Opinión
¡Hasta la vista, antibiótico!
Desde hace un par de años, es habitual ver un artículo por aquí, un artículo por allá a lo largo del año, alertándonos de la inminente catástrofe: nos quedamos sin antibióticos eficientes para curar infecciones debido a que las bacterias se están volviendo resistentes a estos.
El antibiótico está en las últimas. Pero esto, seguro que ya lo has leído en alguna parte. ¡Hasta la vista, antibiótico! Desde hace un par de años, es habitual ver un artículo por aquí, un artículo por allá a lo largo del año, alertándonos de la inminente catástrofe: nos quedamos sin antibióticos eficientes para curar infecciones debido a que las bacterias se están volviendo resistentes a estos. Pronto, nos dicen los expertos, nos encontraremos con situaciones en las que no tendremos con qué curar. Más recientemente, también han aparecido en la opinión pública noticias sobre la presencia de bacterias con resistencia microbiana en el Ártico o las aguas residuales. ¿Pero cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Ahora está la resistencia por todos lados?
Allá por los años 40, entraba en el Estado español la penicilina, por los caminos del estraperlo y por medio de paquetes de ayuda humanitaria desde Estados Unidos. A una España en posguerra llegaba un milagro, símbolo del progreso y el porvenir. Sin embargo, la penicilina comenzaría a circular de forma desigual: solo estaba al alcance de unos pocos. En la década de los 50, se crearían las dos primeras empresas farmacéuticas en España (hoy ambas cerradas), Antibióticos S.A. y CEPA (Compañía Española de Productos Antibióticos) para hacer posible la fabricación doméstica de antibióticos. Antibióticos made in Spain: producto científico patrio. Esta historia la cuenta de manera exhaustiva la historiadora María Jesús Santesmases (CSIC) en su último libro The Circulation of Penicillin in Spain. Health, Wealth and Authority.
Decía el doctor Gregorio Marañón: « (…) las virtudes terapéuticas de este nuevo medicamento que en nuestras horas luctuosas redime al hombre del pecado de su crueldad; porque entre los cañones y los lanzallamas se insinúa, como un milagro de misericordia, su benéfica, callada y salvadora acción [...]. Y todo esto ha sido presenciado por una sola generación, como la mía», en el prólogo al libro del científico Florencio Bustinza, Los antibióticos antimicrobianos y la penicilina en 1946. Ay, si Marañón levantara la cabeza. Tres, a lo sumo cuatro, generaciones han pasado del nacimiento del milagro de la ciencia médica por idiosincrasia, al inminente fin de la biomedicina. ¿Qué nos queda por ver? Coincidiendo con las movilizaciones de jóvenes europeos por el cambio climático, pareciera que este será otro de los problemas sociales que preocupen a nuestras generaciones de hoy.
En la opinión pública y redes sociales abundan titulares que además de resaltar el carácter apocalíptico de la cuestión, ponen énfasis en la culpa. El uso ‘indiscriminado’, ‘excesivo’ e ‘irracional’ de estos medicamentos en la mayor parte de nuestras sociedades, nos explican los expertos, constituye la principal causa de la gravedad de esta situación, de esta amenaza. Mea culpa, mea culpa. Además de tu culpa individual, nuestra culpa como sociedad. Si hemos llegado hasta aquí es porque: a) tomamos demasiados antibióticos (con o sin receta); b) recetamos muchos antibióticos; c) tomamos antibióticos mal (porque el ciudadano de a pie no entiende la diferencia entre virus y bacteria); d) todas las anteriores y algún pecado más que está por salir a la palestra. Esta historia de la culpa en la medicina contemporánea es bien conocida, sin embargo. Los antibióticos forman parte de los cimientos de la biomedicina y el sistema público de salud. Más allá del pecado, hay un sistema económico y social relacionado implícita y explícitamente, en parte, con medicamentos como antibióticos o antiinflamatorios (como ese San Ibuprofeno™), medicamentos que nos permiten seguir, en un mundo que no puede parar.
La resistencia microbiana, la capacidad genética de ciertos tipos de microorganismos de sobrevivir en presencia de sustancias antibióticas (como los medicamentos antibióticos), se dibuja como una catástrofe que está a punto de llegar. Se trata del fin de la revolución antibiótica. ¿Pero una catástrofe para quién? La infraestructura de la atención sanitaria (en España y tantos otros lugares) depende en gran medida de fármacos como el antibiótico, pero también lo hace el sistema económico y social. Pérdida de días de trabajo, efectividad laboral, trabajo de cuidados (para con el otro y de auto-cuidado): todo se congela, se paraliza mientras estamos indispuestas o contagiados. Una disrupción que no todos nos podemos permitir. Hasta ahora, estas situaciones han venido siendo solucionadas fácilmente, cotidianamente, al ingerir una pastilla durante varios días. Yo lo he hecho, tú lo has hecho.
El problema que plantea la resistencia microbiana, por tanto, es uno de desigualdad: similar al cambio climático. El mea culpa (ya sea la culpa del médico que receta, del usuario que los consume con o sin receta, del ganadero que los suministra en sus granjas o de la sociedad en su conjunto) ha dejado ya de ser resolutivo, ya no es suficiente. No resuelve, no cambia, no mejora, solo repite una obviedad que en ningún caso se va a transformar en solución. Y mientras, el tiempo corre.
Me formé en Ciencias Biomédicas en la Universidad de Edimburgo, y después crucé la frontera de las disciplinas, y me adentré en las ciencias sociales, estudiando un Máster en Antropología médica y salud global en la Universidad Rovira i Virgili (Tarragona). Ahora, me embarco en mi investigación doctoral, con un trabajo histórico y etnográfico sobre el control de la resistencia microbiana en la España democrática. A mi parecer, el antibiótico y la resistencia microbiana son un ejemplo actual de las importantes relaciones entre enfermedades infecciosas, ciencia y sociedad, como también lo son el virus del ébola, o la confrontación del movimiento anti-vacunas de la que tanto oímos hablar recientemente.
Los antibióticos y la resistencia antibiótica deberían también verse como un problema económico y social, un problema del sistema capitalista y de la viabilidad de la sanidad pública. Es, si me apuras, un problema de infraestructura, como la electricidad o las carreteras, que permite o limita el trabajo, los cuidados, la economía, y el sistema público de atención sanitaria. No todos sufriremos de las infecciones más resistentes y más difíciles de tratar, ya que no todos estamos igualmente expuestos a las mismas infecciones, al igual que no todos sufrimos de cortes de luz diarios, falta de carreteras accesibles, violencia o sequías y terremotos. Decir adiós al antibiótico, mientras la resistencia antibiótica se asienta en las actividades del día a día de tantos de nuestros profesionales sanitarios y nuestras experiencias de enfermedad, implica prácticamente decir adiós a un modo de vida moderno. Si lo abandonaremos, o quiénes podrán abandonarlo, es otra cuestión. Un problema que es de hoy, no una catástrofe distópica del futuro.
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