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Aquel 14 de marzo, miércoles, Stephen Hawking había muerto en la otra cara del mundo, mientras yo llevaba apenas dos días en Montevideo, casi el doble de lo que había tardado en llegar allí durmiendo en aeropuertos y haciendo escalas desde México.
Hacía cosa de una semana me había acostumbrado al modo analógico, desde que mi móvil decidió autoinmolarse y llevarse consigo parte de mis notas y escritos, así como fotos y vídeos de baja resolución. Volví a normalizar en mi día a día preguntas obsoletas como pedir la hora, tomar direcciones, saber del lugar más cercano para tomarme algo... y fue precisamente así, en una cafetería, entablando conversaciones con gente local que se percataban por mi acento de dónde venía, cómo por casualidad me informé para encontrarme con un viejo conocido.
Me dijeron que paraba mucho por un pequeño restaurante cerca de su casa, algo apartado, al oeste, por la Ruta 1 vieja, la que lleva a Colonia. Escribí en mi libreta los escasos datos que me dieron y motivado por la idea de verme con él, esa misma mañana fui a la parada del autobús.
El pequeño inconveniente fue que el dato del kilómetro en el que tenía que parar no era correcto, y bajé en medio de la más absoluta nada para darme cuenta que me había equivocado. La poca gente con la que me crucé no había oído en su vida el sitio ni la dirección a la que me dirigía, hasta que di con la persona adecuada, que me indicó la manera de enmendar mi error tomando un segundo colectivo. No estaba tan lejos de mi destino.
Era mi último día en el país y contaba con el dinero justo para el autobús de vuelta al centro de la ciudad, pero con el nuevo plan, ahora tendría que usar uno de los dos billetes impecablemente nuevos que me había guardado de recuerdo de Uruguay: uno de 100 pesos y otro de 50 (un recuerdo de un valor total de unos cuatro euros).
El segundo bus me deja a una caminata de unos veinte minutos del sitio. Ya casi estaba, era cuestión de atravesar un camino largo que me dejaba a la altura convenida en la Ruta 1. Así pues, iba caminando por un lado de la carretera, bajo un sol abrasador, cuando a la mitad del camino me crucé con un adolescente que se preocupa de manera sospechosa por saber si me he perdido. Le digo que voy a la Ruta 1 y me indica que voy en la dirección equivocada, pues la manera de llegar es por el camino de nuestra izquierda. Claramente, me quiere sacar de la carretera y robarme... pero abandoné cualquier mínima preocupación por improbabilidad: era de día, no paraban de pasar coches y sobre todo, estaba ante un chaval frágil de apenas dieciséis años, que poco podía hacer en semejante contexto, pensé.
Hablo con él afablemente, haciéndole saber que no necesito ayuda. Entonces, todo el baile de máscaras que fue nuestra breve conversación sinsentido se vio interrumpido por el filo de una navaja apuntándome a la cara: dame todo o te mato aquí mismo. Mierda, ¿en serio? Ya que parecía bastante nervioso, me vi en una posición negociable y acordé con él darle mi dinero, nada más. Abro la cartera y le doy la microfortuna de mis dos relucientes billetes.
Al menos no ha visto debajo de los tickets del súper mi billete de la suerte de dos dólares, eso hubiera sido una pérdida. Era ridículo, le tuve que explicar por qué no tenía móvil y antes de que me preguntase, advertido por sus ojos, por el bulto que forma la cámara compacta en mi bolsillo derecho, crucé a la mitad de la carretera, parando a un taxi. El chaval desapareció y explicándole la situación al conductor, pudo acercarme un poco más al destino y caminar el otro poco que faltaba.
El restaurante estaba cerrado. Había ido hasta allí para nada. Pero no estaba todo perdido, recordé que me dijeron que su casa estaba al final de esa calle. No había nada que perder, caminé hasta llegar a una señal de stop con un cartel escrito a mano: “Disculpen. El senador Pepe Mujica no puede recibirlos por falta de tiempo. Gracias”. Nunca sabes lo que la gente está dispuesta a dar por el simple hecho de pedirlo, así que había que aplicar la premisa y hablé con el guarda de seguridad de la entrada, que me hizo esperar sentado en un neumático bajo una sombra.
La espera duró poco y en escasos minutos me dijo que podía entrar a verle. Había creído que era posible desde que monté en el primer bus y ahora que lo había logrado, me parecía imposible. Fue un momento épico. Desde el principio de la conversación fue como si nos conociéramos de toda la vida. Hablamos de nuestros respectivos países, de la sociedad, de la situación actual, de la vida y nuestros objetivos en ella. Fue como hablar en la sobremesa que nunca tuve con el abuelo que nunca llegué a conocer.
Pasado un buen rato, el guarda le hizo saber que había llegado un político con el que tenía una reunión y eso puso fin a la nuestra. Nos despedimos, no sin antes tomarnos una foto con la cámara que había salvado del robo momentos antes.
Agradecido, me despedí del guarda y además de la hora, le pedí indicaciones para tomar cualquier bus a la ciudad. Estaba en medio de una zona rural, así que tuve que caminar hasta la gasolinera más cercana para pagar con mi tarjeta el depósito de alguien con efectivo y de esta manera conseguir dinero para el bus.
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un relato maravillosamente escrito donde expone las vivencias para llegar a ver al senador pepe mujica . Auguro un recorrido periodistico a este J.DECOONER. Que siga publicando sus comentarios sobre vivencias viajeras. Enhorabuena y adewante!