Opinión
Es septiembre, tenemos que hablar
El argumento de que la ambición es cosa de otros es demasiado débil. El PSOE, por motivos evidentes, no quiere contribuir a la estabilización de la maraña que gira en torno a Podemos. Pero es indecoroso plantearlo en esos términos.
La retórica empobrecida que ha determinado el momento político desde las elecciones de abril ha servido para marcar los dos puntos de divergencia fundamentales que, al cierre de esta edición, imposibilita la investidura de un Gobierno de coalición entre PSOE y Unidas Podemos. De esos dos puntos, el primero es el que apunta que la ambición por los “sillones” sabotea la confianza necesaria para que Pedro Sánchez abra la puerta del Consejo de Ministros al grupo confederal que encabeza Pablo Iglesias.
El argumento de que la ambición es cosa de otros es demasiado débil. El cálculo electoral se hace a corto pero también a largo plazo. Podría darse la circunstancia de que las crisis en Unidas Podemos se detengan en algún momento y la lectura de los de Iglesias es que la experiencia de Gobierno ayudaría a esa recuperación. El PSOE, por motivos evidentes, no quiere contribuir a la estabilización de la maraña que gira en torno a Podemos. Pero es indecoroso plantearlo en esos términos.
Por eso es necesario, y mucho más ajustado a la realidad ideológica del desencuentro, introducir un segundo punto. Hay un desacuerdo primordial sobre Catalunya. El actual presidente en funciones desconfía de que la intención de Unidas Podemos sea la defensa fuerte y activa de la unidad de España. El programa de la confluencia ha incluido una defensa de esa unidad histórica basada en criterios de ‘seducción’, en una lectura que pretende adaptar al siglo XXI los conceptos de soberanía y nacionalidad. Una de las primeras señales que Podemos lanzó es que el tiempo hará necesario un referéndum del pueblo catalán para decidir su futuro.
Es demasiado poco para demasiada gente, especialmente en País Vasco, Catalunya o Galiza. Es demasiado, sin más, para el “Estado fuerte” que defiende y ha apuntalado el PSOE desde la restauración democrática. Si la victoria de Sánchez en abril se cimentó básicamente en su capacidad para encerrar a los partidos de la derecha en el búnker de Colón, su derrota en la pasada sesión de investidura de julio se produjo —más allá de la retórica de los sillones— por la negativa a separarse mediática y culturalmente de lo que significa ese búnker. Unidad de España de plato único servido por “Madrid”. Constitucionalismo de una sola dirección y sin posibilidad de reforma.
Pasará Pablo Iglesias, pasarán Jaume Asens y Yolanda Díaz, y el problema para ese “Estado fuerte” permanecerá. Quizá latente durante unos años, tras el golpe asestado por la que se apunta desmesurada sentencia a los hechos del 1 de octubre, por la desmesurada condena preventiva a Oriol Junqueras y los otro ocho presos políticos del procés. El régimen podrá desplazar el problema en el tiempo, pero eso no lo resolverá.
Dos años después del estallido de la crisis entre Catalunya y el Estado, la posición del partido socialista sigue siendo cerrar de un portazo la posibilidad de un diálogo sobre la cuestión de la plurinacionalidad, y esperar que el tiempo —y quizá la lógica de la postdemocracia en la que ha entrado la UE— resuelva ese problema netamente ‘español’. Los acontecimientos recientes han mostrado al PSOE más cómodo en un papel subalterno respecto de Rajoy con la aprobación del artículo 155 en el Senado antes que encabezando —o sugiriendo— un movimiento de distensión en la sala de máquinas del régimen.
Este 11 de septiembre, no obstante, una mayoría de la sociedad catalana volverá a hacer explícito que la solución represiva no es un plan para cerrar la crisis, sino solo una satisfacción de las bajas pasiones del búnker que anega la vía de la ‘seducción’ y retrasa el inicio de un diálogo que sigue siendo el único principio válido para abordar democráticamente el conflicto.
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