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Israel
La mordaza global del Estado de Israel
El autor viajó de manera privada a Jerusalén y un soldado le comunicó de forma verbal que el Estado de Israel le denegaba la entrada tras pasar casi siete horas detenido
El pasado tres de enero intenté entrar en Jerusalén a través del paso fronterizo del Valle del Jordán, un punto administrado por las autoridades jordanas e israelíes. Mientras que nadie me puso ningún problema durante los controles de salida de Jordania, al llegar a la parte de la frontera controlada por el Estado de Israel, dos agentes de seguridad, tras ver mi pasaporte y hacerme un par de preguntas rápidas, me condujeron a una sala privada en unas instalaciones separadas de las que normalmente utiliza para cruzar el resto de personas, en su mayoría familias palestinas.
Esos dos agentes se llevaron mis documentos para, según ellos, “hacer algunas comprobaciones”. Mientras, otras dos personas que se negaron a darme sus nombres y se identificaron simplemente como personal de seguridad, me interrogaron durante cerca de una hora. En ese interrogatorio me preguntaron por todo tipo de aspectos relacionados con mi vida personal, por mis opiniones y militancia política y mi trabajo de asesor en el Parlamento Europeo. Disponían de información sobre mí que yo no les había proporcionado -como un viaje a Líbano en 2016 y reuniones y encuentros que he mantenido con representantes de organizaciones de izquierda y de movimientos sociales del mundo árabe en los últimos años-, algo preocupante dado que muchos de estos datos no habían sido publicados en medios ni redes sociales.
Terminadas las preguntas me pidieron ver la agenda de contactos de mi teléfono móvil y fueron comprobando y anotando uno a uno todos los números de Oriente Medio que tengo guardados. Después quisieron ver mis fotos, pero me negué. En todo momento dejé claro que se trataba de un viaje privado a Jerusalén, y que, a diferencia de otros viajes anteriores a Palestina, no iba a desarrollar ninguna actividad política.
A continuación, me trasladaron a otra sala, donde permanecí durante seis horas, hasta que un militar vino a buscarme y llevarme a un autobús que me trasladaría de vuelta hasta el lado jordano de la frontera. Este soldado me comunicó que el Estado de Israel me denegaba la entrada y pese a que solicité de forma insistente que se me comunicara por escrito y de forma razonada esta decisión, se negó. Hasta que no estuve sentado en dicho autobús, no me devolvieron el pasaporte y en ningún momento se me permitió hacer fotos o grabar vídeos. En la práctica, estuve detenido casi siete horas sin que se me explicaran los motivos y se me entregara ninguna notificación oficial.
La libertad de movimiento es un derecho fundamental que demasiados estados incumplen cada día. Un ejemplo de ello lo encontramos en las políticas racistas de la Europa fortaleza, que haciendo suyos los objetivos políticos de la extrema derecha, deja morir a miles de personas en el Mediterráneo. Las políticas migratorias y de asilo del Estado de Israel para quienes vienen de fuera -como los eritreos o sudaneses que llegan a través de Egipto- son muy similares a las de la Unión Europea, pero además practican un régimen de apartheid que limita completamente la capacidad de movimiento de la población original del territorio sobre el que se funda el estado.
Desde la Segunda Intifada, el Estado de Israel ha implementado una política de dividir administrativamente los territorios ocupados en tres zonas diferentes y, dependiendo de la zona de residencia, establece categorías de personas con diferentes derechos. A esto hay que sumarle por un lado la anexión ilegal de Jerusalén en la década de los ochenta, que impide que ningún palestino de los territorios ocupados visite la ciudad que la comunidad internacional reconoce como su propia capital y, por otro, el bloqueo criminal al que las autoridades israelíes someten a los dos millones de habitantes de la Franja de Gaza. Los Acuerdos de Oslo dicen que la Franja de Gaza y Cisjordania son una entidad territorial que no puede dividirse, pero en la práctica no existe posibilidad alguna de moverse entre ambas partes de un territorio que debería estar bajo la Autoridad Palestina. De esta forma, las y los gazatíes no pueden salir de ese territorio -el más densamente poblado del planeta-, que está sometido a la agresión permanente del Ejército israelí.
