Nuestra violencia es ser, estar, existir. Sería pacífico no ser, no estar, no existir: dejarse absorber por la vorágine de sinsentido que es la metrópolis y pasear de cola en cola como zombies. De la cola del súper a la del paro y de allía la del bús... Pero decidimos existir. Existir le pese a quien le pese, existir para hacer la guerra a esta vida gris a la que decimos no. Existir para estar juntas bajo la lluvia entre contenedores en llamas, para celebrar la vida a ritmo de reggaetón y con sabor a sal, a kebab, a freeway y a toblerone mangado del aeropuerto.
Nuestra violencia es amarnos, aceptar la totalidad del otroExistir sin estar aquí para producir riqueza para otros, ni para complacer los deseos de ningún machote con aspiraciones de poder. Nos hemos acostumbrado a que nos tilden de gente violenta. Violenta por buscarnos una casa y negarnos a tener que esclavizarnos para pagar un alquiler. Somos gente violenta porque nos juntamos y expulsamos a fachas engominados que vienen a nuestros barrios a explicarnos los problemas que ni entienden, ni han sufrido, ni sufrirán jamás. Gente violenta porque, después del asesinato de un vecino del barrio, tras una persecución policial, nos enfrentemos a la policía con toda la rabia y el odio del que somos capaces de dotarnos
colectivamente.
Nos han condenado a una vida atravesada completamente por la violencia. Una violencia que no solo tiene la forma de los golpes y patadas de la BRIMO contra quiénes van a parar un desahucio, o del racismo institucional que sufren los manteros cuando son perseguidos por los guardias. Una violencia que se manifiesta día tras día, en diferentes momentos y situaciones. Que no cesa y se ejerce casi sin darse cuenta. Precisamente, el hecho de no ser conscientes de ello, no nos desgasta, ni nos hace sentir mal. La ejercemos como si se tratase de una cosa de lo más común. Y ese quizá es nuestro mayor problema, el no darnos cuenta de que somos una parte activa y necesaria de esa violencia que caracteriza al tiempo que nos tocó vivir. La misma en torno a la cual, y en contra a la cual, hemos levantado nuestras vidas en común.
Nuestra violencia es estar siempre juntas, en cada momento.Pero también tenemos que reconocer una cosa: que de tanto soportar, hemos aprendido a utilizarla. Quizá no todo lo que nos gustaría. Quizá cuando la utilizamos, no escojamos bien el momento. Quizá, cuando elegimos bien el momento, nos bloqueamos por el miedo. Y es normal. No seremos capaces de despojarnos de este miedo hasta que sintamos que esa pulsión violenta, en ese momento, en esa situación, es compartido por tu gente, por la gente a la que quieres, pero también por la que no conoces y con el que solo compartes una cosa: un enemigo común. Si algo hemos aprendido de Arya Stark es que no es tanto una cuestión de cantidad, como más bien atacar a quién nos ha jodido, en el momento preciso.
Finalmente, creemos haber entendido por qué somos violentas. Nuestra violencia es estar siempre juntas, en cada momento. Porque para nosotras “estar” significa compartir. Como decían unos viejos religiosos hace ya 500 años: “Omnia sunt comunia” ("todo es común"). Nuestra intencionalidad no se aleja mucho de esto hoy en día.
Nuestra violencia es amarnos, aceptar la totalidad del otro. Desearnos juntas, celebrando las victorias y conspirando tras las derrotas.
Nuestra violencia es nuestra heterogeneidad, la diversidad de nuestra comunidad. No queremos vidas homogéneas, queremos conectar la diversidad de las formas de vida para hacer la guerra.
Nuestra violencia es ser pobres pero también piratas. Robar juntas por el placer de compartir. Ocupar viviendas de los que nos joden, para habitar sin pagar. Dejar de trabajar, para poder vivir.
Nuestra violencia es desear el nuevo mundo.
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