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Las bombas rusas caen sobre Ucrania, no las estadounidenses. En este aspecto, las cuestiones morales de la guerra están claras. Pero reconocer esto no es lo mismo que ofrecer una respuesta política, que tampoco se deriva automáticamente de ello. Al negarse a reflexionar sobre las causas más profundas de la guerra o las posibles formas de salir de ella, los comentaristas liberales y socialdemócratas estadounidenses se abandonan a sus patrones habituales en virtud de los cuales Estados Unidos figura como el ser inocente situado en el extranjero, un bienhechor para quien cada crisis es algo externo sobre lo que actuar, nunca algo de lo que uno mismo puede ser responsable. “No se puede culpar a los inocentes, siempre son inocentes”, escribió Graham Green en The Quiet American. Para el narrador, un hastiado periodista británico destacado en Saigón, se trata de una especie de locura, encarnada en el personaje del título: el agente de la CIA Alden Pyle, recién llegado a Indochina procedente de Harvard a principios de la década de 1950. “Nunca conocí a un hombre que tuviera mejores motivos para explicar la totalidad de los problemas que causó”.
Tal es el tono subyacente presente en las reacciones de la prensa convencional en la que la indignación moral se consume fácilmente en una llamarada de condena de un país extranjero que deja poca energía para condenar al propio. Ahora no es el momento de discutir si las “quejas de Putin tenían fundamentos de hecho”, insistía The New York Times cuando comenzó la invasión. Putin es el único responsable de la nueva Guerra Fría, “potencialmente más peligrosa, porque sus afirmaciones y demandas no ofrecen motivos para la negociación”. La mayoría de sus editorialistas asintieron, desde David Brooks hasta Paul Krugman y Michelle Goldberg, pasando por la no tan extraña pareja formada por Bret Stephens y Gail Collins: Estados Unidos debe demostrarle a Putin que “nunca, nunca ganará esta guerra”. Esta línea se trasladó a los editoriales publicadas en The New Republic, The Atlantic y The New Yorker.
Para Timothy Snyder, columnista de Foreign Policy, se trataba nuevamente de 1939 y Putin, como heredero tanto de Hitler como de Stalin, había hecho un pacto nazi-soviético consigo mismo. En las conferencias de prensa de la Casa Blanca, los reporteros instaron a que el gobierno sacara conclusiones: “¿Se había equivocado Biden al decir que quería evitar la Tercera Guerra Mundial —preguntó el corresponsal de ABC—, lo cual había envalentonado a Putin al descartar demasiado pronto una intervención militar directa?”.
Por su parte, la prensa de negocios ha demostrado ser casi tan incendiaria como la generalista. Cada ejemplar del Financial Times, The Economist y The Wall Street Journal está erizado con apelaciones a aprobar más sanciones y a que estas sean más duras, en un crescendo en que las últimas superan siempre a las anteriores en volumen y dureza. Prohibir a los bancos rusos su participación en el sistema SWIFT es ahora cosa del pasado, guerra financiera para pusilánimes. Medidas más radicales apuntan a provocar la superposición de una crisis de deuda, una crisis monetaria y una crisis bancaria: la prohibición del acceso de los bancos rusos a los sistemas internacionales de compensación y liquidación de dólares, la prohibición de negociar su deuda en los mercados secundarios y la incautación de dos tercios de sus reservas en dólares. Estas medidas se unieron a los correspondientes embargos impuestos sobre la tecnología avanzada por parte de empresas y gobiernos, incluidos los equipos de Boeing y Airbus destinados a dar servicio a la aviación comercial; además de las insistentes apelaciones a poner fin a la totalidad de las importaciones de petróleo y gas no solo a Estados Unidos, sino también a Europa: al diablo con el clima invernal, los altos precios del combustible y los jubilados muertos de frío. El periodista financiero Matthew Klein ha pasado de diagnosticar las guerras comerciales como guerras de clases a promoverlas, invitando a la creación de una “OTAN financiera” dotada de “mecanismos permanentes” de coerción y de un “fondo de la libertad” para compensar a los inversores por la pérdida del mercado ruso e “(hipotéticamente) del chino”.
