Opinión
La peste que nadie quiere oler
Menos mal que existe este cine que señala y hunde el dedo en la ranura para abrir una auténtica brecha en la verdad instituida, para desmontar el imaginario dominante.

Estados Unidos es esa cocina con olor a fritanga donde dedos grasientos manipulan alimentos grasientos y los envuelven en plástico para que un adolescente con espinillas los venda por dos dólares cincuenta con un ridículo gorro en la cabeza. El fascismo en EE UU es una comida procesada a la que se le añaden un puñado de barras y estrellas, una pizca de la barba de Benjamin Franklin, unas cuantas enmiendas constitucionales y un toque de sueño americano que, aunque hace mucho ya que huele a rancio, sigue siendo la salsa preferida de millones de consumidores en el mundo.
Desde que surgió, el cine se ha conformado como una de las industrias que con más eficacia contribuye a expandir ese fascismo pastoso, ese pensamiento-bigmac que nos sonríe con nariz de payaso mientras nos mata. Produciendo y reproduciendo la mitología que sostiene EE UU, la fábula de la cuna de la democracia y las libertades, del capitalismo como fuente de oportunidades para todas, como una especie de garante de la igualdad y la justicia social, el cine comercial de Hollywood sigue vendiendo con éxito el american way of life (siempre con la dolorosa sinécdoque que borra de un plumazo América Latina), esa felicidad de risas enlatadas, de columpio en el porche y barbacoa en el jardín, de perfecta familia comiendo pavo con salsa de arándanos el Día de Acción de Gracias, de parejas que se besan mientras la cámara gira y una música los envuelve, de happy end fundiéndose a negro en el mejor momento, como si no existiera el dolor una vez que la cámara se apaga.
En ese cine, los perdedores, incluso los simpáticos, lo son por falta de ambición o de perseverancia, y todo el que tiene talento y trabaja lo suficiente consigue convertirse en un triunfador: el quarterback del equipo, la reina del baile, el bróker millonario, la directora implacable, el empresario de éxito. La moral funciona a fuerza de clichés y maniqueísmo. Nadie es pobre ni ilegal. Nadie sufre racismo ni violencia policial, nadie es violado, nadie muere por no poder pagarse un hospital.
Todo ese cine remando a favor del neoliberalismo más salvaje, abrillantando los zapatos al establishment, disimulando el hedor de la realidad con montañas de azúcar; todo ese cine tramposo que, mientras nos distrae de la verdad y dice inocentemente entretenernos, se sitúa frente a un cine sin miedo a mostrar lo podrido que se guarda en las cámaras frigoríficas de esa enorme cocina, toda la suciedad de sus freidoras, toda la grasa que gotea.
Están Alan Parker, Spike Lee, Lizzie Borden, David Simon, Tamara Jenkins, Michael Moore, Kelly Reichard o Bruce Miller, directoras que construyen un cine crítico y tratan de desmontar a toda costa ese american way of life con el que tantos se atragantan.
Desde Arde Mississippi y Nacida en llamas a Haz lo que debas, El cuento de la criada o The wire, la ficción yanqui de las últimas décadas —tanto en el cine como en las series de televisión— retrata sin paños calientes el racismo, el machismo, la pobreza, la corrupción, la violencia, lo inhumano de un modelo de Estado que deja a sus ciudadanas (después de abocarlas a vidas miserables por ser negras, mujeres o pobres) a su suerte, desprotegidas y a expensas de un sistema voraz que se traga a todas las que están en los márgenes y no caben en las vitrinas de sus escaparates. Menos mal que existe este cine que señala y hunde el dedo en la ranura para abrir una auténtica brecha en la verdad instituida, para desmontar el imaginario dominante, para poner bajo nuestras narices la peste que nadie quiere oler.
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