Terrazas1
Una terraza ocupando una esquina de Malasaña. Elvira Megías

La semana política
Episodio 2021

Casi dos años de pandemia están dejando una sociedad agotada. ¿Es posible encontrar esperanzas para el año que acaba de comenzar?

Ella trabaja de cara al público, con contrato parcial. Cobra menos de 800 euros mensuales y teme entrar en contacto con positivos porque tiene que seguir vendiendo durante todas las navidades. Ellos han dado positivo y sienten que han perdido la navidad esperando que el siguiente test marcase una sola línea; como se han quedado más de lo esperado en casa, también recelan de que la próxima factura de la luz sea un nuevo atentado en sus cuentas corrientes y lo que más les asusta es que se produzca una llamada del casero con la copla del aumento del IPC. Lo que preocupa a aquellas es que se retrase la vuelta al cole y tener que hacer malabarismos para conciliar la vida; más equilibrismo en un mes de multiplicación de congojas, de positivos y contactos estrechos.

Las frases hechas tienen tendencia a fracasar, a no corroborarse jamás, pero también a seguir rebotando como una bola de pinball en la conciencia colectiva. La paciencia tiene un límite es una de esas frases jamás testada más allá de las subjetividades, de los individuos a los que no se ha puesto límites y comercian con la paciencia de los demás. La paciencia social, de existir, no parece tener límites tras casi dos años de pandemia. Pero si los tuviera, el invierno de 2021 a 2022 es, sin duda, el momento en el que el aguante parece estallar: ¿cuándo se va a acabar esto? es una pregunta y una rabia, algo común pero no colectivo. 

El virus se hace eterno, escribe Amador Fernández Savater, en cuanto las condiciones de un estado de emergencia “infinito, intermitente y de geometría variable” son ideales para que se desarrolle, mute y se proyecte para tapar el futuro.

¿Cuándo se va a acabar esto? Los mensajes institucionales alabando el comportamiento ejemplar de la sociedad comienzan a resbalar por la piel de un cuerpo social que ha cerrado el año angustiado por unas navidades sin la prometida restauración de la normalidad, conteniendo la respiración mientras ve el cohete de la inflación disparado. Que teme que la incapacidad de hacer planes esta navidad sea solo otro rizo más, y no el último, en el bucle que vivimos desde marzo de 2020.

Esta semana, el presidente Pedro Sánchez ha comparecido para hacer el balance de lo bueno y malo, edición 2021, y entre lo que ha dicho es que la pandemia “no ha sido un freno si no un acelerador de la modernización de España”. Aislada, la frase, que queda envuelta en la retórica más bien hueca, que parece ser la obligada en este tipo de acto, funciona como una advertencia. Si la modernización es esto, ¿queremos modernizarnos? Dicho de otro modo, otra vez, ¿cuándo se va a acabar esta broma y vamos a volver a vivir normalmente?

La negación del futuro “modernizado” ha sido uno de los temas del año que acaba de concluir y está siendo una de las melodías de la década, encadenada a la gran dolencia de este tiempo, al menos en occidente: la falta de recursos para afrontar un problema colectivo de salud mental, para afrontar la “pérdida de sentido” de un mundo sin certezas y sin energías suficientes.

La posibilidad de parar el tiempo, materialmente imposible pero comercialmente explotable, da forma a una corriente cultural dominante —que, como todo hoy en día, se estratifica en varias— y, como consecuencia, a opciones políticas en auge. No se trata solo de la nostalgia, “la única distracción posible para quien no cree en el futuro”, como se decía en una película de Paolo Sorrentino, si no de la nostalgia entendida como una credencial distintiva.

Quienes reivindican la nostalgia como motor de acción política se reivindican a sí mismos frente a los demás, ante quienes no estaban ahí antes. Hay una arrogancia cazurra en mirar hacia detrás y no mirar al entorno, a lo que sucede en otras latitudes, en los paisajes de la guerra en curso. La exaltación ñoña del pasado, que comenzó con los inocentes recuerdos del tipo “yo fui a la EGB” o el “florido pensil”, se ha convertido en una especie de bandera para un par de generaciones que enarbolan el mal humor y las actitudes más reaccionarias.  

Nueva esperanza para los desesperados

La principal tarea comunicativa del Gobierno de coalición ante ese tiempo de incertidumbre que da fuelle a la opción reaccionaria, parece ser dulcificar, pintar de colores, la entrada abrupta en “la modernización de España”. Hace tiempo que Sánchez ejerce como el primer coach de las emociones colectivas. Los diez mil millones desembolsados esta semana por la Comisión Europea deben ser la gasolina con la que justificar el discurso motivacional del presidente.

No se puede negar que la demanda de autocrítica, de un examen detallado de las carencias de las medidas gubernamentales —comenzando por el Ingreso Mínimo Vital, terminando por la reforma laboral en proceso de aprobación en el Congreso— choca con uno de los principios que dirigen este momento: la necesidad de esperanza. En un presente en el que hay toda una industria en torno a la urgencia de agarrarse a lo que sea, no es sorprendente que el Ejecutivo se centre en que parezca que todo va mejor de lo que realmente va. Que defienda que la reforma laboral como está presentada es el principio del fin de la precariedad, por ejemplo.

Dice Belén Gopegui en una entrevista en La Marea que la heroicidad exige un apoyo organizativo que hoy está por construir. Esa construcción es la propia esperanza, o el mapa es el camino, como dicen los veteranos de la okupación madrileña. Quizá no sea necesario emplear la retórica del coach para espantar el lenguaje de las pasiones tristes, quizá en el año que acaba de empezar sea posible componer una cultura distinta, nuevos puntos de apoyo, para salir del estado de emergencia y encontrar una normalidad vivible, una normalidad mejorada con respecto a la de febrero de 2019. Porque, al fin y al cabo, otra de las frases averiadas puede ser esa oda a lo cenizo que dice “ten cuidado con lo que deseas”.

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