Opinión
Las patrias en guerra de Pablo Iglesias y Pablo Casado

La auténtica gravedad del caso Villarejo y las cloacas del Estado es que este maniobró contra la ciudadanía en su conjunto para adulterar la competición electoral, fundamento primero de la democracia.

Poco se ha hablado de la confabulación del gobierno del PP y algunos periodistas y policías para destruir a Podemos. O, si se ha hablado, ha sido solo por los mismos. La prensa conservadora ha ignorado sistemáticamente las revelaciones de esta trama y lo mismo han hecho la mayoría de las televisiones y radios generalistas tanto en informativos como en programas de debate político.

Peor aún, muchos medios han seguido sirviendo de altavoces de algunos de los protagonistas destacados de la conspiración tratando de sostener a machamartillo una credibilidad imposible. En los programas mañaneros, a pesar de haberse ya demostrado la falsedad de aquellas acusaciones, todavía de cuando en cuando deslizan que “algo habría”. La presunción de objetividad no se exhibe ni como impostura.

Pero tampoco se rasgaron las vestiduras los medios llamados progresistas. Y aunque informaron del desarrollo de las investigaciones judiciales sobre el complot, esto se hizo sin mucho aspaviento, con una ecuanimidad distante y moderada atención, tal como si el hecho de que el Estado conspirase para la destrucción de una formación política que, al cabo es la expresión de los ciudadanos que la apoyan, fuese un hecho más entre tantos que conforman la parrilla de sucesos. Fueron escasas las voces indignadas o siquiera molestas y abundaron más los silencios. Comentaristas belicosos para otros asuntos no encontraron la ocasión de referirse a los delitos perpetrados por las llamadas “cloacas” en las infinitas oportunidades que les brindaba su columna semanal.

Pablo Iglesias tal vez lo vivía como un escándalo y un ataque gravísimo a la democracia, pero sus quejas les parecían cándidos gimoteos infantiles a entrevistadores que se limitaban a arquear la ceja, mirarlo con condescendencia, cortarle lo antes posible y pasar a otra cosa

Incluso se percibía un cierto hartazgo del tema y ante la insistencia de los representantes de Unidas Podemos en denunciar la conspiración, la actitud de los entrevistadores “de izquierdas” venía a decir: “Que sí, que sí, pero hasta cuándo vas a estar con eso”. Otros, los acusaron cínicamente de “explotar este asunto”. Pablo Iglesias tal vez lo vivía como un escándalo y un ataque gravísimo a la democracia, pero sus quejas les parecían cándidos gimoteos infantiles a entrevistadores que se limitaban a arquear la ceja, mirarlo con condescendencia, cortarle lo antes posible y pasar a otra cosa.

Pero si poco se habló del asunto en general, menos aún se habló de los verdaderos perjudicados por la trama conspirativa. Porque en esta ocasión, a diferencia de otras en que el estado utilizó la guerra sucia, los damnificados no fueron solo personas concretas. Esta vez fue muy distinto: las informaciones falsas acerca de Pablo Iglesias no tenían como fin destruirlo a él —que también— sino intoxicar, engañar y manipular a los millones de personas que entonces, cuando las encuestas auguraban a Podemos más del 25% de los votos, se habían sentido ilusionadas por el nacimiento de esta formación. La auténtica gravedad de esto es que el Estado maniobró contra la ciudadanía en su conjunto para adulterar la competición electoral, fundamento primero de la democracia.

Esto no pareció interesarle mucho a nadie. El Estado consideraba que había peligro cierto de que muchas personas “votasen mal” y había que manipularlas, del modo que fuese necesario, para que “votasen bien”. Pero para todos los medios, tanto progresistas como conservadores, se trataba únicamente de un tema privado que afectaba al honor de Pablo Iglesias como individuo concreto y que podía dirimirse en los juzgados, como tantos otros. Tal cual como si fuese uno más de los líos de demandas y contrademandas que afectan a “los famosos”.

Y así, vimos el verdadero rostro del Estado: no solo traiciona y miente a sus ciudadanos sino que lo hace con una cierta aquiescencia generalizada

Además, la prensa afín a otros partidos competidores en el espectro político de la izquierda, puede que no aprobase la guerra sucia contra Pablo Iglesias, pero no por ello dejaba de beneficiarse. Por eso, ante la insistencia de estos pelmazos de Unidas Podemos, condescendientemente se les recomendaba pasar página de una vez. Y así, vimos el verdadero rostro del Estado: no solo traiciona y miente a sus ciudadanos sino que lo hace con una cierta aquiescencia generalizada. Y es este silencio complaciente lo más tenebroso. Puede ocurrir que políticos, periodistas y policías sin escrúpulos maquinen maldades pero resulta aterrador que el clima general sea de indulgencia ante estas prácticas.

¿Por qué esta silenciosa complacencia? Porque nadie puso en duda que los protagonistas de esa trama eran patriotas; de hecho, se llamaban a sí mismos “la policía patriótica”. Delinquieron, sí, pero por la patria. O, al menos, por una cierta idea de patria que desde hace siglos trata de aniquilar a otras patrias posibles que hoy se siguen enfrentando.