La escalada económica ha comenzado a construirse para imbricarse con el involucramiento militar en lugar de actuar como una alternativa al mismo
La escalada económica ha comenzado a construirse para imbricarse con el involucramiento militar en lugar de actuar como una alternativa al mismo. Martin Wolf, economista-jefe del Financial Times, concluyó a mediados de marzo que la Tercera Guerra Mundial podría ser un riesgo que vale la pena correr. Entusiasmados con las armas económicas, los medios se han mostrado absolutamente entusiasmados con las armas físicas. Dos semanas después de iniciarse el conflicto, 17.000 armas antitanque habían llegado a Ucrania, según The New York Times, mientras que los “equipos de misiones cibernéticas” estadounidenses organizados para contribuir a la utilización de las mismas en actos no especificados de “interferencia” contra Rusia han asumido modalidades que ponen a prueba las definiciones legales vigentes de Estados Unidos como “cocombatiente”. Solo los aviones de combate y la “zona de exclusión aérea”, es decir, el bombardeo de aeródromos rusos, han causado hasta ahora alguna vacilación en estos medios. Pero se registra una presión creciente para aceptar ambos. The Wall Street Journal exige suficiente material aerotransportado para hacer redundante la zona de exclusión aérea: 28 MiG-29, junto con aviones Su-25, S-200, S-300 y drones portadores de explosivos. Desde esta perspectiva, los 800 millones de dólares invertidos en nueva ayuda anunciados el 15 de marzo eran una especie de capitulación: “Parecería que Biden se muestra tan cauteloso de no provocar a Putin que teme lo que podría pasar si Ucrania ganara la guerra”.
Esta bravuconería se extiende a la industria cultural en general, donde abundan las señales de un momento similar al que siguió al 11 de septiembre de 2001, cuando el cambio de nombre de las French Fries ocupaba el tiempo muerto entre la Operation Enduring y la Operation Iraqi Freedom. Entonces, como ahora, poner el ataque en contexto era excusarlo, mientras se detecta la misma prisa por hacer algo, apresuramiento que se muestra orgulloso por no haber pensado en las consecuencias de ello. Lo que ha cambiado no es solo la erosión del momento unipolar, sino la multiplicación de vías para librar la guerra virtual, para participar en ella y para ser manipulado por ella: crowdfunding de milicias urbanas en Twitter, publicación de vídeos de tanques capturados o de “combined arms training strategies” en Instagram y TikTok. El resultado de todo ello está en algún lugar situado entre la guerra como la salud del Estado y la guerra como cuidado personal, y así bailarinas, pianistas, pintores y científicos son apeados de becas o espectáculos, contra pancartas y emojis azules y amarillos, sin coste alguno para los estadounidenses. Warner Brothers negará a los adolescentes rusos Batman, Twitch dejará de pagarles por jugar videojuegos en línea, Facebook permitirá que algunos usuarios pidan su muerte.
Sin embargo, si bien el tono de la histeria es tan alto como el registrado después del 11S —el mundo libre, la civilización, el bien y el mal, todo pende de un hilo una vez más—, hay menos unanimidad de opinión detrás de la misma. Algunos de los mismos medios que exigen sanciones punitivas, boicots culturales y ayuda militar ilimitada también han expresado voces disidentes. Hasta ahora, estas han sido políticamente eclécticas, tanto de derecha como de izquierda: el experto realista en relaciones internacionales John Mearsheimer; Branko Milanovic, el estudioso de la desigualdad; el antiguo editor de The New Republic Peter Beinart; el católico conservador Ross Douthat, que instó a la cautela al The New York Times, yendo más allá que su colega Thomas Friedman, quien había señalado que “Estados Unidos y la OTAN no son meros espectadores inocentes”; la sanderista Elizabeth Bruenig, ahora en The Atlantic, para continuar con Tulsi Gabbard y Tucker Carlson, llamados traidores o algo peor, como outsiders tanto de izquierda como y derecha presentes en el Congreso o en la televisión.
