En saco roto (textos de ficción)
Tres bicicletas

¿Cuánto tiempo duró esa imagen tan nítida? No sabría decirlo. Se evaporó cuando alguien abrió la puerta del portal, se encendió la luz y la claridad se coló en el cuarto.
Javier de Frutos
26 ene 2024 06:00

La primera era roja y de ruedas pequeñas. Con ella aprendió a andar en bici. La segunda fue una California gris. Y la tercera, una bicicleta de montaña comprada en una tienda de la calle Montera.

La bicicleta roja, que no sabe dónde terminó, sonaba a mañanas de domingo y tardes de verano. Era una estructura minúscula que se deslizaba con ligereza por los descampados y que parecía llamada a enseñar a andar en bici. La había heredado de su hermano mayor y, cuando se le quedó pequeña, se la cedió a su hermano menor.

La bicicleta California, que tampoco sabe dónde terminó, fue una promesa cumplida. Robusta, con ruedas anchas de cross, manetas blancas y un sillín fino y alargado, era la bicicleta de las películas americanas, de aquellas historias de niños en vaqueros que se movían siempre en bici y tenían un casillero en el pasillo del colegio en el que dejaban su mochila deportiva y sus secretos. Pero con la bicicleta California no venía ninguna de esas vivencias, así que en aquel Madrid de los años 80 solo servía para brincar por los solares y mantenerse en equilibrio en las plazoletas. Una vez estuvieron a punto de robársela.

Y por fin llegó la bicicleta de montaña a mediados de los 90. Y con ella la libertad, la ausencia de padres y los veranos sin horarios. Con aquella bici viajó por los valles del norte, imaginó que era una escaladora esforzada, descubrió lugares que hoy le cuesta creer que existan y se cayó unas cuantas veces en descensos suicidas y felices. Esa bicicleta sí sabe dónde está: en el trastero común de la casa de sus padres, ese que ya nadie usa y que huele a polvo y humedad.

El último día del pasado otoño, hace apenas un mes, cuando a media tarde esperaba al ascensor para subir al piso de sus padres, vio que la puerta del trastero común estaba abierta y no pudo evitar la tentación de terminar de empujarla. La luz del portal penetró en aquel cuarto y le permitió ver una escena que le resultó irreal: su bicicleta de montaña, la única que sobrevivía en aquel lugar, estaba colgada por la rueda delantera de un gancho oxidado que a su vez pendía de un tubo de hierro. Con las ruedas deshinchadas y las telarañas ocupando el espacio entre los radios, parecía un artilugio de un tiempo remoto olvidado para siempre en un cuarto sin función alguna. Se acercó hasta que la tuvo a apenas unos centímetros y en ese momento, como si la escena además de irreal ocultara un giro previsible, se apagó la luz del portal y el cuarto quedó a oscuras. Estuvo tentada entonces de adoptar la solución más prosaica: salir del cuarto, dar la luz del portal, llamar al ascensor y olvidarse de la bici para siempre. Pero no lo hizo. Por alguna razón se quedó detenida, disfrutando de la oscuridad y del olor a cerrado de aquel cuarto. Y entonces, como si sus recuerdos hubieran sido convocados por la quietud, no pensó en las tardes de los años 90 ni en los amigos con los que recorrió mil caminos con aquella bicicleta. Tampoco pensó en sus sueños de escaladora, en la forma en la que agarraba la parte central del manillar para imitar a sus corredores preferidos. No, no pensó en nada de eso. A su mente solo acudió una imagen muy nítida de una tarde en la calle Montera. Una tarde de verano. Ella esperaba junto al coche a que su hermano mayor y su padre salieran de la tienda con la bicicleta recién comprada. Entonces una mujer se le acercó y le pidió fuego, un cigarrillo, algo de dinero… y le enseñó su brazo. Ella intentó evitar la conversación y la mirada. Cuando su padre y su hermano se acercaron por fin con la bici, la mujer se alejó y, a modo de despedida, dijo: “Yo también tuve una bici”.

¿Cuánto tiempo duró esa imagen tan nítida? No sabría decirlo. Se evaporó cuando alguien abrió la puerta del portal, se encendió la luz y la claridad se coló en el cuarto. Luego subió a la casa de sus padres, participó en la conversación sobre las fechas navideñas, pero muy pronto le entraron ganas de irse.

Decidió que aquel día debía terminarlo en la calle Montera, buscando el lugar exacto de su recuerdo. Fue lo que hizo, pero en la calle solo encontró una riada de ida y vuelta de turistas, un ir y venir entre bares y tiendas de ropa. Nada se parecía a su recuerdo. Nada.

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