Ecologismo
Néctar

Relato finalista del I Concurso de relatos ecotópicos de Ecologistas en Acción.
Néctar
Néctar
3 abr 2024 06:00

Golpeó la pared con el pico hasta abrir un hueco en la roca. Por él entró un delgado rayo de luz. Era la última barrera que la separaba del exterior y tenía que derribarla a mano. Se puso el traje y la máscara anti-radiación y siguió picando hasta que el hueco fue suficientemente grande. Respiró hondo y salió. Temía encontrar un paisaje desolado.

Cuando sus pupilas se acostumbraron a la luz del día, no podía creer lo que veía: majestuosas moles de roca emergiendo de pastos y bosques de montaña. Los rebecos brincaban ladera arriba bajo la atenta mirada de los buitres que dibujaban espirales en un cielo despejado. Pensó que la máscara no era necesaria. Cuando se descubrió el rostro y respiró por primera vez el aire puro que solo la naturaleza es capaz de producir, rompió a llorar de felicidad. Emocionada emprendió el camino recordando las indicaciones de su padre:

—Cuando salgas al exterior, toma el sendero que baja hacia el río.

De pronto se abrió ante ella un valle que se ensanchaba progresivamente hasta formar una enorme llanura aluvial. Un sinuoso bosque de ribera delataba el curso de un río que se dejaba ver más abajo en la llanura, donde parecía negarse a abandonar el paraje y prolongaba su travesía formando meandros y brañas hasta perderse finalmente tras las montañas. Un colorido mosaico de prados, bancales de cultivo, campos de cereal, bosques frutales y jardines comestibles dominaba los llanos. Abrazaba el ecosistema fluvial y se extendía hasta entrelazarse con los bosques que ascendían a las cotas altas de las vertientes. Varias aldeas se hallaban distribuidas en su seno. Eran unas magníficas vistas. Muy alejadas del paisaje inhóspito que ella esperaba encontrar. ¡Gente! ¡Podía ver gente! ¡Y animales! ¡Carros y bicicletas circulando en todas direcciones!

Sobrecogida retomó el sendero. Sentía en su piel pálida el cálido impacto de los rayos del sol. Era una sensación maravillosa.

¿Cómo habían sobrevivido? ¿Cómo la iban a recibir? ¿La tratarían bien? Se preguntaba. No había alternativa, tenía hambre y sed, necesitaba bajar al río.

Después de atravesar un hayedo con halo de bosque encantado, el camino continuaba entre encinas y robles. Un anciano andaba recolectando bayas y bellotas a unos metros del sendero. Al verla, saludó con la mano.

—¡Buenos días! —vociferó ella fingiendo normalidad, como si no fuera la primera persona que veía en años y siguió caminando.

Más adelante, una mujer caminaba en su dirección. Se detuvo para saludarla al pie de un formidable castaño. Colgando del hombro, llevaba un saco con algunas raíces y un manojo de hierbas y flores.

—Buenos días amiga —saludó la mujer.

—Hola, buenos días —contestó ella.

—No te había visto antes por aquí. ¿De dónde vienes?

—Vengo de la Montaña, me llamo Julia.

—Encantada Julia, yo soy Gaia. No sabía que vivía nadie en la montaña.

—Yo no sabía que vivía nadie en el valle —respondió.

Gaia soltó una carcajada. Le había caído bien, le inspiraba confianza y mucha curiosidad.

—¿Has almorzado? Anda ven, comeremos algo ¡Tengo un vino estupendo! —le dijo mientras señalaba hacia el valle con su vara de avellano.

Conforme se acercaban a las aldeas, aparecieron cabañas, zonas apícolas y toda clase de árboles frutales irrumpieron en el bosque para terminar dominando el lugar. Después aparecieron bancales de cultivo. Se ajustaban a las pendientes siguiendo las curvas de nivel y formaban un patrón de laberinto que se extendía entre los demás elementos del sistema. Incontables especies de plantas crecían sobre sus lomos. Estanques ataviados con plantas acuáticas servían como depósito de riego, zona de baño y remanso de aves, insectos y anfibios. Las cabras se desparramaban ladera arriba escoltadas por mastines. En los prados, las gramíneas se acicalaban para atraer el roce de los polinizadores. Las gallinas paseaban cautas no muy lejos de su corral en busca de invertebrados. Y gente por todos lados paseando y ocupándose de los cultivos. Las labores parecían más propias de la jardinería que de la agricultura tradicional. Era un entorno heterogéneo donde todo formaba parte de un diseño planificado.

