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Ruido de fondo
Actor, autor
San Sebastián parece indicar que la importancia de los intérpretes en la cultura y el negocio que representan los festivales de cine va más allá de garantizar la atención de los medios y el aplauso de la cinefilia de base.
Uno de los cambios más interesantes en lo que toca a las estrategias comunicativas y publicitarias del Festival de San Sebastián ha sido el reemplazo en sus carteles oficiales de las tres últimas ediciones de los diseños alegóricos por la simple presencia de estrellas de cine. En 2018, Isabelle Huppert. En 2019, Penélope Cruz. En 2020, Willem Dafoe. Es probable que la decisión tenga el objetivo de crear una imagen especialmente icónica del festival en una época saturada de signos audiovisuales que compiten por llamar nuestra atención; pero, por otra parte, supone un reconocimiento a la labor de los actores y las actrices en un ámbito, el de los certámenes cinematográficos, que tiende aún hoy a cifrar la autoría de las películas —y su consiguiente programación— en sus realizadores.
San Sebastián parece indicar que la importancia de los intérpretes en la cultura y el negocio que representan los festivales de cine va más allá de garantizar la atención de los medios y el aplauso de la cinefilia de base: alfombras rojas, ruedas de prensa abarrotadas, peticiones de autógrafos... Actrices y actores son la puerta de entrada a la inmensa mayoría de las películas. Sus rostros funcionan como guías emocionales de lo que se nos cuenta, y sus cuerpos como proyecciones de los nuestros; en sus movimientos fantasmales sobre la pantalla sublimamos nuestros deseos y nuestras limitaciones. Sin embargo, su papel agencial en la ficción y fuera de ella se continúa reduciendo con frecuencia a sus efectos en la superficie de las imágenes. Las corrientes profundas que otorgan todos sus sentidos a esa impresión visible no suelen debatirse excepto en los campos del ensayo especializado y la academia.
Un ejemplo pionero de ese interés de los expertos por el tema es El estrellato: el fenómeno de Hollywood (1970), del crítico británico Alexander Walker. Walker examinaba en su libro cómo el actor y, en particular, la estrella de cine —que no siempre es lo mismo que el actor y en ocasiones funciona de modo antagónico—, encarnan ideales de proyección y ensueño; pero, además, sus figuras son símbolo de las tensiones en que se debaten la identidad individual y colectiva en cada contexto sociohistórico. A juicio de Walker, “la imagen cinematográfica del intérprete acaba por fusionarse con la mediática y con su vida real de forma más compleja de lo que podría pensarse. De este modo, incluso si se examina el Hollywood clásico, durante el cual actores y actrices tuvieron un margen estrecho de maniobra a la hora de aparecer en unos y otros proyectos, de la carrera de un actor en su conjunto se infiere una estética y una política del estar en el mundo que trasciende el arquetipo o, en el peor de los casos, el estereotipo en que fue encuadrado por los intereses coyunturales del gran estudio para el que trabajó bajo contrato”.
Así, la reverberación personal o social con un determinado intérprete alcanza el rango de comunión con lo mítico. Entendido el mito, en palabras de Julio Amador, como “expresión depurada de esas imágenes mentales en las que logra cristalizar la estructura explicativa básica de la realidad”.
Entre los investigadores que han seguido la senda de Alexander Walker se cuenta María Adell, profesora y coordinadora del departamento de Film Studies de la Escola Superior de Cinema i Audiovisuals de Catalunya. Adell parte en sus escritos de un “un amor incondicional por los cuerpos, voces, gestos y rostros de las estrellas de cine” y de la convicción —recogida de Serge Daney— de que “el intérprete es agente de mutaciones históricas tanto en nuestro plano de la realidad como en el cinematográfico”. El objetivo de Adell, repensar la historia del cine desde el punto de vista del actor y no del director, es decir, “desde el análisis de la puesta en escena de los movimientos y la gesticulación de actrices y actores”.
Es posible que, de tener más conciencia de su poder, los intérpretes no parecerían estar tan acomplejados como se percibe a veces por su supuesto déficit de autoría creativa en las películas de las que forman parte
Es posible que, de tener más conciencia de su poder, los intérpretes no parecerían estar tan acomplejados como se percibe a veces por su supuesto déficit de autoría creativa en las películas de las que forman parte. Un síntoma de ello podría ser su obsesión por dirigir cuando la popularidad les abre esa puerta; algo convertido hoy por hoy en habitual en el cine estadounidense, sin que suela suponer una aportación muy destacable a las trayectorias de los nombres en cuestión, tal y como evidencian las realizaciones en los últimos años de Brie Larson, Seth Rogen, Jonah Hill, Chiwetel Ejiofor, Olivia Wilde o Max Minghella. Otro síntoma de esta cierta neurosis es el empeño de actores y actrices por hacer valer sus talentos en otras disciplinas artísticas: Jeff Bridges (fotógrafo), Viggo Mortensen (artista multimedia), Lucy Liu (pintora), James Franco (¿qué no practica James Franco?).
