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Feminismos
Él es tu camarada, es tu hermano, es tu amigo.
Contra quienes dirigen todos sus esfuerzos a poner en tela de juicio el feminismo hemos de alzar la voz para reivindicar la urgencia del estudio de la evolución del papel de las mujeres en nuestra sociedad, de la importancia que albergan los derechos civiles, habitualmente minusvalorados, y la comprensión de las estructuras de nuestra sociedad, adoptando para ello un punto de vista radicalmente internacionalista frente a la precariedad y los neofascismos emergentes. El momento requiere, por tanto, no sólo un conocimiento profundo que permita poner en valor todo aquello que habremos de defender sin ningún tipo de consideraciones, sino también un compromiso de primera fila.
El retroceso de los derechos de las mujeres convive permanentemente con un horizonte de conquista de los mismos, por ello, el hecho de que el feminismo haya venido siendo habitualmente un lugar común en el que verter misoginia y frustraciones normaliza la oleada de rechazo y desprecio a la que asistimos, preñada ésta de una intensidad reaccionaria considerable, motivo que podría explicar que no constituya para nosotras, en principio, novedad alguna. El problema reside en que muchos de quienes manifiestan dicho desencanto creen estar asistiendo a una transformación de dimensiones inconmensurables y, por ende, una pérdida de poder intolerable; innecesaria.
A quienes crean que hemos conquistado lo que nos pertenece, que vivimos en la cima de la igualdad, les digo lo siguiente: recuerdo nítidamente cómo nuestros compañeros de trabajo no se dignaron voluntariamente ni una sola vez durante dos años a coger unos guantes, un estropajo y la fregona con el fin de ahogarse en lejía para limpiar la mierda y los vómitos de aquellos baños. Sabíamos que no lo hacían intencionadamente porque sencillamente estaba asumido que aquella tarea nos era connatural. La situación cambió porque lo comentamos primero entre nosotras para constatar que ocurría frecuentemente y después con ellos para exigirles implicación. Lo que no debemos olvidar es que pudimos remediarlo porque éramos conscientes de lo que allí estaba ocurriendo, y, guste o no, la identificación de lo acontecido y la determinación de dialogar para repartir las tareas se la debemos al feminismo. Esta experiencia pasa a formar parte de otras muchas en las que me he ido dando cuenta del modo en que el feminismo ha cambiado mi manera de mirar y entender la realidad.
Con todo, y siendo consciente de lo complejo que resulta dar a entender que los avances que algunos ven con las gafas de la revolución para nosotras son simple evolución que ha de ser celebrada, considero que debemos asumir con humildad que hay críticas legítimas que merecen una atenta reflexión y toma en consideración. En este sentido, me parece fundamental mimar el modo en que nos expresamos; ser capaces de comunicar con exactitud nuestras demandas y preocupaciones, distanciarnos de los dogmatismos y acoger propuestas transformadoras, que posibiliten un debate sosegado, alejadas de la culpa y los privilegios masculinos como elementos paralizantes y sobre los que no puede pivotar, en modo alguno, ni un discurso aglutinador, atractivo y liberador para todas, ni su puesta en práctica en un proyecto que excluya de partida, señalamiento mediante, a nuestros compañeros a través de la reproducción de esencialismos que nos afectan por la clara perpetuación de los roles de género que ello implica.
Las generalizaciones, lejos de arrojar luz y facilitar la toma de conciencia, conducen a una banalización de la complejísima trama de estructuras sociales sobre las que se erigen las violencias machistas, expresión directa de lo que denominamos patriarcado, e infantilizan, de paso, a los receptores trasladando la visión de una realidad simple y homogénea que no existe.
En este punto, quizá convenga atender y reivindicar el valor de las investigaciones de la profesora Rita Segato, quien, con un nivel de precisión digno de admiración, expone, al estudiar las dinámicas psíquicas, sociales y culturales que subyacen tras la violación, los fundamentos por los que debemos considerar seriamente el rechazo del acto de la violación como resultado de patologías individuales, pero también como resultado automático de la dominación masculina ejercida por los hombres. Segato desarrolla la tesis del mandato tras la escucha de testimonios de presos por este tipo de crímenes y del consiguiente análisis de su mentalidad. En palabras suyas: “el mandato expresa el precepto social de que ese hombre debe ser capaz de expresar su virilidad, en cuanto compuesto indiscernible de masculinidad y subjetividad, mediante exacción de la dádiva de lo femenino […] El sujeto no viola porque tiene poder o para demostrar que lo tiene, sino porque debe obtenerlo”.