Una casa comunal era el núcleo del sistema. En su órbita, numerosas casas, talleres, naves y otras estructuras diseñadas con criterios de eficiencia bioclimática. Levantadas con materiales del lugar como piedra, madera o barro y materiales industriales reutilizados. No había alcantarillado, los residuos se reciclaban directamente donde eran generados.

Mientras paseaban, Gaia le explicaba el funcionamiento de la comunidad. La organización era asamblearia. Todas las personas de la aldea debían colaborar en uno o más grupos de faena comunal como la producción de alimentos, los cuidados o la construcción de viviendas e infraestructuras. Estos variaban en número de integrantes y franjas horarias, dependiendo de las tareas a realizar y estaban compuestos por personas de todas las edades y géneros. La faena diaria era la suficiente para tener lo suficiente.

—Aquí tenemos pocas cosas pero mucho tiempo para disfrutar de las cosas importantes de la vida —le confesó con sonrisa pícara.

Julia se alojó en una de las cabañas comunales pensadas para recibir el flujo de viajeras, comerciantes y demás visitantes entre las comunidades y a cualquiera que buscara intimidad o refugio.

Esa noche Julia quedó cautivada por la bóveda celeste libre de contaminación lumínica. Pensó que era la cosa más bella que había visto nunca.

Se había improvisado una fiesta de acogida en la Casa Turiel. Acudió toda la aldea. Todo el mundo quería hablar con Julia, era una chica peculiar, les fascinaba su calzado y vestimenta pre-metamórficos, su piel pálida y su aspecto endeble.

A la mañana siguiente, se disponía a partir hacia la ciudad un convoy de veintidós mujeres y hombres a lomos de varias bicicletas y 5 carretas tiradas por caballos. Toda la aldea salió a despedir la comitiva. Se trataba de un viaje comercial de ida y vuelta de unos cinco a siete días no libre de riesgos. Cosa que se reflejaba en la efusividad de los abrazos de despedida. La primera carreta iba preparada para la intendencia. Las cuatro restantes llevaban carga de leña, fruta, cereales, aceite y miel para intercambiar por herramientas, utensilios y otros productos. Algunas jóvenes se quedarían una temporada en los centros universitarios y productivos de la ciudad.

Después de la partida, todo el mundo continuó con sus tareas. Julia se integró en el grupo de recolección de alimentos y biomasa. Cuando la gente iba terminando sus tareas se juntaba en los comedores a tomar algo y charlar.

—Entonces… ¿Ya no hay coches? —preguntó Julia en un corrillo que se había formado.

Todas se miraron estupefactas.

—¿Es que no sabes en qué mundo vives? —le respondió un joven extrañado.

—Pues... —bajó la mirada abochornada—. He pasado toda mi juventud encerrada bajo tierra, refugiada de un supuesto fin del mundo que, por lo visto, nunca ocurrió.

—¿Como? —respondieron asombradas.

—Mi padre estaba convencido de que habría un colapso civilizatorio devastador. Era constructor y disponía de maquinaria. Construyó un refugio subterráneo secreto en las montañas. En 2027 selló la entrada del búnker ante la amenaza inminente de conflicto nuclear mundial. No volví a ver la luz del día, hasta ayer. Solo era una niña… Mi padre murió hace unos siete años. Él decía que nosotras éramos la esperanza de la humanidad. Debíamos permanecer en el refugio para evitar la radiación. Mi hermana enfermó… Murió hace unos dos años. Esperé hasta agotar las provisiones. Cuando salí esperaba encontrar un mundo desolado. Es como si hubiera pasado siglos en esa caverna… Es difícil llevar la cuenta del tiempo cuando no sabes si es de día o de noche, invierno o verano... ¿En qué año estamos?

Estamos en el 12.059. ¿Quedan objetos de valor en tu bunker? ¿Armas, herramientas, medicinas…?

—¿Cómo? Espera… ¿Qué? ¿Doce mil cincuenta y…? —replicó descolocada. ¿Habían pasado miles de años? Era imposible ¿El tiempo se había detenido bajo tierra?

Todas se echaron a reír.

—Tranquila, no has saltado al futuro ni nada parecido.

—Nos pasamos al calendario holoceno basado en los inicios de las civilizaciones humanas que propició la estabilización del clima. Hay que sumar diez mil años al calendario gregoriano.

—Uf, casi me da un infarto. Entonces, ¿Cómo ha cambiado todo tanto en tan poco tiempo?

—El capitalismo se agotó por sí solo. —Sentenció un anciano que seguía la conversación.

Los envites del tiempo habían labrado arrugas en su rostro que parecían narrar historias de miserias y alegrías. Le llamaban Ginkgo. Aparentaba haber vivido varias vidas y, en parte, así era.

