Unidad de destino turístico en lo universal

España se convirtió el año pasado en la segunda potencia turística mundial. Las consecuencias para sus habitantes pasan por una intensa explotación laboral, la expulsión de sus lugares de residencia y la mercantilización progresiva de cada vez más aspectos de su vida.

Hotel de Benidorm
David F. Sabadell Fachada de un hotel en Benidorm.
16 may 2018 06:00

En su distribución mundial del trabajo, el capitalismo parece haber asignado al territorio español el monocultivo del turismo: con 82 millones de visitantes, España se convirtió el año pasado en la segunda potencia turística mundial. Las consecuencias para sus habitantes pasan por una intensa explotación laboral, la expulsión de sus lugares de residencia y la mercantilización progresiva de cada vez más aspectos de su vida.

AIRBNB. Una de las funciones clave del turismo ha sido la expansión de las fronteras del capitalismo. A través del turismo, el capitalismo ha llegado a lugares que permanecían ajenos a las lógicas del mercado o donde estas no tenían demasiada relevancia. Pero esta expansión no ha sido solo en un sentido geográfico. El turismo también ha servido para que el capitalismo colonice esferas de nuestra vida que hasta ahora permanecían fuera de él. Bajo la cobertura ideológica de una supuesta “economía colaborativa”, la precariedad en la que vivimos nos obliga a mercantilizar el asiento de nuestro coche que no va a ser ocupado o la habitación que se queda libre cuando nuestro compañero de piso se marcha un fin de semana. Pero, además, plataformas como Airbnb también sirven para la especulación inmobiliaria tradicional. El 55% de los perfiles de Airbnb en España pertenece a multipropietarios y, de ellos, el 22% tiene más de seis pisos. Empresas como Friendly Rentals gestionan más de 400 pisos en Madrid y Barcelona.

CEMENTO. La construcción y el turismo siempre han estado estrechamente relacionados. La entrada de capitales y turistas promovida por la devaluación de la peseta en los años 90 fue acompañada de la ley del suelo del gobierno de Aznar, que convertía en urbanizable prácticamente cualquier territorio. La oleada de cemento y hormigón barrió toda la costa: en los años de la burbuja se pasó de 6,7 millones de kilómetros cuadrados construidos a 10,2. La burbuja inmobiliaria no podía entenderse sin el turismo: además de la compra de vivienda por extranjeros, la burbuja también era alimentada con la construcción de infraestructuras y de establecimientos hoteleros. Con una fuerte dependencia de los ingresos urbanísticos, los gobiernos regionales y locales competían entre sí para atraer megaproyectos a sus territorios, generando redes de corrupción que permearon toda la economía legal e ilegal de la zona. La lavadora de dinero marca Marina D’Or funcionaba a toda máquina.

EXPLOTACIÓN. La industria turística está ligada desde sus inicios a grandes dosis de explotación laboral. La estacionalidad, las jornadas intensivas, las malas condiciones de trabajo y los sueldos reducidos han sido una constante en el sector desde el principio y se han incrementado en la última década. A pesar de que el número de turistas se ha multiplicado exponencialmente, sectores como el de la limpieza de habitaciones han denunciado una bajada de los salarios y un incremento abusivo de la carga de trabajo a partir de 2008, con la excusa de la crisis. Además, los cambios introducidos en la industria por servicios como Airbnb hacen cada vez más difícil reconocer el trabajo que hay detrás. Las relaciones laborales y de clase son complicadas de detectar a medida que aumentan la segmentación y diversificación del sector.

FRANQUISMO. Todo esto empieza con Franco. En 1962, el Banco Mundial ofrece financiación al régimen franquista a cambio de que sienten las bases para las inversiones turísticas en el país. El encargado de llevarlo a cabo será Manuel Fraga, que en muy poco tiempo convierte al turismo en la mayor fuente de ingresos del Estado. Los visitantes se multiplican en solo unos años y España se sitúa como uno de los principales destinos del mundo, una posición que ya no abandonará. La rapidez de la consolidación del modelo es fácil de explicar: la construcción desenfrenada de hoteles en la costa se financia con los maletines llenos de marcos que los operadores alemanes hacen llegar a los empresarios españoles con la connivencia del régimen. Las bases del modelo turístico español ya están claras: se urbaniza de forma masiva la costa, el Mediterráneo y los archipiélagos se fijan como destinos principales, el Estado se encarga de construir las infraestructuras necesarias y aparecen las grandes cadenas hoteleras financiadas con dinero de procedencia poco clara.

GIL. Los años 90 suponen una aceleración sin precedentes de la construcción. La entrada de una gran cantidad de capitales extranjeros como consecuencia de la devaluación de la peseta son invertidos en la industria inmobiliaria y turística. Se acaba de fijar de forma definitiva el papel que va a ocupar España en la distribución de funciones que realiza el capitalismo: playa y ladrillo. Marbella se convierte en el paradigma: gobiernos corruptos que funcionan con redes clientelares, construcción desenfrenada y un modelo turístico basado en los grandes hoteles y el todo incluido. Jesús Gil se baña en su jacuzzi mientras el capitalismo descorcha la botella de champán. Se construyen un millón de plazas hoteleras, alcanzando un total de tres millones, y los hoteles de lujo saltan de la costa a las grandes ciudades, donde se convierten en piezas clave de las políticas gentrificadoras urbanas.

HOTELERAS. Las grandes cadenas hoteleras españolas, surgidas durante la dictadura, experimentan un crecimiento exponencial a partir de los años 90. La entrada de capitales extranjeros, procedente sobre todo de operadores turísticos internacionales, se combina con la inversión de entidades financieras españolas. A finales de la década, las grandes cadenas controlan ya la mitad de las plazas turísticas y han iniciado la conquista de nuevos territorios en el Sur global, que no por casualidad coinciden con las antiguas colonias españolas. El proceso de concentración de la oferta turística continúa sin descanso durante las décadas siguientes. En 2017, las grandes cadenas han pasado a controlar ya el 70% de las plazas hoteleras en España y disponen de 226.000 habitaciones en el exterior, lo que supone un tercio del total de su negocio.

MONOCULTIVO. El turismo se ha convertido en la forma específica que adquiere el capitalismo en muchos lugares del Estado, sobre todo en la costa mediterránea y en los dos archipiélagos. El monocultivo del turismo condiciona todos los aspectos de la vida en el territorio, actuando además como un laboratorio de pruebas para el capitalismo. No es casualidad que las primeras personas que trabajaron para una ETT en el Estado español lo hicieran en un hotel de Palma o que en Ibiza se oigan ya voces que piden que los hoteles se encarguen de construir viviendas a sus empleados, en una regresión a los barracones para trabajadores del siglo XIX.

TURISTIZACIÓN. La expansión de la frontera turística actúa como una forma de colonización capitalista de las periferias. El turismo de masas nace en los años 50, a la vez que el proceso de descolonización: las metrópolis abandonan las colonias sobre el papel, pero mantienen sus intereses económicos y continúan acumulando capital por desposesión. La vivienda, el trabajo y las relaciones sociales de los habitantes del territorio pasan a estar condicionadas por el turismo, que les desplaza de los lugares donde residían y les obliga a ser explotados en la única industria existente, a la vez que mercantiliza producciones culturales como la gastronomía o las festividades. 

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