Más allá de estos casos, ¿cómo ha reaccionado la izquierda estadounidense, definida ampliamente como crítica del capitalismo en un grado u otro, ante la guerra? Un pequeño grupo ha resistido el jingoísmo en todas sus formas. La editora de The Nation, Katrina vanden Heuvel, condenó la invasión, pero también la “gran irracionalidad” y la “arrogancia” de las autoridades estadounidenses, cuya voluntad de extender una alianza militar hasta las fronteras de Rusia proporcionó el contexto para el conflicto, y pidió a Biden que presionase para obtener un alto el fuego inmediato y la retirada de Rusia a cambio de la neutralidad de Ucrania. Keith Gessen, editor fundador de n+1, ofreció un excelente análisis de los orígenes de la guerra, evitando la psicología popular en favor de la historia y el reportaje para cuestionar su inevitabilidad. En el otro extremo del espectro, algunos autores se han unido con entusiasmo a la campaña de desprestigio liberal y socialdemócrata contra presuntos putinistas, entre ellos George Monbiot en The Guardian y Paul Mason en New Statesman, este último pidiendo un estímulo militar masivo para prepararse para la conflagración mundial que se avecina. En Estados Unidos, este papel ha recaído directamente en los “buitres de la cultura” presentes en New York Magazine o Vice.
Alexandria Ocasio-Cortez emitió un comunicado rematando una denuncia contra “Putin y sus oligarcas” al insistir en que “cualquier acción militar debe contar con la aprobación del Congreso”. Como grito de guerra, este deja mucho que desear
La cohorte mayor —los Democratic Socialists of America (DSA) y The Squad, los autores de Jacobin, Dissent, Jewish Currents, The Intercept y otras publicaciones menores— se encuentra en algún punto intermedio. Sus posiciones difieren solo en cuestiones de grado y matiz de la línea del Departamento de Estado: en contra de las sanciones de amplio espectro, la mayoría también se opone al envío de armas a Ucrania, pero su postura es básicamente defensiva, pregonando su condena a Rusia en lugar de criticar a Biden o la OTAN en parte para evitar las acusaciones de “izquierdismo fundamentalista”. La declaración inicial del DSA fue sinuosa y vaga, aunque el Partido Demócrata se alineó para repudiarla de todos modos. Alexandria Ocasio-Cortez, cuya estrella ayudó a lanzar, emitió un comunicado unos días después, rematando una denuncia contra “Putin y sus oligarcas” al insistir en que “cualquier acción militar debe contar con la aprobación del Congreso”. Como grito de guerra, este —en efecto, “ninguna guerra de aniquilamiento sin la aprobación del Congreso”— deja mucho que desear. En Jacobin , Branko Marcetic sonaba igual de duro, aunque más preocupado por la guerra nuclear. Gracias a Jeremy Scahill, The Intercept continúa documentando la enorme escala de los envíos de armas a Ucrania, pero también ha tratado de distanciarse de la “izquierda fundamentalista” que “inventa excusas” para Putin.
Washington implementó medidas para inducir una crisis socioeconómica de los ahorradores y asalariados comunes, dejando a los ricos relativamente ilesos
Esta cohorte tiende a apoyar las “buenas sanciones” defendidas por Thomas Piketty, blandidas contra “el sutil estrato social de multimillonarios en los que se basa el régimen” en lugar de contra los rusos comunes. Comparativamente humanas en espíritu, tristemente ingenuas en la práctica, estas propuestas malinterpretaron los motivos del poder que pretenden guiar. En cuestión de días, Washington implementó medidas para inducir una crisis socioeconómica de los ahorradores y asalariados comunes, dejando a los ricos relativamente ilesos. “Vamos a provocar el colapso de la economía rusa”, explicó el ministro de Finanzas de Francia con naturalidad. Lecturas más detalladas de los libros de dos de los arquitectos del régimen de sanciones moderno, Juan Zarate durante el mandato de Bush y Richard Nephew durante el de Obama, podrían haber aclarado algunas ilusiones sobre su propósito. La iranificación está a la orden del día, no las sanciones con un giro socialdemócrata.
En este sentido, una parte significativa de la izquierda no ha logrado pensar más allá del marco intervencionista socialdemócrata o liberal, incluso si no está de acuerdo con aspectos de la respuesta de Biden. En Jewish Currents, David Klion describió la expansión de la OTAN y los temores de cercamiento que ello suscitó en Rusia solo para descartarla como un dato irrelevante: la única explicación es que “algo fundamental ha cambiado en la mente del propio Putin”. En Dissent, Greg Afinogenov siguió atacando a quienes se muestran “obsesionados” con la OTAN, culpando a la izquierda estadounidense de un provincianismo que le ha cegado respecto a un nacionalismo ruso de mucha mayor envergadura, aun cuando él mismo rechace una participación más intensa. Para Eric Levitz, de The New Review Magazine, muchos socialistas eran simplemente “demasiado rígidos ideológicamente para ver el conflicto con ojos claros”. No había “fundamento alguno para creer que el imperialismo occidental era el principal obstáculo para la resolución diplomática del conflicto”. De hecho, ¿no estaba la izquierda moralmente obligada a defender a “un gobierno democrático que luchaba contra la dominación de una autocracia de extrema derecha”, con armas, sanciones y la protección de la OTAN, si ello era necesario? Dispuesto a complicar las “respuestas ideológicas sencillas” de la izquierda, Levitz reprodujo las justificaciones estándar de la intervención estadounidense por parte de la derecha liberal, socialdemócrata y neoconservadora sin tratar de caracterizar la política exterior estadounidense en general o situar su respuesta específica en este caso en una perspectiva histórica de mayor alcance.