—Vivíamos a las faldas de leviatanes de barro que se desmoronaban sobre nuestras cabezas. —Continuó.

Los ancianos solían contar historias de la era industrial. Sentían el orgullo de quien entrega restaurado aquello que encontró averiado. La satisfacción de dejar un mundo próspero a las nuevas generaciones.

La gente se acomodaba a escuchar y el viejo Ginkgo retomó su historia ante la expectación.

—Empezábamos a intuir que el capitalismo tardío parecía decidido a consumir hasta la última gota de belleza antes de marchitarse. Había dejado un mundo profundamente desequilibrado y contaminado. Sus tecnologías no iban a poder salvarnos el culo cuando todo empezara a derrumbarse. Las élites, siendo las mayores responsables, tenían la firme intención de aislarse en sus refugios exclusivos y abandonarnos a los “eventos” catastróficos que se pudieran desatar.

La producción de combustibles se desplomaba. Llegaron las restricciones de gasóleo. Empezó a faltar de todo. Había apagones eléctricos. Las ciudades se volvían disfuncionales. Los Estados tenían problemas para controlar sus territorios. La opulencia de occidente se disolvía. Quien no compró discursos populistas totalitarios sabía que no había tiempo para cambios progresivos. Necesitábamos políticas valientes y audaces que brindaran apoyo a transformaciones radicales.

Los movimientos sociales cobraron relevancia y aglutinaron grandes sectores de población. Las izquierdas llegaron a los gobiernos de muchos estados.

El 15 de mayo del 12.027 EH, se declaró la Rebelión Mundial por la Emancipación Social Poscapitalista. El objetivo era claro: superar el capitalismo. La primera consigna: colectivizar los medios de producción.

Nos hicimos con el control de la red eléctrica y los medios de comunicación.

Esto fue clave para articular el resto de sectores estratégicos y organizar la transición ecosocial.

Así pudimos hablarnos a nosotras mismas como personas adultas, sin paternalismos, sin engaños ni distorsiones, con la gravedad que requería la situación. Había que poner sobre la mesa soluciones realistas y alentadoras. Combatir el mito del progreso y acompañar a las masas en el duelo por la caída de las expectativas tecnooptimistas.

—¿Y cómo evitasteis el desastre nuclear? —preguntó Julia.

—Los pueblos se opusieron a la guerra y no respaldaron la escalada de tensión. Por otro lado, arruinamos los planes aislacionistas de las clases dominantes. Muchos soldados, oficiales y personal de inteligencia de las fuerzas armadas comprendió que no tenían plaza en los refugios. Entonces se unieron a la rebelión destruyendo sus bunkers de lujo y sus islas autosuficientes. Los gobernantes levantaron el dedo del botón nuclear.

Empezaba a refrescar. Alguien prendió una hoguera. El crepitar del fuego siempre ornamenta las buenas historias.

—La metamorfosis fue…

—¿Metamorfosis? —interrumpió Julia.

—Sí, nos gusta llamarla así. La oruga, en su condición herbívora, destruye las plantas para alimentarse. Hasta transformarse en mariposa. Entonces, como polinizadora, impulsa la reproducción de la vida, realizando un servicio ecosistémico fundamental. El capitalismo era una oruga insaciable. Las sociedades humanas debíamos transformar nuestro estilo de vida. Teníamos que encontrar nuestro néctar: un encaje en la trama de la vida que propiciara la restauración de sus equilibrios.

Como decía, la metamorfosis fue un plan de transformación colosal.

Impulsamos la colectivización masiva de tierras y desplegamos una red de sistemas de vida autosuficientes por todo el territorio de forma fractal, cómo células en un organismo. Reubicamos a millones de personas de ciudad en los nuevos pueblos y aldeas.

Tras la reducción drástica de su población, las ciudades se convirtieron en gigantescos desguaces. Desmontamos millones de puertas, ventanas, cables, farolas y una infinidad de objetos y materiales que reciclamos o reutilizamos en la metamorfosis. Identificamos los barrios con versatilidad adaptativa o proximidad con las comunicaciones, fuentes de agua o la industria que decidimos mantener. Levantamos las losas de hormigón y asfalto de calles y plazas. Renaturalizamos los espacios y los destinamos a la producción de alimentos para que las personas residentes tuvieran la mayor autonomía posible.

La industria se redujo a su mínima expresión y sus trabajadoras se reconvirtieron en agricultoras, oficiales y artesanas. La obsolescencia programada quedó totalmente abolida. También la pesca industrial.

