Muy buen artículo. En España, sin embargo, no parece que tengamos ese problema de cómo recuperar la dignidad de la palabra, porque la derecha política, que dice representar la "buena educación", ha hecho del insulto su modo de comunicarse, y no para dignificar el lenguaje popular, sino para expresar que también ese lenguaje le pertenece.