Opinión
Elizabeth Smart
En todos sus artículos había un único tema subyacente: el desdén del mundo editorial, mayoritariamente masculino, hacia los libros escritos por mujeres.

En el Londres de los años 60, Elizabeth Smart comenzó a escribir en Queen, una vieja revista —tenía por lo menos 120 años— que aspiraba a convertirse en una publicación moderna que reflejara la insolencia de esa década.
Elizabeth quería escribir novelas, pero tenía que ganarse la vida y difícilmente podía mantener a cuatro hijos viviendo solo de lo que ganaba con los libros, por eso escribía crítica literaria en Queen y también anuncios publicitarios para algunas agencias. Ann Barr, amiga y compañera, pensaba que “las páginas que ella hacía eran como poesía”.
La canadiense era tan brillante que escribía quince críticas al mes, montaba catorce páginas de moda y se le ocurrían los títulos más extraordinarios. Para sobrellevarlo, tenía su propio ritual: cada mañana, al llegar a la redacción, encendía un cigarrillo Gaulois y tomaba un largo trago de ginebra. Una de sus primeras críticas comenzaba así: “Llevo dos semanas con ojeras de tantas noches como me he pasado leyendo hasta el amanecer, y por cierto que, como ustedes habrán notado, cada día amanece más tarde. Hecha polvo, pero incombustible, me levanto para recomendarles…”.
Cuando Smart comenzó a ejercer de crítica literaria ya había publicado En Gran Central Station me senté y lloré, la novela autobiográfica que la dio a conocer en 1945 en la que narra su tormentosa relación con el poeta George Baker, padre de sus hijos. En los años 60, ya era una firma conocida y sus críticas ayudaban a escritores prometedores a obtener cierto reconocimiento.
Una de ellas fue Margaret Drabble, que recuerda lo maravilloso que le pareció que alguien como Smart la arropara en su incipiente carrera de escritora: “Me gustaba la imagen que daba, la de una mujer algo excéntrica, que hacía su trabajo con total independencia”.
Según su biógrafa, Rosemary Sullivan, en todos sus artículos —era muy exigente y llegó a comentar libros de disciplinas tan dispares como narrativa, poesía, ciencia, sociología, historia natural, viajes y novela rosa— había un único tema subyacente: el desdén del mundo editorial, mayoritariamente masculino, hacia los libros escritos por mujeres. En 1960, quiso redactar una lista con los nombres de escritoras que recordaba para convencerse de que no era una invención suya que los críticos menospreciaran lo que escribían las escritoras y le salieron más de cien.
Un buen día, cansada de oír a varios hombres decir que las mujeres eran incapaces de crear obras de arte, en un ataque de rabia decidió ‘segregar’ a las escritoras de su propia estantería: “Aunque a veces es una lástima no poder contar con Safo, Jane Austen o Santa Teresa para equilibrar una combinación de otros autores aquí o allá, en conjunto estoy satisfecha, pues al ordenar los libros hay que tener en cuenta, entre otras cosas, la altura y la anchura, y las mujeres que ocupan el estante superior encajan perfectamente en el espacio que les está reservado, mientras que las debutantes tienen suficiente espacio para ocupar todo el que vayan necesitando”.
Quizá sin saberlo, al darles un lugar en su biblioteca, Smart estaba haciendo su propia genealogía. En sus artículos quiso demostrar la dificultad que encuentran las escritoras para creer en su propia voz cuando su entorno las cuestiona por entregarse a su vocación. En uno de ellos rescató una carta que el poeta Robert Southey le escribió a Charlotte Brontë en la que le decía que “una mujer no puede dedicarle su vida a la literatura”. Esos casos con los que Smart se iba encontrando en la historia de la literatura la indignaban tanto como nos siguen indignando a nosotras hoy: “Por suerte, Charlotte no se dejó amilanar. Y por suerte cada vez es más difícil amilanar a las muchachas con talento, aunque, en general, cuanto más talento tienen, más les cuesta tener éxito”.
Smart sabía que habiendo tan pocas críticas literarias, le correspondía dar espacio en sus columnas a las escritoras como ya lo hizo en sus propias estanterías. Drabble no fue la única, también apoyó la carrera de Edna O’Brien cuando, al hacer la crítica de su novela August is a wicked month, pidió a los lectores que no escuchasen nada de lo que un hombre pudiera decir sobre ese libro: “Si creen ustedes en la libertad de expresión y si incluyen a las mujeres en ella, no vale echarse atrás cuando dicen con toda crudeza lo que tienen que decir, ni vale pedirles que no expresen su propia verdad”.
Aunque sea difícil encontrar en una misma la confianza necesaria para escribir sin rodeos y sin máscaras de la propia vida, aunque siga costando hacerse un lugar en las estanterías, hay que grabarse a fuego las palabras de Elizabeth Smart: “Las mujeres hablan, las mujeres se atreven a decir la verdad, las mujeres se expresan y lo hacen con inteligencia”.
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