Los océanos recuperan hoy su vitalidad gracias al cese de la presión extractiva. Las prácticas agroecológicas promueven la regeneración de los suelos a la vez que regeneran también las relaciones sociales, maltrechas por las lógicas narcisistas de competencia que dominaban los ecosistemas urbanos. La solidaridad y el apoyo mutuo son hoy la base para garantizar el buen vivir para todas las personas.

—Impresionante... —suspiró Julia emocionada.

Los ojos le brillaban. Había ya bastantes personas acurrucadas al cobijo de la candela. Algunas aportaban relatos a la historia, recordaban a las que faltaban y respondían las preguntas de Julia.

—¿Qué pasó con los terratenientes? —preguntó.

—Algunos no superaron las revueltas o las hambrunas y otros fueron expropiados contra su voluntad. Pero la mayoría cedió voluntariamente las tierras a la colectividad.

—Mis padres nunca sintieron que perdían sus tierras —exclamó un muchacho mientras removía la lumbre con un palo—. Más bien al contrario. Eran propietarios de unas 20 hectáreas que van de la herrería al molino y los telares. El mercado agroindustrial imponía siempre los usos del suelo. Al colectivizarlas, se sintieron más soberanos que nunca, siempre decían “la soberanía de la tierra solo puede ser colectiva”. Siguen siendo mis tierras pero también las de mis vecinas. Antes era un pedazo de tierra polvorienta y contaminada por agroquímicos. Hoy está llena de gente y de vida.

—¡Es una historia maravillosa! —exclamó Julia— ¿Y qué hay de las escuelas? ¿Siguen existiendo? —preguntó con nostalgia— Siempre soñé con volver a la escuela cuando estaba dentro de la caverna.

—La escuela es la propia comunidad. El aprendizaje atraviesa todas las dimensiones de la vida en las comunidades y a todas sus integrantes, sin brechas generacionales. El conocimiento se genera mejor allí donde se ejerce. Nuestros niños y niñas colaboran en las tareas comunales y una comisión se ocupa de fomentar y dirigir su desarrollo cognitivo, personal y social. Hay espacios de juego y actividad física, talleres de lectura, oficios, ciencia y filosofía. Tenemos charlas y debates periódicos sobre sexualidad, relaciones afectivas y otros temas. La figura del docente, al igual que la mayoría de especializaciones laborales, desapareció gracias a la emancipación social. No necesitamos una formación orientada al productivismo. Sí existen especializaciones en los centros industriales y también en las regiones controladas por las fortalezas tecnológicas.

—¡Desgraciados! —exclamó un joven. Había sufrido una pérdida reciente.

El ambiente se volvió tenso, la rabia ardía en los rostros y los corazones de las presentes.

—Controlan parte de las comunicaciones, acaparan tierras, materias primas y fuentes de energía. En ocasiones intercambiamos o comerciamos pacíficamente. A veces sus siervos incurren en las tierras libres matando a sus gentes y sembrando el terror. Entonces estallan escaramuzas y conflictos armados.

—Aquí no todo es ideal —intervino Gaia— El clima es inestable y dificulta la agricultura. Hemos sufrido hambrunas y epidemias. No hemos logrado abolir todavía el trabajo animal. Nuestra medicina es limitada. La mortalidad infantil, como en el resto de seres vivos, es relativamente alta. Pero parece aumentar la esperanza de vida de las personas que alcanzan la madurez. Nuestra calidad de vida es preferible a la penosa vida de servidumbre y falsa abundancia que imponían las burocracias occidentales.

Antes, seis familias gestionaban este valle desde sus respectivas casas de campo con tractores y maquinaria. Hoy somos centenares de habitantes en armonía con un entorno mucho más rico y diverso.

Vivimos en igualdad. Con sobriedad y sencillez. Satisfechas de haber construido el mundo nuevo que llevábamos en nuestros corazones. Orgullosas de contar nuestra historia a nuestras hijas e hijos y a quienes, como tú, puedan surgir de las entrañas de la tierra —concluyó con expresión entrañable.

El sol se escondía tras las montañas. Las negras siluetas de cigüeñas regresando a sus refugios nocturnos contrastaban con los tonos cálidos del ocaso.

—Ojalá mi padre pudiera ver el mundo de hoy. Pasó los últimos años de su vida en un agujero pensando que el mundo era un infierno.

Gaia le sujetó el brazo en actitud de consuelo.

—El aislamiento nunca fue una solución realista. Julia, tu padre solo intentó proteger a su familia. Todos tenemos ese impulso de supervivencia, pero somos seres sociales, no podemos vivir en soledad, necesitamos la comunidad, es nuestra única manera de vivir. La única que merece la pena ser vivida.

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