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La vida y ya
Una olla puesta al fuego
No sé si siempre fue así. Lo de pensar que es más importante acumular posesiones que amistades. Hay investigadoras e investigadores que piensan que no, que durante gran parte de la historia de la humanidad las personas compartían como una manera de entender la vida. Como la manera de relacionarse. Que fue la propiedad privada lo que disparó el acaparar en vez de repartir y con ello las desigualdades.
Ahora siguen existiendo comunidades en distintas partes del planeta que se rigen por esos patrones culturales en los que dicen menos “yo” y más “nosotras y nosotros”. Muchas tratan de que se escuche su voz directamente salida de sus gargantas. Sin que nadie la tome por ellas. Muchas pensamos que es de ellas de quienes tenemos que aprender en este escenario de crisis climática.
Creo que hay algo de eso que perdura no sólo en esas comunidades. Que aparece en lugares donde ocurre la solidaridad verdadera, esa que se basa en dar lo que necesitas y no lo que te sobra. Ocurre en los barrios donde las casas tienen grifos que siempre gotean y hay que turnarse las sillas y las camas entre los habitantes. Casas donde el futuro se puede ver en la olla puesta al fuego en la que, según el día, hay algo que echarle o no.
Quizás ahora, en pleno escenario de crisis climática, tenga un profundo sentido esforzarnos en contar estas historias. Las que hablan de que en nuestra esencia está más el cooperar que el competir
Hace poco me prestaron un cuento que se llama “Los náufragos de Tonga”. En él se cuenta la historia de seis chicos, de entre 13 y 16 años, que naufragaron en el Pacífico después de haberse escapado del internado en el que vivían y se salvaron porque llegaron a una isla muy solitaria e inhóspita en medio del océano. Sobrevivieron ahí durante quince meses, después de los cuales un barco los rescató cuando ya todo el mundo los había dado por muertos. Cuentan que sobrevivieron porque cooperaron y se ayudaron y buscaron una forma no violenta de resolver los conflictos durante todo ese tiempo. Cuentan que les salió de manera natural ayudarse y cooperar.
Al leer esta historia es inevitable pensar en el libro El señor de las moscas, una historia de ficción que habla de que la esencia del ser humano es mezquina mediante la narración de un grupo de chicos que naufragan en una isla y acaban con algo más fuerte que tirarse los trastos a la cabeza.
He hablado con varias personas que leyeron este libro en distintos momentos de sus vidas y a todas les pasó lo mismo que a mí. El desasosiego, la angustia de pensar que los humanos somos así. Es casi inevitable pararse a pensar por qué hay mucha más gente que conoce la historia de El señor de las moscas, que es ficción, que la historia de los supervivientes de la isla de Tonga, que sí ocurrió en realidad.
Quizás ahora, en pleno escenario de crisis climática, tenga un profundo sentido esforzarnos en contar estas historias. Las que hablan de que en nuestra esencia está más el cooperar que el competir. Las que visibilizan los millones de personas que están movilizándose para conseguir caminar por el planeta pisando más suave. Las que muestran que por cada gobierno que firma un acuerdo con otro para reforzar las fronteras que asesinan a personas, hay gente que se junta para apoyar a las migrantes en su viaje.
Las que hablan de que hay gente (a menudo la que menos ha acumulado, a menudo la que considera a la naturaleza como algo que hay que venerar) que sabe que el camino, no sólo para sobrevivir sino también para tener ganas de bailar, pasa, necesariamente, por compartir lo que está dentro de la olla puesta al fuego.
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Los que estudian la conducta humana, psicólogos, antropólogos, biólogos, saben que el ser humano no es malo por naturaleza. Es lógico: no tiene ninguna ventaja evolutiva ni adaptativa. ¿Por qué la naturaleza crearía una especie “mala”? No tiene sentido. El antropólogo Marshall Sahlins publicó un ensayo llamado Economía De La Edad De Piedra, donde niega incluso la invención del trueque. La gente no intercambiaba: compartía. La idea de que el ser humano es malo por naturaleza, procede del Judeocristianismo, una de tantas expresiones del Patriarcado, y la base de nuestra cultura occidental. El Patriarcado aparece con la invención de la agricultura, la ganadería y la propiedad. Al cambiar los medios de producción, hubo que cambiar la cultura (léase Marvin Harris). A nuestro sistema económico-político, le viene muy bien hacernos creer que somos malos por naturaleza, y que solamente por miedo al castigo podemos convivir. Pero es falso.