Opinión
Porque es sábado en Cambil
En el mercado crecen los puestos de frutas. Un vendedor acarrea melones en una carretilla y se ofrece a llevarlos a la casa de quienes los compran. En un altavoz suenan las canciones del verano de hace 40 o 50 años. Quiero que el recuerdo de Cambil una mañana de sábado sea tan solo este.

Cada mañana de sábado contiene la promesa de un tiempo libre, sin horarios ni obligaciones, sin pantalones largos. En la localidad de Cambil (Jaén), en las faldas de la sierra de Mágina, esa promesa sabatina llega acompañada de un mercado junto al río. Los puestos de melones, zapatos, aceitunas y de toda la gama esperable en un mercadillo son desplegados con calma por sus propietarios en una ceremonia de listones, escuadras y telas de sombra. No sé si los mercados de fin de semana han sido ya reconocidos como patrimonio inmaterial de la humanidad, pero quizá son su definición exacta: un bien colectivo difícil de capturar, cuajado de ritos no escritos, conversaciones breves, olores reconocibles y deseo de agradar.
Desde la perspectiva del viajero de paso, Cambil sorprende por su situación: se diría que el pueblo ha crecido acariciando un terreno abrupto, de pequeñas montañas verticales, un lugar en el que el agua busca y encuentra su espacio. En ese terreno, la casa que se alza en la curva que forma la unión de la calle del Carmen y la calle Moraleda resume la mezcla entre la naturaleza y lo construido: la piel de la roca se funde con el encalado de la casa; es difícil discernir dónde empieza una y dónde termina la otra.
Después de visitar el mercado, me detengo en esa curva. Avanza la mañana de un sábado de agosto. “Tira, hombre. Te faltan dos metros. Dos metros te faltan”, le dice un vecino a otro que trata de aparcar. La gente se saluda. En mi caso, me dicen buenos días mientras valoran si me conocen de algo. Abundan los encuentros de quienes vuelven a su localidad de origen a pasar unos días. Se lamentan de que todavía no han encontrado hueco para verse con calma y el verano pasa enseguida. En los rostros de quienes vuelven a su pueblo siempre asoma una pregunta: ¿cómo habría sido su vida si no se hubieran ido de allí? Si no hubieran tomado aquel tren. Pasan parejas con carros de la compra, abuelas con niñas. Se siente el suave rumor del agua. El río traza la curva canalizado en este tramo. Bajo la casa unida a la roca, una señal advierte del peligro de desprendimientos. En la roca crecen plantas ocres, vegetales con tonos oxidados.
La curva donde una cerámica anuncia la calle del Carmen une los dos centros del pueblo que esta mañana se van animando con lentitud. En el mercado crecen los puestos de frutas. Un vendedor acarrea melones en una carretilla y se ofrece a llevarlos a la casa de quienes los compran. En un altavoz suenan las canciones del verano de hace 40 o 50 años. En el puesto de aceitunas, el vendedor explica las diferencias entre las variedades y repite nombres que hacen alusión a su textura.
Desde la perspectiva del viajero de paso, Cambil sorprende por su situación: se diría que el pueblo ha crecido acariciando un terreno abrupto, de pequeñas montañas verticales, un lugar en el que el agua busca y encuentra su espacio
Más abajo, siguiendo la pendiente del río y tras dejar atrás la curva de la calle del Carmen, surgen la iglesia y un árbol de sombra. Hombres sentados conversan como si tuvieran toda la vida para hacerlo. Quizá la tienen. Continúo el camino. El refugio tiene forma de cafetería con piscina. En el interior del establecimiento, las dos pantallas que emiten programas de jóvenes que quieren ser talentos no apagan el rumor de las conversaciones, de la pronunciación aspirada y seca.
Quiero que el recuerdo de Cambil una mañana de sábado sea tan solo este. Un recuerdo breve que contenga el bullicio de la cafetería El Encuentro, una piscina a punto de recibir a los bañistas, puestos olorosos del mercado y la imagen repetida de un Land Rover con remolque, vehículo jienense donde los haya, vehículo de aceitunas, madrugones y cansancio.
Pero ese recuerdo ha de ir acompañado de una de esas canciones —en este caso, un híbrido entre poema y canción— que te persiguen para bien, que se hacen presentes para subrayar lo vivido.
“Hoy es sábado, mañana domingo. No hay nada como el tiempo para pasar”. Suena la voz de Vinícius de Moraes. “Hay un renovarse de esperanza, porque hoy es sábado. Hay una profunda discordancia, porque hoy es sábado. Hay un seductor que cae muerto, porque hoy es sábado. Hay un gran espíritu de camorra, porque hoy es sábado”. Digo adiós a Cambil y sigue sonando Vinícius. “Hay un vampiro por las calles, porque hoy es sábado. Hay un gran aumento en el consumo, porque hoy es sábado”. Me alejo con los últimos versos. “Y, dando los trámites por cumplidos, porque hoy sábado, hay la perspectiva del domingo, porque hoy es sábado”. Percusión.
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