Su obra se nos antoja fundamental para esclarecer lo que se nos presenta como meros actos irracionales y, por tanto, incomprensibles, para adentrarnos en su crudeza desde la óptica de quienes los perpetran, para apreciar la brutalidad desmedida que supone la naturalización de la violencia psicológica de las relaciones de género así como para apercibirse de cómo la violencia moral de la costumbre se reproduce de forma mecánica e incide a diario en las vidas de los que Segato llama “minorizados”, pues “no basta decir que la estructura jerárquica originaria se reinstala y organiza en cada uno de los escenarios de la vida social: el de género, el racial, el regional, el colonial, el de clase. Es necesario percibir que todos estos campos se encuentran enhebrados por un hilo único que los atraviesa y los vincula en una única escala articulada como un sistema integrado de poderes, donde género, raza, etnia, región, nación y clase se interpenetran en una composición social de extrema complejidad”.
En contraposición con el nivel de profundidad y lucidez de autoras como la anteriormente referida y recuperando la preocupación por el rechazo del feminismo, resulta escalofriante observar la superficialidad y la frivolidad de ciertas “críticas” sobre la presencia del feminismo en la educación, pues es fácil percatarse de que la enseñanza del feminismo en las instituciones queda reducida, desgraciadamente, a la necesidad de educar pura y simplemente en la igualdad; en la no discriminación. Queda reducida, por tanto, al mandato constitucional. Algo por lo que no vamos a dar las gracias. Es por ello que cuando nos tropezamos con lamentos, en forma y fondo vacíos, pero colmados de resentimiento, proclamados por sujetos que ocupan una posición relevante en la esfera pública y que cuentan con la credibilidad del juicio objetivo, estamos en la obligación de responder que, como diría Andrea Dworkin: “el feminismo es una exploración. A las mujeres se nos enseñó que, para nosotras, la tierra es plana, y si decidimos aventurarnos, caeremos por el precipicio. Algunas de nosotras nos hemos aventurado igualmente, y de momento no hemos caído. Con fe feminista espero que no lo hagamos”.
Andrea Dworkin defendió hasta el último de sus días un feminismo de clase y nos legó la encomiable tarea de aprender a mirar a través de nuestros propios ojos, agradeció a su padre el empeño en rodearla de libros y aprendió a querer a su madre reconociéndole el orgullo, la fortaleza y la honestidad como valores que después la acompañarían durante toda su vida para afrontar el rechazo sistemático de las editoriales para con cada uno de sus libros, libros todos que dedicó a las mujeres que la leían, porque fueron ellas quienes le permitieron seguir escribiendo. Y nos recordó algo que conviene tener bien presente en estos tiempos; que cualquier hombre que sea nuestro compañero comprendería la indignidad que supone ser excluida de los deberes y derechos de la ciudadanía y no dudaría en defender nuestros derechos; él es tu camarada, es tu hermano, es tu amigo.
Al exponer alguna de mis experiencias junto con la propuesta de estudio de las tesis de la profesora Segato no pretendo otorgar preponderancia exclusiva a la academia confrontándola con nuestras propias vivencias, pero sí considero que sólo desde el intento sincero de conocer nuestra realidad y reflexionar sobre el modo en que efectivamente nos relacionamos con los demás es posible reconocer en nosotras actitudes y derivas discursivas que tienen efectos perniciosos. En otras palabras, es precisamente desde la combinación de la experiencia con el interés por la comprensión de los problemas que nos atañen desde donde podemos avanzar sobre un terreno más estable, cooperando y otorgando la oportunidad de equivocarse a quienes nos acompañan y se comprometen a aprender junto a nosotras.
Por ello, para todos los que caminan de nuestro lado, la única pregunta es qué podemos hacer los unos por los otros para seguir mejorando nuestras vidas. A todos los que abrazan nuestros miedos al tiempo que comparten los suyos con nosotras y nos empujan hacia delante recordándonos que tenemos derecho a equivocarnos, a todos ellos, gracias. El feminismo parece haberse convertido en una cuestión de humanidad, pero, en verdad, siempre lo fue.