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Ciudad marca
Barcelona, un laboratorio para experimentar con la soberanía digital
Cuatro gigantes tecnológicos acompañan ahora a Microsoft entre la diez compañías con un mayor valor en el mercado de la bolsa. Su rentabilidad ya no procede de la venta de hardware, sino de los servicios computacionales en la nube.
Apenas han pasado seis años desde que el geógrafo británico David Harvey realizara en Ciudades rebeldes. Del derecho de la ciudad a la revolución urbana (Akal) la siguiente afirmación: “El sistema no solo se encuentra roto y desnudo, sino que es incapaz de ofrecer cualquier otra respuesta que no sea la represión. Por lo tanto, nosotros, el pueblo, no tenemos otra opción que luchar por el derecho colectivo de decidir cómo se reconstruirá ese sistema y al servicio de quién.”
Entonces, el estallido de la crisis financiera parecía haber despertado las protestas tras décadas de letargo, los indignados ocupaban las plazas públicas reclamando que el 1% pagara los platos rotos tras varias décadas especulando con su futuro y un sentimiento de lucha parecía recorrer cual neumonía las grandes ciudades de todo el mundo.
De aquello, poco o nada queda, al menos ateniéndonos a la impotencia de las fuerzas políticas que se nutrieron de sus energías, especialmente las españolas. Mientras estas última apostaban por un populismo izquierdista para enfrentarse a una suerte de casta, “el constante y agitado desplazamiento de la producción”, tras una aparente conmoción, se apoyó en internet, las tecnologías de la información y los datos para crear modelos de negocio adaptados a una economía digital financiarizada que ha alterado radicalmente el escenario histórico en donde se labra la lucha por el reparto de los recursos. Y también ha obligado a actualizar las herramientas teóricas para afrontarlo.
De un lado, si hace una década solo Microsoft se encontraba entre la diez compañías con un mayor valor en el mercado de la bolsa, hoy le acompañan otros cuatro gigantes tecnológicas estadounidenses (Apple, Alphabet, Amazon, Facebook) y dos chinas (Alibaba y Tencent, valoradas entre ambas en alrededor de 500.000 millones de dólares). Al mismo tiempo, si antaño la rentabilidad procedía de la venta de hardware, el negocio de la publicidad o el comercio electrónico, a día de hoy, son los servicios computacionales en la nube, o de inteligencia artificial, los modelos de negocio que tratan de sostener un sistema que desde 1980 requiere de la búsqueda de rentas financieras, y no de la realización de ganancias por medio de la producción de mercancías, para mantenerse a flote.
¿En qué estadio se encuentrA el capitalismo en el siglo XXI?
Por otro lado, como quien trepa hasta lo más alto del mástil de un barco a punto de hundirse, y desde allí da la voz de alarma sobre la nueva tormenta que se cierne, Francesca Bria y Evgeny Morozov organizaron un simposio llamado Más allá del capitalismo de vigilancia: recuperando la soberanía digital en el marco de la Bienal del pensamiento de Barcelona.En la hermosa sala rodeada de cristaleras transparentes situada en el último piso del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) no solo era posible contemplar de las vistas de una ciudad repleta de proclamas en favor de una soberanía territorial que no entiende de las condiciones materiales del presente, sino escuchar a distintos académicos e intelectuales procedentes de distintos puntos del globo (entre ellos, Asia, Rusia, Estados Unidos, India o Europa occidental) trazando una radiografía nítida sobre el orden geopolítico actual. Aunque también debatiendo sobre las mejores formas de articular un futuro distinto al que plantea Silicon Valley, un nuevo agente central en la economía cuya función es desplazar mayor riqueza hacia el gran capital: una espiral interminable de endeudamiento privado y mayor austeridad pública.
A este respecto, como todo buen detective recomendaría, Morozov inició el evento siguiendo el rastro del dinero. Si antaño era “el complejo industrial-militar” estadounidense, como lo denominara Eisenhower, y después distintos capitalistas de riesgo del pelaje de Peter Thiel, quien ahora invierte grandes sumas en espolear la industria de la alta tecnología son los fondos de inversión multimillonarios. En este contexto, la deuda no es solo una herramienta para someter a al pueblo que heredó el concepto de democracia a los delirios de la Troika, ni siquiera para imponer recortes en los presupuestos públicos o exigir privatizaciones en el resto de economía de la zona euro. En una vuelta de tuerca, la deuda permite, no solo a Estados Unidos o China, sino a fondos soberanos de países como Singapur, Arabia Saudí, los Emiratos árabes, Malasia, Noruega o Japón financiar o comprar a las corporaciones tecnológicas que ha digitalizado la economía para después conseguir retornos aún mayores de inversión.
