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Independencia de Catalunya
Por qué es España una democracia fallida
Cuando un Estado no es capaz de integrar las demandas de su(s) pueblo(s) o nación(es) en la gobernación del estado, ese Estado ya no pertenece a dicho(s) pueblo(s) y se convierte en Estado ajeno, extranjero.
En un artículo que escribí hace un tiempo sobre la autodeterminación en Europa decía que entre las causas fundamentales de la expansión del movimiento independentista en Cataluña se encuentra, por un lado, el proceso fallido de asimilación por parte del Estado central de las naciones no estatales o minoritarias y, por otro lado, la incapacidad al mismo tiempo del Estado español para representar e integrar a las naciones minoritarias como partes constitutivas del Estado. La primera causa tiene su parte positiva, la no asimilación y por tanto la supervivencia de las naciones minoritarias (como la catalana o la vasca). La segunda causa en cambio hace que dichas naciones sobrevivan pero no lo puedan hacer con los mismos recursos y oportunidades que la nación estatal (la española). Por eso mismo, llega un momento en el que da igual qué competencias se obtengan por parte del Estado ya que la unidad política que no está representada como Estado, es decir, aquella que no se gobierna como Estado (Cataluña en este caso) está obligada a vivir siempre subordinada a aquella que sí está representada como Estado (España).
La representación es a los objetos sociales (naciones, comunidades, colectividades) lo que el quark es a la física de partículas. Sin un vínculo representacional entre el Estado y el pueblo no hay democracia porque no puede haber una transferencia de soberanía por parte del pueblo al Estado y, por tanto, tampoco posibilidad de reproducir los sujetos políticos no representados en dicho Estado. Si el Estado, núcleo reproductor de toda unidad política moderna no representa a dicha unidad (o unidades) entonces, o bien el Estado se convierte en un Estado democráticamente fallido (España) o bien la unidad política no representada, aquella que no gobierna en el Estado ni como Estado, termina construyendo su propio Estado (Cataluña).
Solo por medio de políticas e instituciones controladas por el pueblo se puede reproducir una unidad política como demos. Pero no puede haber demos fuera de un proceso de democratización y no hay democratización propia sin Estado propio (no per se, sino en la situación actual).
El pueblo, como objeto social, se convierte en nación cuando expresa la voluntad de actuar y ser reconocido como unidad política, unidad que se torna democrática cuando las personas gobernadas tienen también capacidad y oportunidad de gobernar(se).
Durante el siglo XX algunos Estados han sido capaces de estabilizar un cierto vínculo representacional entre las personas gobernadas y las que gobiernan, es decir, entre los aparatos del Estado y el pueblo. Es así como la soberanía popular, sobre la que se basa la democracia, puede ser transferida o delegada en el Estado, transformándolo así en un Estado democrático. Es por tanto una condición necesaria aunque no suficiente para la democratización, que las personas que gobiernan lo hagan de acuerdo a las preferencias y demandas expresadas por aquellas que son gobernadas. Estas demandas, igual que el demos, no son algo dado o pre-político, han de ser creadas, articuladas y representadas. Ello implica que un demos, sea escocés, francés, vasco o catalán, requiera no solo de un territorio, una población y una serie de recursos, sino también de instituciones políticas diseñadas para asegurar la (re)producción y la representación de esas creencias, preferencias y demandas compartidas que hacen posible la existencia de una comunidad (unidad común).
La diferencia por tanto entre un demos y una nación es que la nación refiere a la voluntad histórica y socialmente producida de ser un sujeto político mientras que el demos indica la manera en que esa voluntad se reproduce, expresa y realiza: democráticamente.
Esto significa que una nación puede transformarse en demos sólo dentro de un proceso de democratización. Y significa también que puedes ser nación sin ser democracia (¿es este el caso de España?).
En esta feroz ofensiva capitalista con la que se ha inaugurado el siglo XXI, los casos de Escocia, Cataluña y Euskal Herria pero también de Alemania, Finlandia, Inglaterra, etcétera demuestran persistentemente que la democratización es un tipo de práctica conflictiva y performativa; no la cristalización del civismo universal y cosmopolita que cierto liberalismo nos quiere hacer creer, incluida cierta izquierda española y cierta derecha vasca.
El surgimiento de diversos procesos independentistas en Europa pone de relieve, precisamente, que en la situación actual no es posible democratizar una nación o una comunidad política si no es mediante estructuras estatales: mediante el poder político territorializado e institucionalizado del Estado. Para que se de un proceso de democratización las instituciones estatales han de ser capaces de producir y redistribuir el capital económico, cultural y simbólico por medio del cual se representa y reproduce un demos. Para tener, pongamos, un demos catalán hace falta una democracia catalana pero para ello es necesario tener instituciones estatales con capacidad de intervenir en las relaciones interpersonales de la sociedad catalana y en los recursos que dicha sociedad produce, para lo cual es imprescindible que estas instituciones estatales sean también capaces de representar las demandas de dicha población integrándolas en la gobernación del país. Si y solo si se consigue esta interrelación dinámica entre Estado y pueblo se puede reproducir efectivamente una sociedad o una nación como demos y por tanto como democracia. Y este es el objetivo del proceso de independencia catalán: reclamar Estado propio para poder conseguir una democracia propia.
La distinción política articulada hoy como identidad nacional (ser inglesa, española, alemana, vasca) es una transfiguración simbólica de diferencias objetivas; objetivas en el sentido de que son diferencias construidas socialmente pero más o menos institucionalizadas (objetivadas), desde el lenguaje y la música hasta las pensiones, el nivel y el sistema educativo y sanitario, el poder adquisitivo da cada hogar, el tipo de sindicalismo, de empresariado, de cultura política, de servicios sociales, etc. El proceso de integración Europea no deja lugar a dudas que el Estado sigue siendo el complejo institucional-territorial más efectivo no solo a la hora de determinar dichas diferencias objetivas, sino también a la hora de reproducir éstas como distinciones políticas (no solo en ‘soy escocesa no inglesa’, sino en ‘este producto es catalán, no alemán’).
En principio cualquier diferencia puede servir para producir distinción política o identidad nacional. Lo importante no es solo qué diferencias serán seleccionadas para producir esa distinción, sino el hecho de poder reproducir estas diferencias de forma objetivada, para que la evidencia subjetiva de la existencia de un pueblo o una nación pueda ser experimentada y reproducida como políticamente objetiva, es decir, como realidad representada, institucionalizada y funcional.
Cuando un Estado no es capaz de integrar las demandas de su(s) pueblo(s) o nación(es) en la gobernación del Estado, ese Estado ya no pertenece a dicho(s) pueblo(s) y se convierte en Estado ajeno, extranjero.
Lo que subyace al concepto de independencia o Estado propio, es precisamente la capacidad para decidir los mecanismos de institucionalización, representación, estandarización, producción y distribución de recursos y oportunidades que permiten que una sociedad sea articulada (exista) y pueda sobrevivir (reproducirse).
Y lo que se demanda en este proceso de independencia es por tanto la capacidad para decidir sobre aquello que permite a un pueblo ser sujeto político, aquello que permite a una nación o comunidad transformarse en una democracia; ni subvencionada ni subordinada, simplemente diferenciada.
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