En 2020 han fallecido dos intérpretes codificados en buena medida por la industria del cine y la cultura pop, y que muestran cómo esas supuestas limitaciones no han sido determinantes: sus carreras respectivas, largas y al servicio —en apariencia— de muchos realizadores, hacen gala de una personalidad evidente, de aristas psicológicas y sociológicas de largo recorrido.
Los papeles que interpretó De Havilland no se caracterizaron en líneas generales por su bondad, sino por las consecuencias traumáticas que tenía para las mujeres de la época esa asignación coercitiva
La primera, Olivia de Havilland, una de las luminarias del cine clásico, ha sido considerada una y otra vez por la crítica el rostro ingenuo y benevolente del cine de Hollywood, en lo que tienen sin duda mucho que ver sus roles en títulos tempranos tan celebrados como Robin de los bosques (1938), Lo que el viento se llevó (1939) y Como ella sola (1955). Pero, observados con atención, los papeles que interpretó De Havilland no se caracterizaron en líneas generales por su bondad, sino por las consecuencias traumáticas que tenía para las mujeres de la época esa asignación coercitiva. En películas como Vida íntima de Julia Norris (1946) y La heredera (1949), las protagonistas terminan por desechar la sonrisa complaciente que se exigía de ellas, mientras que en otras como A través del espejo (1946) y Mi prima Rachel (1952), su talante en apariencia generoso no tiene más remedio que esconder facetas siniestras.
Son personajes que, en esencia, dan cuenta del carácter inquebrantable por el que se conocía a De Havilland, que la llevó a enfrentarse —y vencer— al estudio que pretendía modelarla como actriz, Warner Bros. Y, al mismo tiempo, se trata de personajes que reflejaron la dificultad para doblegar a las mujeres norteamericanas durante las circunstancias excepcionales que rodearon la Segunda Guerra Mundial.
Tampoco los hombres escaparon a una recodificación de sus programaciones una vez terminado aquel conflicto bélico, como pone de manifiesto el otro gran nombre de Hollywood fallecido en 2020: Kirk Douglas. Como William Holden, Marlon Brando o Burt Lancaster, Douglas no es encuadrable realmente en la efigie masculina pétrea del Hollywood clásico: el hombre alto, delgado y lacónico —Wayne, Fonda, Cooper— cuyos rasgos remitían vagamente a los padres fundadores estadounidenses y a un espíritu íntegro y laborioso. Tras la Segunda Guerra Mundial, ese modelo cede el paso al del hombre musculado, violento y, curiosamente, al borde una y otra vez del ataque de nervios; una histeria en la que cayeron sin complejos James Dean o Montgomery Clift.
Douglas forja ese perfil agresivo a lo largo de los años 50 en El ídolo de barro (1949), Cautivos del mal (1952), El loco del pelo rojo (1956), Senderos de gloria (1957) y Espartaco (1960). Su hombría, excesiva y a la vez intelectual y hasta frágil, ha sido un atributo reiterado en sus obituarios y ha dado título a la biografía más reciente —y escandalosa— sobre él: Más nunca es bastante: la masculinidad rezumante de Kirk Douglas, de Darwin Porter y Danforth Prince. Lo interesante es constatar cómo dicha masculinidad, a la que prestaron legitimidad durante décadas artefactos como la revista Playboy —que, curiosamente, también ha desaparecido este año—, muda de signo en apariencia tras la crisis de valores de los años 70; se sofistica a fin de sobrevivir al feminismo de segunda ola y posteriores mutaciones de los 80 y los 90. Y es aquí donde entra en escena el hijo mayor de Kirk Douglas, Michael.
A través de las filmografías de dos actores —para colmo padre e hijo, con todo lo que ello implica— puede trazarse un mapa de la masculinidad hegemónica de los últimos 70 años de una minuciosidad y una contundencia difíciles de encontrar en la obra de cualquier cineasta coetáneo a ellos
En la vida real, Michael Douglas ha reconocido sentirse siempre a la sombra de su padre, algo con lo que también le han martirizado a menudo los críticos. Mientras, en la ficción, Michael ha dado voz insuperable a las ansiedades de la masculinidad de entresiglos en lo que respecta a poder, sexualidad y percepción de las mujeres, a través de una serie de películas clave que integran Tras el corazón verde (1984), Atracción fatal (1987), Wall Street (1987), La guerra de los Rose (1989), Instinto básico (1992), Un día de furia (1993), Acoso (1994), El presidente y Miss Wade (1995) y la muy reveladora The Game (1997). En resumidas cuentas, a través de las filmografías de dos actores —para colmo padre e hijo, con todo lo que ello implica— puede trazarse un mapa de la masculinidad hegemónica de los últimos 70 años de una minuciosidad y una contundencia difíciles de encontrar en la obra de cualquier cineasta coetáneo a ellos. Lo ambicione o no, el actor, la actriz, es autor(a).