Si la crisis financiera obligó a pensar en nuevas formas de continuar con el proceso de neoliberalización, asentar modelos de negocios más estables y que generen dinero en efectivo, casi siempre en forma de renta financiera, esto ha dado lugar a infraestructuras digitales que lo permiten, especialmente introduciéndose de manera agresiva en las ciudades. También a un modo de producción basado en los datos, en manos de las grandes tecnologías gracias a largos años de vigilancia intensiva sobre cada actividad de las personas. Y, pronto, una vez toda esa información haya servido para crear modelos de inteligencia artificial con un alto poder predictivo que pongan fin al “secreto de la acumulación originaria”, como lo denominara Marx en el capítulo veinticuatro de El Capital, convertir a los pocos gigantes que los han desarrollo en los intermediarios fundamentales de la economía, como en otro momento lo fue Wall Street, o incluso Hollywood en el aspecto cultural.
Esta “tendencia parasitaria del sistema” tiende, efectivamente, hacia la insaciable búsqueda de rentas, señalaba Paul Mason en una mesa sobre automatización. O como añadía Morozov durante una ronda de preguntas, “el mismo capital se ha vuelto externo al trabajo”. En este sentido, las fuertes inversiones en investigación y desarrollo, la construcción de grandes centros de almacenamiento de datos o las adquisiciones comerciales, junto a la mutación en los modelos de acumulación, también llevó a alguien a afirmar que “Marx no existe”. Por supuso, nada de ello impidió al marxista indio Vijay Prashad señalar, y Tony Norfiel, un hereje que trabajó durante largos años en la City lo constató, que “las grandes finanzas llevan décadas ganando la lucha de clases debido a la inversión y la evasión fiscal.” Mientras el dinero que antaño tenían los gobiernos se desplaza hacia las cuentas offshore de Silicon Valley, que gastan el dinero de sus inversores en desarrollar infraestructuras tecnológicas que más tarde ofrecen servicios de computación en la nube o de inteligencia artificial en materia de seguridad cibernética a los actores gubernamentales u otros actores empresariales. Un circulo vicioso donde cada vez menos manos controlan las grandes plataformas con enormes márgenes de ganancia.
Al mismo tiempo, estos son algunos de los motivos que llevaron al británico Ian Hogarth a señalar durante el simposio que los enormes progresos en el aprendizaje automático impulsarán el surgimiento de un nuevo tipo de geopolítica, el nacionalismo en torno a la inteligencia artificial. También colocó a la empresa Deepmind, adquirida por Alphabet hace unos años, la cual ya colabora con los servicios de salud del Reino Unido, como un ejemplo de la manera en que estas tecnologías pueden acabar proveyendo servicios directos de pago y de acuerdo a las necesidades de los enfermos, pues poseen perfiles increíblemente específicos sobre estos, así como una enorme capacidad para prever algunas enfermedades, diagnosticarlas a tiempo y atajar muchos problemas médicos. Esto nos habla de que la privatización de los servicios público está siendo llevada hasta sus últimas consecuencias, y creando un estado del bienestar paralelo en el cual estos servicios solo se encuentran disponibles para quien pueda pagar por ellos, ya que la lógica detrás de Alphabet es generar mayor rentabilidad valorizando aún más a cada individuo, no asegurar el acceso a los servicios públicos gratuitos.
Algo similar ocurre con el transporte, cada vez más asociado en Occidente a empresas como Uber, en quien ha invertido fuertemente la gigante japonesa de las telecomunicaciones SoftBank, cuyo fondo Vision Fund asciende a casi 100.000 millones de dólares, cerca de 25 veces el presupuesto para políticas de Sanidad en España, o casi el equivalente a los 3.5000 millones de dólares que Arabia Saudí inyectó en esta plataforma tecnológica californiana para que se introdujera en buena parte de las ciudades del mundo y acabara con toda la competencia existente para ofrecer cualquier servicio de transporte o movilidad, antaño municipal, de manera privada.