A finales del siglo XIX, Francia se desgarró con el llamado Caso Dreyfus. Hagamos memoria: el ejército francés acusó de espionaje, sin pruebas, a un oficial judío. Tras un proceso amañado, lo condenó a una larga pena de prisión. Fue un caso claro de antisemitismo. La insistencia de la familia en su inocencia y el apoyo de un pequeño grupo de pensadores —a los que entonces se tildó peyorativamente como “intelectuales”— colocó el tema como hegemónico en el debate nacional convirtiéndolo en el eje de algo muchísimo más importante que si una persona concreta había tenido o no un juicio justo. Las revelaciones acerca de las irregularidades del proceso afloraron y oficiales franceses fabricaron a posteriori nuevas y falsas pruebas que fueron igualmente refutadas. Entonces, la prensa conservadora defendió a los falsificadores disculpándolos por cometer “un crimen de amor”. De amor a la patria. Igual que en nuestros días la “policía patriótica” del Partido Popular cometió crímenes de amor.

Lo importante aquí no era la culpabilidad de un oficial sino que se cuestionase al ejército, pilar de la patria imaginada. De hecho, muchos de los que atacaban a Dreyfus no lo hacían porque realmente creyesen en su culpabilidad sino porque defendían que la suerte de un hombre —culpable o inocente, eso no importaba— no podía amenazar la integridad de una nación. Quizá se había cometido una injusticia, sí. Pero peor injusticia era cuestionar los fundamentos de la patria.

De repente otra visión de patria se enfrenta a la suya; una que se sustenta precisamente en los derechos de los que llamamos compatriotas

La controversia partió a la sociedad francesa por la mitad durante décadas. Se filtró en la política, en la prensa y en el cuerpo social dividido en dos, generando un debate colosal que movilizó en uno u otro bando a todo el tejido intelectual. Por cierto, qué contraste con el ominoso silencio, la pobreza argumentativa y la ausencia de principios que padecemos en la actualidad.

Se trataba entonces, como se trata hoy, de dos ideas de patria en colisión.

Los conservadores imaginaban la nación como un árbol que se sostenía sobre las grandes raíces de la tradición, la religión, la historia y los antepasados. El tronco, expandido en grandes ramas, sería la monarquía, los apellidos ilustres y la división jerárquica de privilegios y riqueza. Los demás, los ciudadanos, los súbditos, somos las hojas que vienen y van; que caen y son sustituidas por otras. Pero el grueso tronco de la nación ahí sigue.

Por el contrario, para el sector dreyfusiano, la verdad, la justicia y los llamados valores universales eran el fundamento de la convivencia y de la nación. Y la razón de Estado jamás podía justificar atentar contra los derechos de una persona sin socavar toda la organización moral. Una nación, en suma, no puede fundamentarse sobre la negación de la justicia y la mentira pública.

Estas dos patrias llevan decenios enfrentándose pero hoy se muestran más nítidas que nunca. Quizá tradicionalmente la izquierda era más partidaria de defender estos valores universales: la justicia, la equidad, la igualdad, de una forma más abstracta, sin vincularlos con la construcción de la patria. Pero esto ha cambiado con la irrupción de Unidas Podemos que, de forma permanente, apela a esa construcción de la nación fundamentada en los valores que nos convierten en ciudadanos iguales, libres, y, sobre todo, capaces de tener una existencia digna de ser vivida.

De repente otra visión de patria se enfrenta a la suya; una que se sustenta precisamente en los derechos de los que llamamos compatriotas. La patria que aplaude a sus sanitarios se contrapone a la que cloquea en esas chabacanas manifestaciones de los barrios ricos

Esta idea en la que particularmente se afana con denuedo Pablo Iglesias (y quizá lo dejemos demasiado solo) supone una cierta renovación del pensamiento de izquierdas que le disputa por fin el contenido de la palabra “patria” a la derecha ultra y la ultraderecha que hasta ahora se lo habían enseñoreado. De ahí su rabia.

De repente otra visión de patria se enfrenta a la suya; una que se sustenta precisamente en los derechos de los que llamamos compatriotas. La patria que aplaude a sus sanitarios se contrapone a la que cloquea en esas chabacanas manifestaciones de los barrios ricos. Un poema de Carol Bret dice que la palabra “patria” produce vergüenza ajena, pero no así “compatriota”, porque “un compatriota puede ser cualquiera”.

Sospecho que esa es la batalla principal de nuestros días y que de la resolución de esta tensión, que se percibe diáfana en cada intervención parlamentaria, dependerá en gran medida el futuro de nuestro país. Nuestro país: quizá haya que empezar a usar más esta expresión para no regalárselo a los otros. Y no solo eso. No permanecer en silencio ante los crímenes “patrióticos”, como en el caso de la guerra sucia contra Podemos. Lo que realmente debería provocar escándalo es el poco escándalo que provocó. Lo que debería producirnos miedo es el escaso miedo que produjo. Con qué naturalidad se aceptó.

En aquella Francia, frente a los que enarbolaban el racismo, Julien Benda escribió que había, en efecto, “dos razas morales”: los que se sienten obligados a pronunciarse desde los valores de justicia y verdad contra la barbarie y “los otros”.

Nuestra patria acoge a cualquiera. A todos los “cualquiera”. La suya es ese árbol del que solo ellos son parte imprescindible. La suya es una patria que no vacila en fumigar con el veneno de la mentira si considera que algunos brotes están infectados. O peor aún, en arrancarnos y quemarnos como matojos. Franco, que participaba de esa misma idea de patria, podó la mitad del árbol asesinando a las cientos de miles de personas que él veía como ramaje enfermo. Periódicamente, piensan, viene bien una buena poda. Eso somos para ellos, hojitas que se lleva el viento o que se pudren en el suelo haciendo mantillo.

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