Sumemos a esto la realidad de los más de cinco millones de refugiados y refugiadas palestinas que viven diseminados por Oriente Medio y que no pueden poner pie sobre la tierra a la que, de acuerdo a la legalidad internacional, tienen derecho a retornar.
Aquel día en el lado jordano de la frontera estuve charlando con un hombre al que también habían denegado la entrada de forma aleatoria cuando pretendía acompañar a su mujer e hijas a visitar a unos familiares. También con un anciano que fue expulsado de su pueblo durante su infancia, pero que aún ve cada día lo que queda de él desde el lado opuesto del río Jordán, con la certeza de que nunca podrá volver.
La impunidad con la que el Estado de Israel incumple sus obligaciones internacionales se ha convertido en algo habitual y, por tanto, podría no sorprender, pero no podemos olvidar las consecuencias directas que tiene sobre la vida diaria de millones de personas. Entre los cómplices más relevantes de esa impunidad y sus consecuencias están las máximas autoridades de Bruselas, quienes aunque cada cierto tiempo hagan declaraciones genéricas sobre la importancia de materializar el Estado Palestino, mantienen unas relaciones económicas privilegiadas con el Estado de Israel y colaboran con él en toda clase de negocios, incluida la industria de la seguridad. Además, le dan el soporte político necesario para que en el escenario político internacional se olvide su naturaleza colonial y sea aceptado como un actor más.
En este contexto, y azuzado por el reconocimiento de EEUU hacia Jerusalén como su capital, el Estado de Israel ha dado un paso más allá con la publicación de una lista negra que veta a veinte organizaciones de orígenes o con fines muy diversos. Así, podemos encontrar organizaciones de solidaridad con el pueblo palestino; asociaciones pacifistas que no tienen esta causa entre sus principales actividades; organizaciones que promueven el boicot, desinversiones y sanciones (BDS) al Estado de Israel; e incluso organizaciones de personas judías que se oponen a las políticas de apartheid israelíes. Once de las organizaciones de este listado tienen sede en Europa, y Tel Aviv ha anunciado que no permitirá la entrada a personas con vínculos directos con ellas.
Al Estado de Israel le molestan tanto las voces críticas que ha decidido aplicar una mordaza que impide expresarse al movimiento global de resistencia contra sus políticas. Pretenden seguir aplicándolas, e incluso hacerlas cada vez más agresivas, pero ahora sin testigos. Ante este ataque frontal a derechos teóricamente consagrados en la UE y que afecta directamente a sus ciudadanos y ciudadanas, los dirigentes comunitarios sólo han respondido con más silencio. Incluso cuando el ataque se puede considerar extraterritorial y se da en la propia Unión Europea.
La creación de esta lista negra forma parte de un proceso de criminalización de la solidaridad internacional y del BDS, que son herramientas de resistencia legítima y pacífica. En el Estado español tenemos el ejemplo de las activistas valencianas que están siendo procesadas por un presunto delito de odio tras boicotear la participación del rapero Matisyahu -cuyas letras defienden abiertamente la colonización de Palestina y la violencia sionista- en el festival Rototom el verano de 2015. Y no cabe duda de que el Estado de Israel promueve estas medidas represivas porque saben que son mecanismos de presión que pueden tener éxito.
Pero si ningún gobierno ni autoridad de la UE levanta la voz ante esta arremetida contra derechos que están recogidos en nuestras propias legislaciones, ya no podemos hablar de connivencia, sino de una responsabilidad activa en la aplicación de la mordaza que el Estado de Israel pretende imponer a escala global para acallar a quienes denuncian sus crímenes.