Digamos también que, algunas semanas antes de que se conociera el asesinato del periodista saudí Jamal Khasshoggi, este mismo país invirtió 45.000 millones de dólares más en Vision Fund para seguir financiado cualquier tecnología que sirva para fines de represión civil. Y ello sin que ningún partido político hispano lo encontrara más relevante que defender a ultranza al sector del taxi frente a Uber.
Si entendemos las lógicas capitalistas en las que estamos atrapados en el marco de la alta tecnología, una cuestión que los viejos comunista que elevan todo tipo de proclamas etéreas sobre la soberanía todavía no ha comprendido, las consecuencia sociales que se desprenden son muy variadas. Aunque también existen muchas implicaciones, específicamente geopolíticas, en que los fondos se conviertan en los nuevos amos del mundo. Pongamos que Vision Fund también ha invertido en Alibaba, una enorme compañía de comercio electrónico china que opera en un mercado con 1.400 millones de consumidores. Si además entendemos, como nos invitaba en el simposio Yu Hong, académica y autora un libro sobre cómo el gigante asiático se ha transformado digitalmente gracias a la planificación del Estado, junto a las fuerzas del mercado y los intereses de la clase dominante, será menos complicado entender por qué este país invirtió 150.000 millones de dólares en desarrollar la industria de la inteligencia artificial hace dos años. Este plan nacional diseñado a más de una década vista, el cual también contempla el desarrollo la industria robótica, trata de colocar a China en la posición de disputar la hegemonía global a Estados Unidos. Una cuestión que Eric Schmidt, ex presidente de Alphabet, advirtió que ocurría en el 2025.
Este temor se ve confirmado ateniéndonos a un dato: las BAT (Baidu, Alibaba y Tencent) han participado en 39 compras de acciones en nuevas empresas que desarrollan software y chips de inteligencia artificial desde 2014. Alibaba ha emergido como uno de los principales actores en la oferta de servicios en las ciudades del futuro, al menos, en aquellas que Cisco, Microsoft o Alphabet no conquisten mediante la privatización de su infraestructura tecnológicas. Baidu, aunque los tres grandes conglomerados tecnológicos chinos hayan hecho sus apuestas en este sector, se encuentra concentrada en desarrollo la conducción autónoma para transformar el transporte y la movilidad en el mundo. Mientras, Tencent, la compañía de videojuegos más grande del mundo, desarrolla nuevas tecnologías de imágenes médicas al tiempo que invierte toneladas de dinero en en empresas médicas. De hecho, en noviembre de 2017, el Ministerio de Ciencia y Tecnología de este país anunció que las primeras plataformas de inteligencia artificial se distribuirían de esta forma entre los tres gigantes. Junto a otros datos sobre la rápida atracción de talentos y la alta producción científica en dicha materia, estos fueron algunos de los motivos que llevaron a Yun Wen, académica de la Universidad Simon Fraser, a afirmar que en China impera “una lógica capitalista tecno-nacionalista” que ha desembocado en “una nueva Guerra Fría” entre los espacios territoriales que controlan Xi Jinping y Donald Trump.
En este contexto, el doctor alemán Philip Staab, especializado en la estrategia industrial de Alemania bajo esta suerte de capitalismo digital, destacaba la incapacidad de Europa de mantener cierta soberanía en lo que no será otra cosa que un contexto económico fuertemente marcado por la automatización y la inteligencia artificial. Obsesionada por mantener los objetivos a corto plazo de exportar y mantener el superávit comercial que la convierte en el motor del Viejo Continente, Staab señalaba que el país de Angela Merkel se encuentra enfrascado en un falso debate sobre la Industria 4.0, mientras sus competidores entienden las tendencia a largo plazo de un mundo en el que la producción manufacturas no es tan relevante para la creación de beneficios como la oferta de servicios. Todo ello, además, en el marco de que la Comisión Europea y los Estados miembros sufren de una ceguera neoliberal que impide nacionalizar compañías clave, planificar políticas para intervenir en industrias estratégicas o implementar una política comercial orientada, por ejemplo, a imponer vetos a los servicios de ciberseguridad de las empresas tecnológica extranjeras.
Estas últimas alternativas para emplear los instrumentos que facilitan el comercio internacional de modo que puedan romper el poder monopolístico de las grandes tecnológicas fueron expuestas por académicas, periodistas y activistas como Maria Ptashkina (Rusia), Wendy Liu (China) o Renata Ávila (Latinoamérica), quienes también propusieron repensar de manera internacionalista los conflictos políticos relacionados con la tecnología a fin de crear un orden mundial asentado en el respeto mutuo, el trabajo social y el intercambio de recursos, escapando así de las lógicas rentistas o de la posición imperialista que Estados Unidos ha defendido durante décadas.
