Opinión
Los “cuqui-bolardos”
Los bloques de hormigón que el Ayuntamiento logroñés tiene colocados en varias calles céntricas han aparecido pintados representando la bandera local. Una cucada para cierto sector de la ciudad, una cursilada para otro más numeroso, el caso es que ahí están, y me ha dado por pensar sobre ello.

Los bolardos, nuestros esforzados guardianes de la civilización occidental, han venido para quedarse. Al menos en Logroño. No de otra forma cabe interpretar la decisión de algún espíritu sensible y con mando en plaza de adecentar su sobrio uniforme, pasto de suciedades callejeras de distinta naturaleza.
Los “cuqui-bolardos” son la cronificación de un fenómeno en principio excepcional.
La verdad es que después de varios meses no tenían una pinta muy lucida; por decirlo claro, quedaban feos ante las visitas. Además, ese blanco hormigón invita a pintarles unas rayas color granate, sugiriendo así con ello la bandera municipal. Nacen así los “cuqui-bolardos”, genuinos aspirantes a hacerse con el hueco dejado en la memoria colectiva por los Ositos de Gominola, una intervención artística realizada en la Gran Vía hace diez años que devino en homenaje al nepotismo, al mal gusto y a la puerilidad, todo junto en el mismo pack.
Los “cuqui-bolardos” son la cronificación de un fenómeno en principio excepcional. A primera vista, tales obstáculos tienen la misma funcionalidad en una ciudad del siglo XXI que una muralla medieval, es decir, que poco o nada pueden añadir a la seguridad. Atropellos masivos como los de Niza o Barcelona simplemente fueron otra modalidad terrorista de sembrar el pánico, ni la única ni la más generalizada.
Es cierto que en su momento los elementos de contención urbana contribuyeron a sostener lo que se conoce como paz social. La histeria generada por el atentado de las Ramblas de agosto del año pasado se canalizó en un fervor inusitado por los elementos de contención urbana, alimentado muy a lo loco, sin una reflexión previa sobre potencialidades y riesgos. Se imponía que toda ciudad, toda arteria y todo festejo que se preciaran, colocasen sus correspondientes bolardos, jardineras y maceteros para poder respirar con calma.
Pero no siempre había detrás una amenaza fehaciente, como apunta el hecho de que en Logroño no se instalaron de manera inmediata, sino durante las fiestas de San Mateo; que se hayan mantenido después indica que su permanencia se debe a otras motivaciones ajenas al peligro terrorista.
En principio la colocación de los bloques de hormigón en las zonas de bares es una forma de impedir la circulación en las horas de más afluencia, lo cual es una buena medida para evitar el paso de conductores despistados o perjudicados, pero que termina revelándose mala en ocasiones de emergencia, al congestionar las posibles salidas.
Puesta en duda su practicidad, se impone el factor psicológico. Los bolardos nos hacen recordar los atentados de Cataluña y nos transmiten cierta sensación de seguridad, aún y cuando las asechanzas que ensombrecen nuestra cotidianidad tienen poco que ver con el yihadismo y la geopolítica del Medio Oriente.
Pero, si los “cuqui-bolardos” hacen de Logroño una ciudad segura, la sitúan también en el mapa. Junto con el resto de capitales, Logroño está preparada para hacer frente a la hipotética contingencia de un conductor kamikaze. Fantástico. Otro tanto más un Ayuntamiento previsor que vela por la ciudadanía.
Ahora bien, a ver qué improvisan si de repente cunde el miedo a que se nos caiga el cielo encima.
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