Ni la izquierda respetable ni los liberales y socialdemócratas partidarios de la línea dura pueden explicar cómo los “castigos” exponenciales están destinados a poner fin rápidamente a la guerra, y mucho menos conceder una paz duradera. ¿Podría ser que no estén diseñados para ello y que Estados Unidos y sus aliados vean en los mismos una oportunidad de establecer sus propios intereses estratégicos en el “pivote geopolítico” de Eurasia en el que la soberanía ucraniana, por no hablar de las vidas ucranianas, figuran a lo sumo incidentalmente? “En territorio de la OTAN, deberíamos ser Pakistán”, declaró el exalumno de la NSA, Douglas Lute. Condoleezza Rice tuvo el mismo mensaje de apoyo a la hora de “castigar a Rusia con toda severidad”, aduciendo que, y ello expresado sin asomo de ironía, “cuando se invade una nación soberana, eso es un crimen de guerra”. Hillary Clinton fue aún más explícita: la debacle rusa en Afganistán durante la década de 1980 debería ser el “modelo” para Ucrania. Los planes de convertir a Ucrania en un nuevo Afganistán, procedentes de las mismas personas que acaban de abandonar a los afganos en las garras del hambre, deberían invitar a reflexionar con calma a todos aquellos preocupados por el pueblo ucraniano.
Aún más sorprendente que la hipocresía del núcleo imperial es su continuidad de perspectiva: el cambio de régimen está a la orden del día no oficial. Si Biden finalmente dijo lo mismo en Polonia el 26 de marzo, ello simplemente subraya la poca necesidad que siente de llegar a un acuerdo con el gobierno de Moscú, que Washington considera ilegítimo: perdedor de la Guerra Fría, más débil en todos los sentidos que importan, carente de una hoja de parra liberal o democrática para cubrir sus depredaciones domésticas, el régimen es ahora también un paria de la “comunidad internacional” y sin duda ello parece a muchos de los implicados en la “ameba” de la seguridad la mejor oportunidad puesta a su disposición para deshacerse del régimen putinista. Sin embargo, vale la pena dedicar un momento a recordar la ineptitud de nuestros gobernantes, cuyos esfuerzos previos de cambio de régimen terminaron en desastre. Incluso si las suposiciones más felices de la contraofensiva de Estados Unidos tuvieran éxito, no está claro qué se ganaría con devolver a Rusia al estado de colapso económico y político de la década de 1990, que dio origen entre otras cosas a Putin. Ucrania seguiría siendo un problema por acomodaticio que fuera su sustituto.
La idea de que la OTAN es incidental a esta crisis es desmentida no tanto por la “narrativa de Putin”, como por las fuentes estadounidenses disponibles. En 2008, el embajador William Burns, ahora jefe de la CIA, informó de que las aspiraciones de Ucrania y Georgia de unirse a la alianza constituían “puntos neurálgicos” para Rusia
Aquí el planteamiento estrecho de la “izquierda no fundamentalista” se topa con un callejón sin salida explicativo. La idea de que la OTAN es incidental a esta crisis es desmentida no tanto por la “narrativa de Putin”, como por las fuentes estadounidenses disponibles. En 2008, el embajador William Burns, ahora jefe de la CIA, informó de que las aspiraciones de Ucrania y Georgia de unirse a la alianza constituían “puntos neurálgicos” para Rusia, lo que podría llevarla a intervenir militarmente. Ignorando este hecho, Obama siguió adelante con la oferta de membresía a largo plazo, mientras en su segundo mandato se retiraba de todos los tratados de control de armas firmados con Rusia, al tiempo que anunciaba no obstante la inversión de un billón de dólares en la “modernización” del arsenal nuclear estadounidense. En enero Biden rechazó dos proyectos de acuerdos de seguridad presentados por Rusia como base para las conversaciones en Ginebra, incluidas propuestas para limitar los ejercicios militares en su frontera y excluir a Ucrania de los mismos. “La puerta de la OTAN está abierta”, fue la despreciativa respuesta de Blinken.