De lo contrario, Morozov se preguntaba: “si los datos son el nuevo petróleo, ¿quién será el nuevo Irak?”. La primera opción fue expuesta sucintamente por Andres Arauz, ex ministro de Ecuador, cuando exploró la manera en que los sistemas de pago mediante tarjetas bancarias se encuentran cada vez más vinculados a las identidades digitales de los sujetos. Por eso, una de las posibilidades es que los sistemas de crédito social, bajo soflamas como la seguridad nacional, den lugar a sociedades cada vez más orwellianas. Este proceso está teniendo lugar en el gobierno de China, quien gracias a los datos de las empresas privadas de tecnología y de la instalación de cámaras de reconocimiento facial, monitoriza a los ciudadanos mediante rankings sobre su vida en sociedad. La cuestión es que castigara a quienes no tengan una conducta civilizada con, por ejemplo, no poder llevar a sus hijos a buenas escuelas, viajar fuera de la ciudad, moverse hacia otros barrios o incluso ascender en el trabajo.
Un sistema de puntos sociales similar, pero llevado al mercado, es el de los servicios en línea que ofrecen Airbnb, cuyos usuario verifican sus identidades a través de una cuenta de Facebook, una empresa que cada vez recopila más datos, los conductores de Uber o los repartidores de Glovo a la hora de llevar las lógicas de explotación de la fuerza laboral hacia nuevo límites. El desenlace de estas tendencias no es difícil de imaginar, al menos, en una economía digital enormemente vinculada a unos cuantos gigantes tecnológicos con perfiles extremadamente detalles de cada individuo: una “sociedad civilizada” de acuerdo al consumo, pues poseen toda la información de las cuentas bancarias, y la producción, ya que la actividad laboral genera datos que pueden aumentar la productividad o eficiencia. ¿O culés creen que son las implicaciones sociales de un capitalismo monopolista en la era digital?
Alternativas democráticas radicales al capitalismo de la vigilancia
Ahora bien, casi al término del simpsosio, el sociólogo Oliver Nachtwey señalaba que “la historia del capitalismo es la historia de los modos de control.” Y añadía, esperanzador, el también autor de la Sociedad del descenso: “ningún modo de control es universal y completo. Y nunca lo será, todos ofrecen siempre alguna salida.” Entre ellas, en relación a los citados procedimientos de calificación algorítmica, aparece la creación de infraestructura sociales y cívicas con sistemas universales, guiadas a su su vez por medios democráticos y de propiedad pública. Claro que, en palabras de Morozov, “un sistema comprometido con una transparencia total debiera obligar a las compañías de tecnología a divulgar sus activos de datos, abrir las cajas mágicas de los algoritmos a auditores independientes y establecer derechos humanos en internet”. Uno de ellos debiera ser “la asimetría de los datos” en detrimento de una locura positivista donde la organización racional de cada ámbito de la vida se lleva a cabo mediante algoritmos guiados por intereses comerciales. ¿Han escuchado los empeñados en perderse en debates eternos sobre la atomización de las identidades de la clase obrera con categorías de los años ochenta?Si bien tanto Paul Mason como otros pensadores propusieron “un socialismo del Big data” o “entender la tecnología como una herramientas con enormes posibilidades sociales”, donde “el aprendizaje de las máquinas respondiera a las necesidades humanas”, la hoja de ruta más clara hacia la emancipación vino de Francesa Bria, a quien Ada Colau nombrara comisionada de Tecnología e Innovación Digital del Ayuntamiento de Barcelona, y firme defensora de que “no hay revolución digital sin una revolución feminista”.
En primer lugar, la doctora por el Imperial College señala que Barcelona ha sido pionera en enfrentarse a la retórica de las mal llamadas “smart cities”, instigada en buena parte gracias a las Big Four (quienes reciben ingentes cantidades de dinero asesorando a ciudades o Gobiernos sobre cómo abrirse en canal a las infraestructuras tecnológicas de Silicon Valley) o a distintas ferias o exposiciones sobre ciudades inteligentes que acaban otorgando a esta industria urbana el rol de diseñar las soluciones digitales para mejorar cualquier servicio en el entorno urbano. En cierta medida, se ha establecido como sentido común de época, ya sea en China, India o Madrid, que la modernización significa privatizar cada recoveco urbano a fin de que los ciudadanos acaben aceptando las condiciones de uso de cualquier gigante estadounidense o chino cada vez que dan un paso.
