Opinión
Tenemos miedo al fuego
Demasiadas veces la cultura es esa torre de marfil que tanto le gustaba a Rubén Darío: el lugar elevado desde el que miramos lo sucio sin mancharnos.
Intento escribir sobre cultura (“Radical es un suplemento cultural”, me repito) mientras el Estado español condena a cien años de prisión a doce líderes políticos y sociales catalanes por poner unas urnas en las mismas calles que todo un pueblo lleva días ocupando para mostrar su rabia (qué hay más legítimo que la rabia de un pueblo) y reclamar el derecho a decidir sobre su propio futuro.
Me doy una vuelta por las redes sociales de escritoras y artistas y la normalidad regresa. Puedo volver a respirar tranquila, quizás buscar un libro, una película (con contenido político, eso sí; con una perspectiva crítica y osada sobre tal o cual tema) y disertar sobre ellos en 3.500 caracteres. Nada de todo esto está pasando: las 179 personas heridas, las 200 detenidas, las cuatro que han perdido un ojo en las cargas policiales —por ahora, en el momento que escribo estas líneas— todas las cárceles del mundo, todas las presas políticas, la violencia del sistema en sus infinitas variantes (judicial, policial, informativa, política,...), el fascismo y su evidente avance, el cinismo que se esconde en quienes hablan de “democracias” en el marco del capitalismo neoliberal. Aquello sobre lo que guardamos silencio mientras compartimos poemas y nos felicitamos las unas a las otras por nuestros premios, libros y recitales se borra, porque lo que no se nombra no existe.
Hay un miedo atroz en nosotras a decir de verdad, a escupirle al sistema, a volvernos realmente incómodas, por si la visibilidad, por si el prestigio, por si el trabajo, por si los recitales encargados por gobiernos del PP, de Ciudadanos, del PSOE
En el mundo de la cultura todas somos moderada y razonablemente de izquierdas: compartimos noticias sobre el cambio climático, las guerras que suceden en otros continentes; firmamos generosas peticiones sobre asuntos sociales y ponemos nuestro dinero para alguna que otra campaña de crowdfunding. Sobre todo lo que está más allá de los límites de ese estrecho concepto de progresía buenista y biempensante, callamos. Hay un miedo atroz en nosotras a decir de verdad, a escupirle al sistema, a volvernos realmente incómodas, por si la visibilidad, por si el prestigio, por si el trabajo, por si los recitales encargados por gobiernos del PP, de Ciudadanos, del PSOE.
Tenemos miedo al fuego: al que prende contenedores y al que se prende en las palabras. Yo misma he sentido ese miedo. Yo misma, militante anticapitalista e independentista andaluza, me he escindido en dos, he separado mi realidad política de mi imagen de autora. La cultura nos sirve de parapeto, de pretexto, de coartada. Demasiadas veces la usamos como un dique capaz de contener aquellas realidades en las que sabemos que podríamos ahogarnos. Un muro que impide que la vida se desborde y nos arrolle, arrastrándonos consigo. Demasiadas veces la cultura es esa torre de marfil que tanto le gustaba a Rubén Darío: el lugar elevado desde el que miramos lo sucio sin mancharnos.
Llevo muchos años apostando por un arte que diga la herida, lo roto, que señale esa mancha que somos desde su mismo centro, pero hay días en que pienso que incluso eso es una madriguera, una forma cobarde de esconderse. Además del trabajo en la cultura, tiene que haber una militancia real, una resistencia colectiva: asambleas, compañeras, acciones en las calles, nuestros cuerpos expuestos; nuestros cuerpos como campo de batalla.
Hay quien confunde escribir con militar, opinar con militar, y cree estar en paz por decir unas cuantas palabras (cuidadosamente escogidas para no molestar más de la cuenta a quienes mandan). Hay quien cree que sus palabras la salvan, que ese decir suyo, que no es más que una lluvia muy fina, es suficiente, la exime de estar donde las otras se queman. Tenemos miedo al fuego, pero las llamas se extienden y a veces arder es lo único honesto. Tenemos miedo al fuego y ha llegado la hora de perderlo.
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