Algunos lugares apetecen por sus nombres. Alegría-Dulantzi (Álava) es uno de ellos. Lo pensaba sentado en la hierba de unos jardines a las afueras de la localidad, junto al polígono industrial, admirado de que allí, entre aquellas fábricas de muebles, hubieran tenido la idea de dejar crecer un espacio verde, fresco y sombreado. Lo pensaba cuando descubrí que el jardín en cuestión era también un paseo de llegada al cementerio. Descubrimiento que me lleva a constatar aquí dos evidencias: junto a los cementerios suele haber bancos sombreados y, en torno a los ayuntamientos, aguardan bares para desayunar con calma.
¿Por qué el nombre de Alegría? Fue una ocurrencia del rey Alfonso XI o de alguno de sus consejeros. Cuando el monarca otorgó sus fueros a la localidad en 1337, dejó escrito: “É por que la dicha villa sea mejor poblada… tenemos por bien que haya nombre Alegría de Dulanci”. La villa y el nombre sobreviven siete siglos después, hoy con la denominación de Alegría-Dulantzi. Y sobrevive y crece en estos días el municipio al amparo de la capital alavesa. Quizá sus dimensiones (cerca de 3.000 habitantes) y las distancias a los grandes núcleos (a 16 kilómetros de Vitoria y 77 de Bilbao) lo convierten en un ejemplo de municipio viable. Aunque esto es tan solo una conjetura que poco añade al debate obligatorio sobre la España vacía o vaciada.
Mientras pensaba en si el mero cambio de nombre pudo tener alguna influencia en el devenir de la villa, abandoné las afueras y me dirigí al centro. Y, en lo alto de Alegría, aprecié un espacio de formas irregulares flanqueado por la iglesia, el frontón, el Ayuntamiento y la Casa de la Cultura. Las inquietudes espirituales, físicas, políticas e intelectuales encuentran allí acomodo con aparente armonía, con el color verde del frontón del juego de pelota envolviendo la escena. Me fijé en los nombres en euskera escritos en blanco sobre la pared del frontón: luze y labur. Luze quiere decir “largo”, y “labur”, corto. Las palabras indican, pues, la longitud del frontón y el tipo de juego de pelota que encararán los jugadores.
Ahora, cuando recuerdo el paseo por las calles de Alegría, creo que caben, al menos, dos opciones para recrear la escena: versión labur y versión luze.
La versión labur desciende desde el frontón hasta las calles del casco, punteadas por casas de piedra y construcciones rehabilitadas con ventanas de tablillas de madera. Si acaso, esta opción breve se adentra en un café donde los parroquianos jugaban la partida sin alzar demasiado la voz y concluye junto al río, entre los patos que aterrizaban sobre la superficie del agua mientras jugaban a pelarse o aparentaban que huían sin demasiada convicción.
La versión luze, que imagino como un movimiento de cesta en virtud del cual la pelota, describe una larga trayectoria antes de chocar con la pared, matiza que en la calle principal de Alegría-Dulantzi destacaban las guirnaldas de la korrika —la carrera que celebra e incentiva el euskera—, un cartel con una cita de Txillardegi —lingüista y referente del nacionalismo vasco— y, no muy lejos, la Agrupación Socialista Mario Onaindia, cuyo retrato figuraba en el exterior del local. La versión luze, entonces, con su apariencia de mayor profundidad y largura, se detiene ante el hecho de que los carteles y los nombres parecían convivir en Alegría en bendito aburrimiento democrático. Hablaban entre ellos en el sopor de una tarde sin sobresaltos, propicia tal vez para la lectura de un libro de memorias, de unas memorias complejas y laberínticas como las de Mario Onaindia (1948-2003) o las de Txillardegi (1929-2012).
Pero esa impresión dialogante va más allá en este recuerdo largo. Porque este recuerdo se adentra en la certeza de que ha pasado el tiempo más rápido de lo que creía. Este año se cumplen diez años del último atentado mortal de ETA en la península. Se cumple una década sin la cara más tétrica del horror. Alejarse de aquello, extrañarse ante aquello y contarlo en pretérito a quien no lo vivió dibujan un cuadro que alguna vez pareció que no iba a llegar nunca. Y solo quiero decir que hablar en pasado, en pasado largo de aquel terror, es una alegría que merece ser celebrada. Y porque esta dicha sea mejor celebrada, tengo por bien hacerlo con el recuerdo de las calles de Alegría.
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