Por eso, una de las tempranas acciones de Bria fue politizar tanto la tecnología como la infraestructura, asentada principalmente en la enorme cantidad de los datos que genera una ciudad, con el fin de cambiar los términos: “la ciudad debe ser un derecho, no un servicio”. Y, por ende, “no puede encontrarse aislada de contribuir a ofrecer soluciones a los problemas urbanos”. De lo contrario, junto al auge de lo que Nick Srnicek, otros de los ponentes del simposio, llama capitalismo de plataformas, corporaciones como Airbnb expandirán su modelo de negocio en todas las ciudades del mundo a coste casi cero. Esta ingente información recopilada será además lo que permita llevar a un nuevo estadio la fuerza que imprimió el mercado sobre las ciudades contemporáneas, desde disputar el negocio a los promotores inmobiliarios hasta negociar con los grandes fondos que compran suelo. Y todo gracias al dinero procedente de Google Capital, un fondo que ha inyectado cerca de 900 millones de dólares en esta compañía, o de dos fondos soberanos de China y Singapur, que invirtieron casi el doble.
Por ello, como señalaba Bria, una política tecnológica radical requiere de la misma intensidad a la hora de defender otras posiciones de izquierdas, como la inversión en vivienda pública, oponerse a la especulación o remuncipalizar la energía, especialmente la solar y la eólica, así como el agua. Cuando ello tiene lugar, también los datos puede utilizarse de manera harto distinta. Por ejemplo, en lugar de recurrir a Nest Labs, una empresa en propiedad de Google que emplea sensores y tecnologías inteligentes para ahorrar en el consumo de energía a cambio de un pago por ofrecer este servicio, las instituciones públicas pueden diseñar medidas radicales para enfrentar la pobreza energética, disminuir los precios de la luz o pensar en ecosistemas urbanos más sostenibles.
Entre otros, estos son los motivos por los que Barcelona ha apostado por un enfoque radicalmente distinto sobre la propiedad de los datos. Lejos de encontrarse estos en propiedad de las empresas tecnológicas de Silicon Valley, o de entenderse como una propiedad privada para que los individuos establezcan contratos independientes con otros capitalistas culminando el sueño húmedo de los anarcoliberales, la ciudad condal está avanzando en la idea de apropiarse y ejecutar los datos colectivos de las personas, el ecosistema que crean los objetos conectados a internet, el transporte público o los sistemas de energía como activos o bienes comunes. Al mismo tiempo, esta perspectiva trata de colocarlos a la entera disposición de los procesos de innovación social y económica mientras la privacidad de las personas queda asegurada.
Todo ello se enmarca en la idea de que exista una infraestructura pública que proporcione al ciudadano un control total sobre cómo se utilizan sus datos con el objetivo de fomentar la soberanía tecnológica, a saber, la capacidad política de una comunidad para tomar decisiones sobre cómo se emplea la información que esta misma produce o la forma en que esta tecnología es utilizada para expandir el bienestar colectivo. Todo lo contrario a ser víctima de los intereses de las grandes multinacionales que controlan los nuevos mercados de servicios en la nube o de inteligencia artificial así como de los estados que vigilan a sus ciudadanos para fines poco o nada democráticos. En este sentido, durante el simposio organizado por el proyecto DECODE, del que Bria también es fundadora, el profesor Dan Hill propuso un esquema a escala para emprender una revolución en la toma democrática de decisiones. Esta comienza en el mismo bloque de pisos y termina en un área regional, como la Unión Europea, la cual puede cree un fondo de datos paneuropeo a fin de distribuir los recursos económicos de manera equitativa y justa entre los barrios, distritos, ciudades y naciones. Así, cada área tiene la responsabilidad de asegurar un nuevo Estado de bienestar y puede gestionar la información de manera conjunta.