Pero el verdadero punto de inflexión se produjo antes, como aclara la nueva historia de la expansión de la OTAN escrita por M. E. Sarotte, Not One Inch: America, Russia, and the Making of Post-Cold War Stalemate (2022). Tomando su título de la garantía que el secretario de Estado James Baker dio a Gorbachov en 1990 de que si asentía a la reunificación alemana, la OTAN “no se movería ni una pulgada hacia el este de su posición actual”, el libro detalla cómo sucedió exactamente lo contrario: Estados Unidos acometió la incorporación rápida de todos los países del antiguo Pacto de Varsovia, comenzando por Alemania Oriental, en el momento en que el colapso soviético parecía inminente. Para aquellos que piensan que el asunto de Ucrania comienza y termina con Putin, Sarotte relata cómo el pacifista Gorbachov insistió furiosamente a Bush en que “Ucrania, dadas sus fronteras actuales, sería una construcción inestable”, que “había llegado a existir solo porque los bolcheviques locales redibujaron en un momento determinado sus fronteras en la forma actual” al agregar Járkov y el Donbás, mientras que posteriormente Jruschov “transfirió Crimea de Rusia a Ucrania como un gesto fraterno”. No se le debería hacer a Ucrania ningún tipo de propuesta directa de incorporación a la OTAN. Cuando Baker presionó a un negociador ruso sobre las armas nucleares instaladas en Ucrania y lo que les sucedería en caso de una guerra con Kiev, la respuesta ingenua este se revela como una señal trágica en el camino hacia la crisis actual. El negociador ruso “respondió que había 12 millones de rusos en Ucrania, además de celebrarse “muchos matrimonios mixtos”“, así que “¿qué tipo de guerra podría ser esa?”. Baker respondió simplemente: “Una guerra normal”.
Los progresistas han seguido la pista de vincular a Trump con Putin hasta el punto de que la rusofobia define cada vez más al partido como tal
Si gran parte de la izquierda estadounidense está domesticada, parece haber dos razones principales para ello. La primera se deriva de su relación con el Partido Demócrata desde 2016, que la ha neutralizado efectivamente como grupo y como base activista. En ausencia de cualquier movimiento a favor de la aprobación de legislación en pro de la reforma social, los progresistas han seguido la pista de vincular a Trump con Putin hasta el punto de que la rusofobia define cada vez más al partido como tal. En este tema, la mayor parte de The Squad apenas difiere del presidente del Comité de Inteligencia de la Cámara. La segunda es la grandilocuencia moral, sustentada en una poderosa memoria selectiva. Meses después de la retirada de Afganistán y el robo de sus reservas —y durante el bombardeo saudí de Yemen respaldado por Estados Unidos— este país no está en condiciones de impartir lecciones morales. Como defensor del principio de soberanía nacional, su credibilidad es nula. Y la vacuidad moral de su posición es importante, no porque absuelva a Rusia de sus crímenes en un cálido baño de bajeza recíproca, sino porque señala la urgente necesidad de proceder en virtud de algún otro fundamento si el objetivo es encontrar una solución pacífica. Las bombas financiadas mediante crowdfundings para alimentar los combates en Kiev no lo es. Como tampoco lo son las sanciones indiscriminadas impuestas para provocar el cambio de régimen en Moscú. Como mínimo, la izquierda estadounidense debería reunir las modestas reservas de independencia y fuerza que tiene para pedirle a su propio gobierno que reduzca la escalada e intente establecer conversaciones directas e indirectas para negociar garantías de neutralidad a cambio del alto el fuego y la retirada de tropas rusas. Negarse a contemplar cualquier alteración del orden posterior a la Guerra Fría forjado con arrogancia por los vencedores no es dureza. Es belicismo.
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Muchas gracias por publicar este reflexivo, crítico y esclarecedor artículo. Mucho tenemos que trabajar en la izquierda para liberarnos del corsé ideológico neoliberal que todo lo inunda, impidiéndonos reconocer la realidad.