Consumo
Ecologismo de ciudad
¿Estamos dispuestos, como consumidores/as, a pagar más por nuestra comida? Las opciones de consumo que elegimos ¿son comprensibles más allá de los límites de la ciudad?

Madrid. Una de las cosas buenas de vivir en una gran ciudad es la diversidad de opiniones y formas de entender las cosas que se pueden encontrar. Tenemos la oportunidad de acceder a toda una suerte de movimientos, luchas y protestas que nacen en nuestros barrios, pero que tienen el peligro de quedarse aisladas de lo que ocurre más allá de los límites de las grandes urbes y caer en la trampa de un sistema que utiliza cualquier disrupción del imaginario social actual para convertirlo en un nuevo segmento de mercado.
El ecologismo ha ido evolucionando con el devenir de la sociedad y, en ese camino, son algunas las corrientes que han optado por actitudes dogmáticas que dejan al margen a aquellas que no comulguen con su mismo mensaje. Hoy en día contamos con herramientas (como las redes sociales) que nos ayudan a expandir un mensaje captando la atención y convenciendo a las personas mucho antes de que estas lleguen realmente a informarse. Especialmente, ante las nuevas demandas de la sociedad, han surgido diferentes opciones en torno a cómo llevar un estilo de vida que suponga un beneficio social, ambiental y, sobre todo, para nuestra salud.
En el caso concreto de la alimentación, son cada vez más comunes los productos orgánicos y/o ecológicos en los diferentes puntos de venta. Cada vez más personas son vegetarianas o siguen dietas veganas. Todas estas opciones de alimentación son cada vez más visibles, pero todavía con precios elevados y comunes, sobre todo, en las ciudades. Es aquí donde es inevitable preguntarse: ¿Estamos dispuestos, como consumidores/as, a pagar más por nuestra comida? Y, por otro lado, ¿Es sólo en las ciudades en donde surgen estas demandas?
Más aún en el actual contexto de mercado, en el que los precios de los alimentos, por ejemplo, muchas veces son tan bajos porque se han externalizado los costes sociales y ambientales de producirlos. Si queremos alimentos de calidad tendríamos que soportar los costes de su producción, es decir, asegurarnos de que la o las personas que los producen obtengan una retribución justa por emplear manejos agrarios integrados en los ciclos de la naturaleza, tanto de materia, como de energía.
El modelo territorial de nuestro país ha estado orientado a hacer crecer los núcleos urbanos a costa de los entornos rurales. Tras el primer gran éxodo rural, el proceso se ha ido acelerando dejando atrás poblaciones mermadas y en vías de desaparecer, con megaproyectos industriales como única vía posible para el «progreso». Cuando estas personas, remplazadas por formas de producción cada vez más mecanizadas, ya no habiten los campos ¿Quién va a producir nuestros alimentos de forma sostenible?
Más allá de la visión bucólica que tenemos de lo que es el entorno rural, es necesario repensar nuestra relación con la naturaleza y avanzar hacia una visión que supere el considerar nuestros ecosistemas como lugares prístinos, porque, en su mayoría, no lo son. Nuestros ecosistemas han venido siendo intervenidos por las personas que habitaban en ellos. Son aquellos sistemas de producción, los menos intensivos, propios de nuestros territorios y culturas y adaptados a las condiciones locales, los que suponen altos reservorios de biodiversidad y de identidad. Es la forma de producir (y de vivir) lo que ha ido variando y amenaza su conservación: cuando la producción y el mercado se imponen como máximas, son dos las opciones que han sido posibles: el abandono y la intensificación.
Si queremos conservar el medio ambiente deberíamos cuidar a todas aquellas personas que «gestionan» el territorio, entendiendo que es necesario un mayor reconocimiento social de todas aquellas actividades que, ligadas al territorio, conservan el valor natural, cultural e histórico de nuestros campos. Estamos imponiendo nuestra idea de lo que debería ser la naturaleza, demonizando aquellas actividades ligadas al territorio, como la agricultura y la ganadería extensivas, posicionándolas junto a la agroindustria, y configurándonos ideas sin ni siquiera haber mirado más allá de los límites de nuestra ciudad, sin ni siquiera integrar a las personas que viven en el medio rural y subsisten gracias a él en nuestro debate.
Si queremos salvar a las abejas, nuestros bosques o comer de calidad, entre otras cosas, tendríamos que consensuar otros modelos de consumo, con todo lo que ello implica. La asunción de responsabilidades no puede caer solo en un colectivo, debe caer en el conjunto de la sociedad.
Desde la escucha y desde la asunción de que no hay una verdad absoluta ni una única solución posible, poder avanzar hacia modelos de consumo diferentes, basados en la puesta en común de las diferentes formas y medios de vida presentes en un territorio más allá de considerarlo, como en el caso de las zonas rurales, paisajes idílicos llenos de reliquias.
Aceptemos que es difícil poner en práctica nuestros valores porque vivimos en una vorágine de vida inmersa en el «si te esfuerzas, triunfarás», obviando que hay problemas estructurales y factores intersectoriales que nos vienen dados. Obviando que nuestra acción individual es necesaria, pero también la colectiva y la global, y que no hay una opción mejor que otra, sino que todas son debatibles.
Poder adaptar lo que hoy sabemos a lo que antaño hicieron, resulta clave si lo que pretendemos, con nuestros hábitos de consumo, es mantener y mejorar nuestra salud y la de la tierra.
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