A nivel municipal, por ejemplo, recientemente fue lanzado el primer proceso participativo para mejorar la plataforma Decidim e impulsar una deliberación colectiva sobre las políticas del futuro. Con la intención de que la agenda de gobierno incluya el 70 por ciento de las propuestas que nacen de los ciudadanos, tratan de cambiar la cultura política con la que funciona el gobierno, es decir, hacerlo tan abierto y transparente como el modelo Wikileaks, aunque también colaborativo y participativo. “La administración urbana debe ser fruto de una sinergía entre residentes, empresas locales, planificadores urbanos, etc. y llevarse a cabo mediante un sistema híbrido de democracia online y offline,” apuntaba Bria. En su opinión, para ello es fundamental recuperar los espacios públicos e impulsar la lucha contra el cambio climático, cerrar distritos enteros al trafico, impulsar estrategia de movilidad sostenibles. Nada similar a permitir que plataformas financiadas por grandes inversores que ofrecen patinetes o bicicletas asalten los espacios públicos para mercantilizarlos. De nuevo en palabras de la comisionada de Tecnología e Innovación Social, “el plan de acción debe ser integrar la inteligencia colectiva en el Ayuntamiento”. Otra opción sería contratar una plataforma en la nube de Alibabam llamada “ET City Brain”.
En esta ambiciosa agenda digital también se encuentra la creación de un conjunto de infraestructura técnicas para las administraciones que incluyan estándares éticos digitales, involucren a las pequeñas y medianas empresas o destinen buena parte de los recursos colectivos al software abierto. Concretamente, el Plan de Transformación Digital de Barcelona se ha comprometido a invertir el 70 por ciento de su presupuesto dedicado a nuevos servicios en el desarrollo de Software Libre y de Código Abierto, siendo el primer Ayuntamiento que firmó la carta abierta “¿Dinero público? ¡Código Público!”.
Por otro lado, toda perspectiva para una soberanía en esta materia debiera incluir una cláusula especifica a este respecto en los contratos públicos. Pese a que los acuerdos comerciales, como el TiSA, están diseñados para socavar dichas intenciones municipales, la idea debe ser convertir las infraestructura tecnológicas en bienes comunes, como lo es asegurar el reparto de los bienes energéticos o asegurar la calidad del aire que respiramos. Al fin y al cabo, todos forman parte de un ecosistema, en el primer caso de conocimiento, que debe estar guiado por principios que se asienten en el control democrático, la descentralización y a derecho humanos como el encriptamiento. Y una vez ello se convierta en un estándar extendido en las ciudades, los modelos de inteligencia artificial que sean desarrollados, es decir, la infraestructura sobre la que se desplegará la salud, la educación o el transporte no estarán encaminados a ofrecerse como un servicio que otorgue una renta a los grandes inversores detrás de Google o Uber, sino a blindar el derecho a que las enfermedades de cualquier ciudadano puedan predecirse o, al menos, a tratarse mejor gracias a sus datos, o a que cualquier modo de desplazarse en una ciudad sea sostenible y gratuito.
De acuerdo al resumen que hiciera Francesa Bria, ello implica devolver a los ciudadanos el valor que generan los datos para reinvertirlo en la nueva generación de plataformas cooperativas, no en economías de mercado, y asegurar así los derechos de las mujeres trabajadores al mismo tiempo que los comercios locales vuelven a los barrios. Junto con la ayuda del software libre se trata de crear “un ecosistema tecnológico abierto que fortalece la economía de innovación colaborativa y social”. A este respecto, desde el Ayuntamiento han lanzado un fondo para promover el desarrollo de infraestructuras abiertas y tecnologías que tengan en cuenta tanto la privacidad como el impacto social llamado Innovación Social Digital. Existen cerca de 3.000 empresas que trabajan con el Consistorio a través de la contratación pública, entre las cuales más del 60 por cientos son pequeñas y medianas empresas.
Por supuesto, y lo señalaba Bria por experiencia propia, las ciudades no pueden hacer todo esto solas. “Necesitamos una política industrial diseñada a nivel nacional que comience por establecer impuestos a las modelos de negocios basados en nuestros datos de las grandes corporaciones tecnológicas”. Si además no se establecen alternativas radicales, “como impuestos a los dividendos generados por la automatización para devolver el dinero a la sociedad”, las grandes empresas seguirán extrayendo rentas al precio de precarizar aún más los trabajos en la economía de servicios. Y más aún en ciudades con economías centrados en el turismo.
Cuestiones todas estas que no parecen ser entendidas desde las instancias gubernamentales españolas, al menos ateniendo a las propuestas que llegan de la Secretaria de Estado para el Avance Digital, encabezada por Francisco Polo, sobre la gobernanza de Internet, la creación de una Nación Emprendedora, la idea de convertirse en una suerte de líder en la industria del 5G (es decir, hacer a Telefonica referente), establecer programas de adquisición de habilidades digitales (que podría significar delegar a Google Actívate esta tarea) o crear oficinas de transformación digital. Ciertamente, esta palabrería no guarda relación alguna con la soberanía sobre el software, el hardware, los datos computacionales, los dispositivos móviles; el establecimiento de prohibiciones a los servicios chinos o estadounidenses; la exigencia de eliminar toda cláusula contra la localización de datos en los acuerdos de comercio; y, aún más importante, el diseño de planes industriales para desarrollar infraestructuras para la inteligencia artificial propias. Lo contrario llevará a las grandes empresas del IBEX 35, a la industria militar y de ciberseguridad a convertirse en arrendatarios de Microsoft Azure, Amazon Web Service, Google Cloud y/o de cualquier otro gigante chino. Una cuestión que tampoco ha integrado en su análisis político Iñigo Errejón, cuya noción sobre la emancipación parece asentarse en utilizar gafas de realidad virtual ante sus seguidores de Instagram, como hizo en el Madrid Games Week, donde también afirmó que “queremos colocar a Madrid como polo tecnológico y de vanguardia en Europa, en una industria de futuro como la del videojuego.”
En suma, diseñar alternativas tecnológicas y urbanas desde las ciudades fue una de las cuestiones básicas que se propusieron durante el simposio organizado en Barcelona para provocar un estado de excepción en la Europa neoliberal y reaccionar contra la internacional fascista que acecha a medio mundo. De hecho, Paul Mason llegó a afirmar en una entrevista que “es una tragedia que mientras el gobierno de Matteo Salvini en Italia desafía a Europa, Sánchez designe a una tecnócrata que cargará todo el gasto extra a los contribuyentes españoles”.
Más bien, los tiempos actuales requieren “sistemas centrados en asegurar el futuro de las democracias, espolear los derechos digitales y crear trabajos no orientados el mercado laboral”, como apuntaba por su lado Bria, quien también proponía incentivar a los emprendedores para crear tecnologías diseñadas para fines sociales opuestos a la búsqueda de rentas financieras. “Si la clase dominante cree que la tecnología es algo que no debe politizarse y que puede debatirse en foros económicos, debemos decirles que no; que la cuestión es quién tiene la propiedad de los datos, las infraestructuras y cómo se establecen los términos de acceso”.
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Muy interesante, como es habitual, Ekaitz. Echo de menos que se explique cómo casa este asunto con el problema energético que tenemos encima. Los recursos fósiles de agotan, el peak oil es un hecho contrastado e inevitable, los recursos minerales asociados a las renovables también son limitados, y la transición a un modelo energético sostenible requiere irremediablemente del uso de energías fósiles. Seria interesante abordar este tema y ver cómo conjuga con el desarrollo tecnológico. (Tampoco se tiene en cuenta el ámbito rural, fundamental en una evolución integral. Entiendo que no es el ámbito de este artículo, aunque creo fundamental tenerlo en cuenta para caminar hacia un futuro plausible). Se toca, también de pasada, el tema del software libre y creo que sería fundamental involucrar a su comunidad como factor fundamental del cambio. El software no privativo debiera ser asignatura obligada en colegios e institutos: si queremos cambiar realmente hemos de contar con las generaciones por venir. La FSF, con mucha más implantación en Norteamérica y Sudamérica, debería tener algo que decir, difundirse, extenderse y dejar de ser la "frikada" de unos cuantos.
El enlace "el primer proceso participativo"del párrafo 26 no funciona, está mal escrito,me quedo con las ganas de saber sobre ese proceso... Quizás sea esto, aunque no lo he encontrado en español: https://decodeproject.eu/
Faltan mucho conocimiento y difusión sobre estos asuntos, la mayoría adocenada está a otras cosas, y parece difícil que iniciativas de cambio prosperen sin una sociedad involucrada. Sobre todo con una Administración dependiente de medios informáticos privados, que ni siquiera contempla otras alternativas.
muy interesante.. pero podeis publicar artículos mas cortos? es muy difícil seguirlo si es tan largo y además en este caso claramente se podría haber sintetizado
Es el estilo del autor. Por otra parte estamos acostumbrádonos a lecturas cortas y rápidas. En algunas cuestiones la densidad es necesaria, si no queremos acabar reducidos a conceptos simples, que jibarizan el intelecto el conocimiento y la cultura.